IX
La madrugada del día siguiente, 8 de octubre, una compañía de flamantes rangers bolivianos conducida por un joven capitán del ejército, Gary Prado Salmón, se apostó en los riscos que dominaban el desfiladero. Un campesino había delatado la presencia de los guerrilleros.
Al amanecer, éstos vieron a los soldados en los riscos pelados que se alzaban a ambos lados. Estaban atrapados en la Quebrada del Churo, una hondonada boscosa de trescientos metros de largo y apenas cincuenta de ancho; en algunos puntos era bastante más angosta. Tendrían que abrirse paso a tiros. El Che apostó a sus hombres en tres grupos. Pasaron varias horas tensas. El combate comenzó a las 13.30, cuando los soldados detectaron a un par de guerrilleros que se desplazaban. Apenas los soldados abrieron fuego con morteros y ametralladoras, el boliviano Aniceto Reinaga cayó muerto.
Siguió un tiroteo prolongado en el que cayeron Arturo y Antonio, y los guerrilleros se perdieron de vista. Oculto parcialmente detrás de una gran roca en el medio de un sembrado de patatas, el Che disparó su carabina M-2 hasta que un proyectil le dio en el caño y la inutilizó. Aparentemente había perdido el cargador de su pistola; estaba desarmado. Una bala lo hirió en la pantorrilla izquierda y otra le atravesó la boina. Con ayuda del boliviano Simón Cuba, Willy, trató de escalar la quebrada para huir. Los observaban varios soldados ocultos. Cuando estaban a unos pocos metros, el sargento Bernardino Huanca, un indio menudo y robusto del altiplano, se alzó de la maleza y les apuntó con su fusil. Según Huanca, el Che le dijo: «No dispare. Soy el Che Guevara. Valgo más vivo que muerto».
Momentos después, avisado por los gritos de Huanca de que había capturado a dos guerrilleros, llegó el capitán Prado. Pidió al Che que se identificara y éste lo hizo. Prado desplegó uno de los retratos de Ciro Bustos y confirmó la identidad del Che por su frente pronunciada y la cicatriz junto a la oreja, recuerdo del accidente que casi lo había matado durante la invasión de bahía de Cochinos. Luego ató las manos del Che con su propio cinturón. Envió un radiograma a Vallegrande y después de ordenar a los soldados que vigilaran al Che y Willy, volvió al combate.
A las 15.15, el teniente coronel Selich recibió por radio el informe sobre el «combate sangriento» que libraban los rangers con «¡el grupo de rojos comandados por el CHE GUEVARA!» Al enterarse de que Guevara era prisionero, Selich abordó inmediatamente un helicóptero y se dirigió a La Higuera. De allí fue directo al campo de batalla.
Acompañado por el servicial corregidor de La Higuera, Selich bajó al cañón donde tenían a Guevara. Mientras tanto continuaba el combate en otras partes de la quebrada. Al bajar se cruzaron con un pelotón que cargaba a un camarada herido de muerte; le dijeron que había otros dos soldados muertos más abajo. Al llegar al lugar donde se encontraba el Che, Selich mantuvo un breve diálogo con él, que luego reprodujo en un informe confidencial.
«Le dije que nuestro ejército no era como él imaginaba, y respondió que estaba herido y una bala había destruido el caño de su carabina y en esas circunstancias no tenía otra alternativa que rendirse…»
Mientras caía la noche y el combate se prolongaba en la quebrada, Selich condujo a sus dos prisioneros a La Higuera. Para entonces lo acompañaban el capitán Prado y el jefe de éste, teniente coronel Miguel Ayoroa. Dos soldados tuvieron que ayudar al Che a escalar la abrupta ladera del desfiladero porque sólo podía apoyarse en su pierna derecha. Detrás iban varios campesinos con los cuerpos de los cubanos René Arturo Martínez Tamayo y Orlando Olo Pantoja («Antonio»).
Esa tarde tendieron al Che atado de pies y manos en el suelo de tierra entre las paredes de barro de la escuela de La Higuera. Junto a él colocaron los cadáveres de Antonio y Arturo. En otra sala encerraron a Willy, vivo e ileso.
Debido a la oscuridad, el ejército suspendió la persecución de los guerrilleros prófugos hasta las cuatro de la mañana, pero Selich apostó centinelas en La Higuera por si intentaban rescatar al Che. A las 19.30, Selich preguntó a Vallegrande qué debía hacer con el Che; le dijeron que lo tuviera «en custodia hasta nueva orden». Entonces entró en la escuela con Prado y Ayoroa para conversar con el Che. Luego sintetizó la conversación de cuarenta y cinco minutos en breves apuntes.
—Comandante, lo encuentro algo deprimido —dijo Selich al Che según sus anotaciones—. ¿Puede explicar las razones por las que tengo esta impresión?
—Fracasé —dijo el Che—. Se acabó, ésa es la razón por la que me encuentra en este estado.
A la pregunta de por qué había elegido combatir en Bolivia en lugar de su «propio país», el Che respondió con evasivas, pero reconoció que «tal vez hubiera sido mejor». Empezó a elogiar el socialismo como la mejor forma de gobierno para los países latinoamericanos, pero Selich lo interrumpió.
—Preferiría no referirme a ese tema —dijo el oficial, y agregó que en todo caso Bolivia estaba «vacunada contra el comunismo». Acusó al Che de haber «invadido» su país y señaló que la mayoría de sus guerrilleros eran «extranjeros». En ese momento, dice Selich, el Che volvió la mirada a los cuerpos de Antonio y Arturo:
—Mírelos, coronel. Estos muchachos tenían todo lo que querían en Cuba, y sin embargo [vinieron aquí] a morir como perros.
Selich trató de sacarle información sobre los guerrilleros que continuaban prófugos.
—Entiendo que Benigno está gravemente herido desde la batalla de La Higuera [del 26 de septiembre], donde murieron Coco y los demás. ¿Puede decirme, comandante, si está vivo?
—Coronel, tengo muy mala memoria, no lo recuerdo, ni siquiera sé cómo responder a su pregunta.
—¿Es usted cubano o argentino? —preguntó Selich.
—Soy cubano, argentino, boliviano, peruano, ecuatoriano, etcétera… Usted me entiende.
—¿Qué lo hizo venir a operar en nuestro país?
—¿No ve el estado en que viven los campesinos? —preguntó el Che—. Son casi salvajes, viven en un estado de pobreza que deprime el corazón, tienen un solo cuarto donde dormir y cocinar, nada de ropa, abandonados como animales…
—Lo mismo que en Cuba —dijo Selich.
—No, eso no es verdad. No niego que en Cuba todavía existe pobreza, pero [al menos] los campesinos allá tienen la ilusión de progresar mientras que el boliviano vive sin esperanzas. Así como nace, muere sin ver mejoras en su condición humana.[136]
Los oficiales se pusieron a estudiar los documentos que llevaba el Che. Hallaron dos volúmenes de su diario de campaña en Bolivia y se quedaron leyendo hasta el amanecer.
El 9 de octubre a las 6.15, un helicóptero aterrizó en La Higuera. Traía al coronel Joaquín Zenteno Anaya y al «capitán Ramos», el agente de la CIA Félix Rodríguez.
Sin duda molesto por su anterior conflicto sobre la custodia del prisionero Paco, Selich no recibió con agrado al agente de la CIA; lo vigiló estrechamente y observó que traía, además de un poderoso radiotransmisor de campaña, una cámara con lente especial para fotografiar documentos. El grupo entró en la escuela donde Zenteno Anaya «conversó con el Jefe Guerrillero durante aproximadamente treinta minutos», según Selich.
Rodríguez escribió un relato detallado del macabro encuentro con su archienemigo. El Che estaba tendido de costado sobre la tierra, las manos atadas a la espalda, los pies también atados, junto a los cadáveres de sus amigos. La sangre le manaba de la herida en la pierna y parecía «un montón de basura».
«Estaba hecho un desastre —escribió Rodríguez—. El pelo enmarañado, la ropa harapienta y rota». Ni siquiera llevaba botas; sus pies sucios de barro calzaban unas fundas toscas de cuero como las que hubiera usado un campesino medieval. Mientras Rodríguez lo observaba, «absorto en el momento», el coronel boliviano preguntó al Che por qué había llevado la guerra a su país. No hubo respuesta. «No había otro ruido que la respiración del Che».
Inmediatamente después, bajo la mirada suspicaz de Selich, «Mister Félix Ramos [Rodríguez]… instaló su radio portátil y transmitió un mensaje cifrado… a un lugar desconocido». Luego se puso a fotografiar el diario del Che y otros documentos sobre una mesa colocada fuera de la escuela. Zenteno Anaya y Ayoroa fueron a la quebrada, donde se habían reanudado las operaciones militares, dejando a Selich a cargo de La Higuera. Cuando volvieron, alrededor de las diez, Rodríguez aún tomaba fotos. A las once terminó su tarea y pidió a Zenteno Anaya permiso para hablar con «el señor Guevara». El desconfiado Selich, «considerando que mi presencia era necesaria en esa conversación», entró en la escuela con él. En sus notas consta que conversaron sobre «diversos temas de la Revolución Boliviana además de la Revolución Cubana».
En sus memorias sobre el encuentro, Rodríguez no menciona la presencia de Selich, pero sí advierte como él la soberbia desafiante del Che. Desde el principio le advirtió que no admitiría un interrogatorio, pero cedió cuando el agente de la CIA dijo que sólo quería intercambiar opiniones. Según Rodríguez, el Che reconoció su derrota, que atribuyó a la mentalidad «provinciana» de los comunistas bolivianos que lo habían aislado. En cambio, cuando Rodríguez trató de extraerle información sobre sus operaciones militares, se negó a responder. Sobre todo se negó a «hablar de Fidel» a pesar de los intentos del agente.
Finalmente, el Che le hizo una pregunta. Evidentemente no era boliviano; a juzgar por su conocimiento de Cuba, era un cubano o puertorriqueño al servicio de la inteligencia norteamericana. Rodríguez respondió que era cubano de nacimiento y miembro de la anticastrista Brigada 2506 entrenada por la CIA. El Che se limitó a responder con un «ja».
A las 12.30 llegó un mensaje del alto mando en La Paz para el coronel Zenteno Anaya, quien dio una orden a Selich. Según los apuntes de éste, la orden era «proceder a la eliminación del señor Guevara». Dijo a Zenteno que correspondía al teniente coronel Ayoroa hacerse cargo de las ejecuciones como jefe de la unidad que había apresado a Guevara. «Ayoroa ordenó el cumplimiento de la orden», escribe Selich.
Mientras Ayoroa y Rodríguez permanecían en La Higuera, Selich y Zenteno Anaya volvieron en helicóptero a Vallegrande con su botín de documentos y armas. A su llegada, alrededor de las 13.30, les dijeron que se había cumplido la orden de ejecutar al Che Guevara.[137]
Según la versión de Félix Rodríguez, fue él, no Zenteno Anaya, quien recibió el mensaje cifrado con la orden de matar al Che; dice además que llevó al oficial a un lado para tratar de disuadirlo. El gobierno de Estados Unidos quería «conservar al dirigente guerrillero con vida cualesquiera que fueran las circunstancias»; aviones norteamericanos aguardaban para transportar al Che a Panamá donde lo someterían a interrogatorio. Zenteno Anaya respondió que no podía desobedecer una orden que venía directamente del presidente Barrientos y el Estado Mayor Conjunto. Dijo que enviaría el helicóptero de vuelta a las 14.00; quería su palabra de honor de que para entonces el Che estaría muerto y que se ocuparía de llevar el cadáver a Vallegrande.
Después de la partida de Zenteno y Selich, Rodríguez estudió sus alternativas. Esa mañana, después de identificar a Guevara, había enviado el mensaje a la CIA y pedido instrucciones, pero éstas no habían llegado y ya era tarde. Podía desobedecer a Zenteno y desaparecer con el Che, pero en ese caso existía la posibilidad de cometer un error de magnitud histórica; Batista había encarcelado a Fidel Castro, pero con ello no había podido detener su acción. Al fin y al cabo, escribió: «La decisión era mía. Y mi decisión fue dejarlo en manos de los bolivianos». Mientras aún trataba de decidirse, oyó un disparo en la escuela. Corrió a la sala donde se encontraba el Che, quien lo miró desde el suelo. Fue a la sala contigua, donde vio a un soldado con su fusil aún humeante y más allá estaba Willy «derrumbándose sobre una mesita. Literalmente escuché cómo se le escapaba la vida». El soldado dijo que Willy había «tratado de escapar».
Según su cronología de los acontecimientos, Rodríguez volvió a conversar con el Che y lo sacó fuera para fotografiarlo. Esas fotos, que la CIA conservó en secreto durante años, aún existen. En una se ve a Rodríguez, de rostro juvenil y regordete, rodeando con un brazo al Che, que parece una bestia sometida, la cara demacrada vuelta hacia el suelo, el pelo enmarañado, las manos atadas delante del cuerpo.
Luego regresaron a la escuela y reanudaron la conversación hasta que los interrumpió una serie de disparos. Esta vez el ejecutado fue aparentemente el Chino Chang,[138] a quien habían llevado allí aquella mañana, herido pero con vida; para entonces también habían traído los cuerpos de Aniceto y el cubano Alberto Fernández («Pacho»), muertos en la quebrada. «El Che dejó de hablar —recordó Rodríguez—. No dijo nada sobre los disparos, pero su rostro expresó tristeza y meneó la cabeza lentamente de izquierda a derecha varias veces. Tal vez en ese momento comprendió que era hombre muerto, aunque yo no se lo dije hasta poco antes de la una de la tarde».
Rodríguez salió para ordenar sus documentos y «postergar lo inevitable». En ese momento se acercó la maestra del pueblo a preguntar cuándo matarían a Guevara. Le preguntó a su vez por qué quería saberlo, y ella dijo que según la radio, el Che ya había muerto de heridas recibidas en combate.[139]
Rodríguez comprendió que no podía demorarlo por más tiempo y entró en la escuela. Dijo al Che que lo «lamentaba», que había hecho todo lo posible pero que la orden venía del alto mando boliviano. No dijo nada más, pero el Che comprendió. Según Rodríguez, palideció por un instante y dijo: «Mejor así… no debí permitir que me tomaran con vida».
Rodríguez preguntó si quería enviar un mensaje a su familia. «Dígale a Fidel que pronto verá una revolución triunfante en América… Y dígale a mi esposa que vuelva a casarse y trate de ser feliz».
En ese momento, Rodríguez se adelantó y lo abrazó. «Fue un momento de tremenda emoción para mí. Ya no lo odiaba. Le había llegado el momento de la verdad, y se portaba como un hombre. Enfrentaba la muerte con coraje y dignidad».
Rodríguez abandonó la sala. A petición del teniente coronel Ayoroa, un hombre ya se había ofrecido como voluntario, un sargento menudo y de aspecto rudo llamado Mario Terán que esperaba afuera. Su cara resplandecía como si hubiera bebido. Terán había participado en el tiroteo el día anterior y quería vengar la muerte de tres camaradas.
«Le dije que no disparase al Che a la cara sino del cuello para abajo —dijo Rodríguez—, porque debían presentar el aspecto de heridas recibidas en combate. Subí la cuesta y empecé a escribir mis notas. Cuando oí los disparos miré mi reloj. Eran las 13.10».
Las versiones difieren, pero según la leyenda, las últimas palabras del Che al ver a Terán en la puerta fueron: «Sé que viene a matarme. Dispare, cobarde, sólo va a matar a un hombre». Terán titubeó, apuntó su fusil semiautomático y le disparó a los brazos y las piernas. Mientras el Che se retorcía en el suelo y aparentemente se mordía una muñeca para contener los gritos, Terán disparó otra ráfaga. La bala fatal le perforó el tórax y sus pulmones se llenaron de sangre.
El 9 de octubre de 1967, a los treinta y nueve años de edad, el Che Guevara había muerto.