II

Mientras Ernesto y Gualo continuaban la lucha por la supervivencia, Myrna Torres y algunas de sus amigas empezaban a hacerse ilusiones románticas con los dos argentinos. Una noche, ella y su amiga Blanca Méndez, hija del director de Reservas Petroleras de Guatemala, tiraron una moneda para ver quién de las dos «conquistaba» a Ernesto. «Ganó Blanca —escribiría Myrna más adelante—. Por supuesto que Ernesto nunca se enteró».

Pero Myrna advirtió rápidamente que era Hilda, mayor y menos bonita que ella, quien más atraía a Ernesto. «Poco a poco, mis amigas también comprendieron que los argentinos, y sobre todo Ernesto, preferían conversar con Hilda porque ella podía discutir de política. Se hizo evidente que Hilda no nos invitaba a algunas reuniones. Al principio esto me molestaba, pero entonces comprendí que en realidad querían saber sobre la revolución guatemalteca y buscaban a Hilda para que los presentara a los dirigentes revolucionarios. Venían a nuestras fiestitas, pero no bailaban; preferían conversar con mi padre y mi hermano…»

El 11 de enero, Myrna escribió en su diario privado: «Estos chicos argentinos son gente de lo más rara: hoy pasaron por mi oficina camino de la de Hilda y lo único que dijeron fue, “Buenos días”, y cuando volvieron, apenas: “Adiós, Myrna…” Me pareció extraño porque estoy acostumbrada a la efusividad de los cubanos. La verdad es que eran bastante amables; sólo que preferían las vinculaciones políticas».

Por supuesto que la verdad no era tan sencilla. Hilda era culta, le interesaba la política, ofrecía con generosidad su tiempo, sus contactos y su dinero y apareció en la vida de Ernesto cuando él necesitaba esas cosas. Más adelante Hilda diría que gracias a ella Ernesto conoció a Mao y Walt Whitman, mientras que él le ayudó a ampliar sus conocimientos acerca de Sartre, Freud, Adler y Jung, sobre los cuales disentían. Hilda rechazaba la estrechez que percibía en la filosofía existencialista de Sartre, así como la concepción sexual freudiana de la vida, concepciones que habían influido a Ernesto. Según ella, Ernesto se apartó gradualmente de ambas a medida que sus interpretaciones se volvieron más marxistas.

Las ideas de Hilda revelaban cierta influencia del marxismo, pero enmarcadas en una perspectiva socialdemócrata. Éste era uno de los principales puntos de desavenencia entre ambos. Ernesto señalaba la contradicción entre el «pensamiento» marxista de Hilda y su afiliación al APRA, un partido basado principalmente en la clase media urbana. En sus discusiones con otros apristas, Ernesto había advertido que en el meollo de su ideología partidista campeaba un anticomunismo profundo. Desdeñaba al APRA y a su dirigente Víctor Raúl Haya de la Torre, a los que acusaba de abandonar su plataforma antiimperialista fundacional que reclamaba la lucha contra los yanquis y la nacionalización del Canal de Panamá. Hilda replicaba que la filosofía orientadora del partido seguía siendo antiimperialista y antioligárquica, que el abandono de los principios fundacionales era puramente táctico y que, una vez conquistado el poder, el partido llevaría a cabo una «auténtica transformación social».

Ernesto argumentaba que en las circunstancias que prevalecían en Latinoamérica, ningún partido que participara en las elecciones conservaría su carácter revolucionario. Al contrario, se vería obligado a entrar en componendas con la derecha y luego buscar acuerdos con Estados Unidos. Una revolución triunfante no podría evitar el choque frontal con el «imperialismo yanqui». Al mismo tiempo criticaba a los partidos comunistas, que en su opinión se habían apartado de las «masas trabajadoras» al entrar en alianzas tácticas con la derecha para ganar espacios de poder.

Otros solían participar en estas discusiones, entre ellos Ricardo Rojo y la exiliada hondureña Helena Leiva de Holst, con quien Ernesto tenía una estrecha afinidad. Era una activista política versada en el marxismo y había viajado por la Unión Soviética y China. En cambio, las diferencias políticas entre Ernesto y Rojo se ahondaban constantemente y las discusiones entre ambos eran incesantes.

«Cada vez que Rojo participaba de nuestras discusiones —escribió Hilda—, llegaban al borde de los golpes… Guevara expresaba su simpatía por las conquistas de la revolución en la Unión Soviética, mientras Rojo y yo interponíamos muchas objeciones… Pero yo admiraba la revolución [soviética], mientras Rojo la deploraba con argumentos superficiales. Una vez, después de una discusión, mientras los dos me acompañaban a casa, se pusieron a discutir otra vez, y de manera muy enconada. El tema siempre era el mismo. Ernesto decía que la revolución violenta era el único camino; la lucha tenía que ser contra el imperialismo yanqui, y cualquier otra solución, como las que proponían el APRA, Acción Democrática y el MNR [Movimiento Nacionalista Revolucionario de Bolivia], era una traición. Rojo replicaba con energía que el proceso electoral ofrecía una solución. La discusión se volvía más acalorada con cada argumento».

Hilda trató de serenarlo, pero Ernesto se enfureció y la obligó a callar a gritos. Más tarde, a solas con ella, se disculpó: «Perdoname. Me dejo llevar por la discusión y no me doy cuenta de lo que digo… es que este gordo me hace perder la cabeza con sus argumentos capituladores. Acabará como agente del imperialismo».

Mientras Ernesto y sus amigos discutían sobre teoría política, la Agencia Central de Inteligencia desarrollaba sus planes para enterrar el efímero experimento revolucionario guatemalteco. En enero de 1954, el proyecto clandestino ya tenía nombre: «Operación Éxito». Los dictadores adictos de la región como Trujillo, Somoza, Pérez Jiménez, y los presidentes de las vecinas Honduras y El Salvador participaban en los planes. Se había escogido a dedo una figura para encabezar el «Ejército de Liberación» contra Arbenz: un vendedor de muebles, excoronel del ejército, llamado Castillo Armas. Sus fuerzas paramilitares se entrenaban en Nicaragua, donde recibía sus armas.

A fin de coordinar la operación, agentes leales de la CIA reemplazaban a los diplomáticos norteamericanos en Costa Rica, Nicaragua y Honduras. John Puerifoy, extravagante embajador en Guatemala, había ocupado su puesto dos meses antes. Lo habían elegido especialmente para coordinar la «Operación Éxito» y el desenlace esperado, la transición del poder en Guatemala.

A fines de enero la campaña clandestina quedó desenmascarada al salir a la luz la correspondencia entre Castillo Armas, Trujillo y Somoza, en la que detallaban su conspiración en alianza con un «gobierno del norte». El gobierno de Arbenz difundió la noticia y exigió explicaciones al «gobierno del norte», es decir, Estados Unidos. El 2 de febrero, Ernesto escribió en una carta a su padre: «Políticamente no andan las cosas tan bien porque se recela en todo momento un golpe patrocinado por tu amigo Ike».

El Departamento de Estado negó tener conocimiento de la conspiración y se negó a ampliar sus comentarios. La CIA continuaba sus preparativos con toda tranquilidad. Sus agentes circulaban por Guatemala y los países vecinos con una falta de disimulo que hoy parecería irresponsable, pero semejante descaro tenía un propósito: el proyecto requería generar un clima de tensión e incertidumbre a fin de crear divisiones en las fuerzas armadas, debilitar la firmeza de Arbenz y, en lo posible, provocar un golpe de Estado.

En ese clima agitado se acrecentaron las sospechas de Ernesto hacia los norteamericanos. Cuando Rojo lo presentó a Robert Alexander, un profesor de la Universidad de Rutgers que reunía material para un libro sobre la revolución guatemalteca, Ernesto se preguntó en voz alta si no era «un agente del FBI». Hilda y Rojo no compartían sus sospechas, pero no pudieron disipar las suyas y acabaron por reconocer que tal vez tenía razón.

Al mismo tiempo, entre los exiliados halló pocos cuya ideología fuera suficientemente rígida para enfrentar al imperialismo en sus propios países, y menos aún que estuvieran dispuestos a combatir en defensa de la acosada revolución guatemalteca. Era una oportunidad para luchar por la libertad política, tal como hicieron los internacionalistas en defensa de la República española de los años treinta, pero no pasaba nada.

Tampoco el gobierno de Arbenz se libraba de sus críticas: según él, se mostraba demasiado complaciente frente a las amenazas crecientes. Edelberto Torres, el especialista en Darío, recuerda que Ernesto estaba preocupado por la rivalidad y la ausencia de verdadera unidad entre los socios de la coalición de gobierno. Alfonso Bauer Paiz, entonces ministro de Economía, recuerda que el joven argentino expresaba los mismos temores. Ernesto ponía el acento en el peligro de una invasión armada, organizada por Estados Unidos, y dudaba que Guatemala estuviera dispuesta a defenderse. «Creía que era necesario organizar una defensa popular y estar preparado para lo peor».

Es interesante destacar que después de su intento reciente de escribir notas periodísticas tendenciosas, Ernesto expresó su desdén por la irrestricta libertad de prensa en Guatemala. El 5 de enero escribió en una carta a la tía Beatriz que «éste es un país en donde uno puede dilatar los pulmones y henchirlos de democracia. Hay cada diario que mantiene la United Fruit que si yo fuera Arbenz lo cierro en cinco minutos, porque son una vergüenza, y sin embargo dicen lo que se les da la gana y contribuyen a formar el ambiente que quiere Norteamérica, mostrando esto como una cueva de ladrones, comunistas, traidores, etc…».

En una carta a su familia vaticinó: «… en las [inminentes] conferencias [de la OEA] de Caracas, donde los yanquis tenderán todos sus hilos para tratar de imponer sanciones a Guatemala. Bien es cierto que todos los gobiernos claudican frente a ellos, sus caballitos de batalla son Pérez Jiménez, Odría, Trujillo, Batista, Somoza. Es decir, dentro del gobierno reaccionario, los más fascistas y antipopulares. Bolivia era un país interesante, pero Guatemala lo es mucho más porque se ha plantado contra lo que venga, sin tener siquiera un asomo de independencia económica y soportando intentonas armadas de todo tipo… y sin atacar la expresión de libertad siquiera».

Ahora que las nubes de tormenta se acumulaban en el horizonte, muchos exiliados políticos abandonaban el país. Entre ellos estaban la mayoría de los venezolanos y los camaradas apristas de Hilda. A principios de febrero, Oscar Valdovinos partió con Luzmila. «Valdo» añoraba su país, y ella había conseguido un puesto diplomático en Buenos Aires. Rojo y Gualo anunciaron que también iban a partir.

En cambio, Ernesto declaró que permanecería allí por un tiempo más, sucediera lo que sucediese. En respuesta a una carta de Beatriz que transmitía una invitación de la tía Ercilia a pasar una temporada con ella en su residencia en Nueva York, escribió que «en principio» la respuesta era «no».

«Estados Unidos no me interesa demasiado aparte de echarle una mirada para completar mi periplo por los países de América. En todo caso, me quedaré aquí por lo menos seis meses, ya que tengo un trabajo que me da de comer y la posibilidad de dos buenos puestos de médico. De todas maneras… Guatemala es ahora el país más interesante de América y hay que defenderlo por todos los medios».

Che Guevara
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