VII
A fines de junio Ernesto ya había reanudado los estudios. Tenía veintitrés años, le faltaban dos para graduarse de médico, pero la rutina de las clases y los exámenes no lo estimulaba como antes. Lo acosaba un malestar: el de las penas de amor y el desasosiego. El viaje en moto y las travesías por mar habían acentuado su avidez por viajar, pero sus esperanzas de casarse con Chichina y llevarla consigo se habían estancado.
A los diecisiete años, Chichina seguía siendo la niña de mamá y papá. El peso de la oposición irreductible de sus padres y su propia indecisión juvenil habían impuesto a su relación una rutina molesta e inconducente. Y la separación no ayudaba a resolver el dilema.
Fue Alberto Granado quien lo rescató, con sus recientes y grandiosos planes de recorrer el continente sudamericano durante un año entero. Hacía años que hablaba de ello, pero nunca pasaba a los hechos y la familia consideraba el «viaje de Alberto» una fantasía inofensiva. Pero Alberto, en vísperas de cumplir treinta años, se dijo que era entonces o nunca. Necesitaba un compañero de viaje. ¿Quién si no el Pelao abandonaría todo para vivir semejante aventura? Cuando Alberto le hizo la propuesta, Ernesto, «harto de la Facultad de Medicina, los hospitales y los exámenes», aceptó sin titubear.
En las vacaciones de octubre Ernesto viajó a Córdoba para planificar el viaje con Alberto. En una posterior evocación idílica recordó que se sentaron bajo la parra en la casa de Alberto, bebieron mate dulce y dieron rienda suelta a su fantasía. «Por los caminos del ensueño llegamos a remotos países, navegamos por los mares tropicales y visitamos toda el Asia. Y de pronto, deslizada al pasar como una parte de nuestros sueños, surgió la pregunta: ¿Y si nos vamos a Norteamérica? ¿A Norteamérica? ¿Cómo? Con La Poderosa, hombre. Así quedó decidido el viaje, que en todo momento fue seguido de acuerdo con los lineamientos generales con que fue trazado. Improvisación».
La Poderosa era la moto con que Alberto había intentado vanamente remolcar a Ernesto en su visita reciente a San Francisco del Chañar. Era una vieja Norton de quinientos centímetros cúbicos que Alberto había bautizado nostálgicamente La Poderosa II en recuerdo de una bicicleta de su juventud, La Poderosa I.
El 4 de enero de 1952, enfilaron hacia el balneario de Miramar, en la costa atlántica, donde Chichina pasaba las vacaciones con una tía y varios amigos. Ernesto quería despedirse y al ocupar el asiento trasero de la moto llevaba en sus brazos un regalo. Era un cachorrito juguetón al que había puesto un nombre inglés: «Come-back».