VIII
Durante dos semanas, Masetti y su pequeña banda se abrieron paso a machetazos a través de la selva del norte argentino en busca de su objetivo, al sur de la ciudad de Orán. Sin embargo, en su camino se toparon con enormes precipicios en medio de la jungla. Finalmente abandonaron el intento y volvieron a la granja para recuperarse antes de intentar una nueva ruta.
Al volver, descubrieron que en Argentina se había producido un cambio político fundamental. Los militares habían convocado elecciones para el 7 de julio y puesto que los peronistas —que concentraban la mayoría de los votos— estaban proscritos, Masetti y casi todos los argentinos pensaban que el ganador sería el general derechista Aramburu, candidato de las fuerzas armadas. Pero el candidato de la centrista Unión Cívica Radical del Pueblo, el doctor Arturo Illia, un respetado médico cordobés de sesenta y tres años, se impuso por un margen estrecho.
La novedad provocó una crisis mayúscula en el incipiente EGP. Todos comprendían que declarar la guerra a un presidente civil democráticamente electo era muy distinto que hacerlo contra un régimen ilegítimo. Todas las noticias provenientes de la Argentina hablaban de la «apertura democrática». «Entonces se desinfla todo aquel proyecto —dijo Bustos—, y pasaron unos días de nada, de presión».
Masetti decidió cancelar la operación. Furry fue a La Paz a notificar a La Habana por intermedio de la embajada y envió a Federico «el Flaco» Méndez a Argentina a reunirse con Jorge «el Loro» Vázquez Viaña, un joven comunista boliviano que les servía de enlace. La misión del Loro era coordinar las actividades con un grupo escindido de trotskistas cuyos militantes querían unirse a la lucha armada, y ahora Masetti quería que suspendiera todo.
Mientras él y su gente se preguntaban cuáles serían sus próximos pasos, el Che viajaba a Argelia a asistir a los festejos por el primer aniversario de la revolución triunfante. Como sus subordinados argentinos, recorrió los campos de batalla de la guerra y sin duda agradeció al presidente argelino la ayuda que su gobierno había prestado a Masetti y sus compañeros. Volvió a La Habana a tiempo para los festejos del 26 de Julio, llevando consigo al ministro de Defensa argelino Houari Boumedienne, en una demostración pública de que Argelia y Cuba eran firmes aliados revolucionarios, dos eslabones importantes de la «lucha antiimperialista» en África, Asia y América Latina.
Para entonces, Masetti había cambiado de opinión nuevamente. Apenas dos días después de despachar a Furry y Federico con la orden de suspender las operaciones, había vuelto a analizar las elecciones argentinas y resuelto que seguirían adelante. Lo primero que hizo fue escribir una «Carta de los rebeldes» al presidente electo Illia.
Después de elogiar su fama de hombre de espíritu cívico digno de respeto, Masetti lo fustigó por «rebajarse» al juego de los militares al prestarse «al fraude electoral más escandaloso de la historia del país». Lo instó a renunciar para recuperar su prestigio y a aliarse con los argentinos que querían liberarse de los militares, «matones extorsionadores y guardaespaldas del imperialismo y la oligarquía». Anunció que el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) estaba armado, organizado y se encontraba en la montaña. «Somos los únicos hombres libres de esta república oprimida… y no bajaremos salvo para presentar batalla». Firmó la carta: «Segundo comandante, Ejército Guerrillero del Pueblo, 9 de julio de 1963, Campamento Augusto César Sandino… Revolución o Muerte».
A continuación, ordenó a Ciro Bustos que fuera en busca de Federico para rescindir la orden de suspensión. Luego debía llevar la carta abierta a Illia a los medios, viajar a todas las ciudades donde tuviera conocidos y sentar las bases para una red urbana de apoyo a la fuerza rebelde.
Durante varias semanas, Bustos viajó por toda Argentina, entre Córdoba, Buenos Aires y su Mendoza natal. La carta causó escasa impresión en el público ya que sólo la publicó Compañero, una revista de la izquierda peronista marginal. Con la red urbana tuvo más fortuna. En Córdoba abordó a un académico de izquierda que conocía desde su infancia: Oscar del Barco, cofundador y director de la revista intelectual marxista Pasado y Presente, a quien dio a conocer su misión y pidió ayuda. Al día siguiente, Del Barco reunió a un grupo, en su mayoría intelectuales y comunistas disidentes como él, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba. Bustos expuso el plan de acción del EGP con toda franqueza: dijo que el proyecto era respaldado por el Che, que el núcleo inicial se había entrenado en Cuba y Argelia y que poseían los fondos necesarios. Necesitaban reclutas para engrosar sus filas en la montaña, casas clandestinas, contactos urbanos y proveedores: en síntesis, una infraestructura urbana clandestina en todo el país.
Era precisamente lo que propugnaban esos intelectuales, la «acción revolucionaria», el motivo de su expulsión del conservador Partido Comunista argentino. En pocos días empezaron a organizarse con todo entusiasmo y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a surgir una red pequeña pero bien coordinada en media docena de ciudades, de Buenos Aires a Salta, con epicentro en Córdoba.
Para entonces, una nueva e importante personalidad se había unido a la base guerrillera. José María «Papi» Martínez Tamayo era capitán del ejército cubano y uno de los elementos más valiosos del aparato de inteligencia de Piñeiro, quien lo había puesto al servicio del Che. Después de combatir con Raúl durante la guerra, Papi siguió en el ejército y a partir de 1962 fue enviado itinerante de Piñeiro a diversos grupos guerrilleros latinoamericanos. Estuvo con Turcios Lima en Guatemala, fue instructor de Tania en Cuba y también del grupo trotskista argentino del Vasco Bengochea, y últimamente había trabajado con el grupo peruano de Béjar.
Apuesto, fuerte y enérgico —«un conspirador apasionado», según Bustos, «y un tipo macanudo»—, Papi acudió para asistir al foco guerrillero en sus etapas iniciales y ayudar a preparar el terreno para la llegada del Che.
También venía a aliviarle la carga a Furry, que además de comandante permanente de la base y enlace del grupo con la embajada cubana en La Paz se ocupaba de las comunicaciones, la logística y la provisión de armas. Ahora que Papi podía encargarse de algunas de esas tareas, Furry se dedicaría a cumplir su papel de «finquero», la fachada del grupo. Durante los meses siguientes Papi viajó constantemente entre Bolivia, la Argentina y Cuba.
En septiembre ya había señales de que era hora de ponerse en marcha. La finca había despertado la curiosidad de la policía boliviana, que sin duda había escuchado rumores sobre idas y venidas poco habituales en la zona. Afortunadamente había un solo camino para llegar a la finca y el ruido de un motor de automóvil se oía desde lejos; la policía llegó, hurgó desganadamente y se fue sin que nada despertara sus sospechas. Por las dudas de que regresara, los combatientes levantaron otro campamento en un bosque cercano donde ocultarse de los fisgones.
Pero «a fines de septiembre o principios de octubre», cuando Papi llegó a la finca con Alberto Castellanos, Masetti y sus hombres aún se encontraban allí. Masetti acababa de regresar de una incursión de exploración en Argentina. Los exploradores debían observar una cautela extrema y en general trasladarse de noche, porque los agentes de la Gendarmería Nacional Argentina, distribuidos en puestos por toda la región, realizaban patrullas constantes en busca de contrabandistas. Además, en el norte rural escasamente poblado, los forasteros llamaban la atención, sobre todo si eran barbudos, armados y uniformados.
Castellanos tenía orden de esperar al Che, pero puesto que uno de los hombres de Masetti estaba enfermo y él mismo anhelaba entrar en acción, pidió al jefe que lo aceptara como combatiente. Escribió una carta al Che para explicar su decisión y la envió con Papi. El grupo era diminuto. Aparte del jovial y orejudo Castellanos, a quien todos llamaban «el Mono», sólo se habían unido uno o dos hombres más. En vista del éxito inicial de Bustos en la organización de la red urbana, Masetti lo designó enlace con el mundo exterior y lo envió a reclutar voluntarios.
Entre los primeros estuvieron los hermanos Jouve, que venían de un pueblo en la provincia de Córdoba. Emilio y Héctor eran hijos de un inmigrante vascofrancés de tendencias anarquistas. Veinteañeros, exmilitantes de la Juventud Comunista disgustados por la inactividad del partido, habían organizado un «grupo de acción» en Córdoba cuyas actividades se reducían a reunir armas, pintar leyendas en los muros y poco más. Apenas apareció el «Pelao» Bustos en busca de voluntarios, aprovecharon con avidez la oportunidad de ir a «la montaña».
El grupo había comprado un camión, y un médico cordobés amigo de Bustos, «el Petiso» Canelo, llevó a los reclutas al norte. En Salta instalaron una «librería» como fachada para un local donde almacenarían provisiones para los guerrilleros. Desde Buenos Aires llegaron otros tres voluntarios.
En octubre Masetti y su grupo cruzaron la frontera y se instalaron en un campamento en el bosque junto al río Pescado, a unos quince kilómetros del pueblo fronterizo de Aguas Blancas. Se encontraban cerca del camino de Salta a Orán, al sur de ésta. Entre idas y venidas de Bustos, el grupúsculo crecía y recorría las montañas en busca de campesinos para realizar «propaganda armada». Ésta consistía en reuniones improvisadas donde trataban de elevar la conciencia de los campesinos al explicarles que venían a liberarlos de la pobreza y la injusticia. Los primeros intentos fueron desalentadores.
«Era una cosa realmente espantosa —recordó Bustos—. A eso no se le puede decir ni siquiera campesinos; no eran campesinos, eran gente que vivían ahí en los claritos del monte, llenos de pulgas y de perros y de esas cosas, sin ninguna vinculación con el mundo real, con el mundo del país… Ni siquiera vivían en las condiciones de los indios, que por lo menos tenían su comida, sus coas, sus tribus. Éstos eran gentes realmente perdidos, dejados a un lado totalmente; no se pueden considerar parte del país y, pensándolo hoy, era muy difícil plantearse que eso era una base social… Estaban viviendo problemas reales, pero su miseria era tan grande que yo creo que no tenían ni problemas, estaban totalmente espoliados».
En la zona elegida, donde la población era sumamente escasa, para llegar a una población aislada tenían que caminar durante horas a través de abruptas laderas selváticas, cruzando ríos caudalosos. Era la época de las lluvias y los ríos estaban crecidos, de manera que pasaban mucho tiempo empapados hasta los huesos. Les dolían los músculos, tenían llagas en los pies, los atacaban las pulgas y las nubes de mosquitos. Dada la escasez de agricultores, faltaba comida y dependían totalmente de las provisiones que traía el camión desde la ciudad. Esa tarea exigía suma cautela para no despertar sospechas.
El EGP era cualquier cosa menos una fuerza indígena. A falta de un caudillo campesino como Crescencio Pérez, que había proporcionado a la diminuta fuerza rebelde de Fidel sus primeros guías, mensajeros y combatientes locales, Masetti y sus hombres eran extraños en otro país. La mayoría de sus voluntarios eran muchachos de la ciudad, universitarios movidos por la visión de convertirse en guerrilleros heroicos, creadores de una nueva sociedad utópica. Algunos habían pasado por el servicio militar obligatorio, estaban en buena forma física y sabían manejar armas, otros se adaptaron, pero la mayoría no estaba en condiciones de afrontar el terreno escabroso, las marchas extenuantes, la falta de comida y la férrea disciplina militar impuesta por Masetti.
El lado oscuro de la personalidad del jefe aparecía con frecuencia creciente. La sensación de impotencia ante la lentitud de los primeros pasos, exacerbada por la transformación política de la Argentina, generó una suerte de rabia contenida al conducir a sus guerrilleros bisoños en sus vagabundeos por la selva saturada de agua. La descargaba sobre todo en los más nuevos, los que más sufrían las dificultades de la nueva vida, a quienes llamaba desdeñosamente «pan blanco» y sometía a castigos rudos por errores pequeños: horas adicionales de guardia, trabajo de «mula» (transporte de provisiones) y en algunos casos «dietas de hambre» de dos o tres días. En esto lo respaldaba Hermes, rudo guajiro del Oriente cubano, veterano de la guerra y de la estricta disciplina del Che.
Uno de los favoritos de Masetti era Héctor «el Cordobés» Jouve, a quien designó comisario político a la vez que encargó al Pelao que continuara en funciones como coordinador entre el foco y la ciudad. Jouve era alto, fuerte y había hecho el servicio militar; adoptó la vida guerrillera con facilidad. Los que no lo hicieron, no tardaron en padecer la bruta vigilancia de Masetti. Así como el infortunado Miguel había sido objeto de su hostilidad en Argelia, ahora dirigió su mirada a los muchachos que se habían unido a él en busca de algún «desertor en potencia». No tardó en hallarlo.
Adolfo Rotblat era un muchacho porteño judío de veinte años a quien llamaban «Pupi». Sufría de asma, se rezagaba en las marchas y se quejaba del rigor de la vida guerrillera. Evidentemente no era apto, pero en lugar de dejarlo partir, Masetti lo llevaba a rastras. Cada día que pasaba, el estado físico y mental de Pupi se deterioraba aún más. En poco tiempo acabó por derrumbarse.
En octubre, cuando volvió para pasar unas semanas con los guerrilleros, Bustos encontró a Pupi en un estado lamentable. Vivía aterrado, lloraba, se rezagaba en las marchas y demoraba a todos. Tenían que enviar hombres para obligarlo a avanzar. Todos le tenían asco. «Comenzó un proceso de degradación», dijo Bustos.
Un día salió con Pupi a explorar y se perdieron. Al llegar a un río Bustos pudo orientarse, pero Pupi se negó a cruzarlo. «Quería que lo matara ahí. Discusiones, cosas… al fin saqué la pistola y se la puse en la cabeza y lo hice caminar así, más o menos a la fuerza, prácticamente a patadas en el culo. Lo hice caminar hasta que cayó la noche».
Era imposible hallar el camino en la oscuridad, de manera que pasaron la noche en el bosque. Bustos trató de sacar a Pupi de su profunda depresión. Al día siguiente reanudaron la marcha. A mitad de camino se toparon con Hermes, a quien habían enviado a buscarlos. Una vez más el grupo se había retrasado por culpa de Pupi.
«La cosa fue poniéndose insoportable —dice Bustos—, y entonces Segundo dijo: “Este tipo está arruinando psicológicamente toda la guerrilla y ya no lo soporta nadie, nadie quiere cargar con él; hay que tomar una medida que sanee psíquicamente al grupo, que lo libere de esa cosa que lo está corroyendo.” Esto es más o menos el planteo, y Segundo decidió fusilarlo…»
Masetti decidió matar a Pupi la misma noche que llegaron tres voluntarios nuevos al campamento. Para ejecutar la tarea escogió a uno de ellos, un estudiante llamado «Pirincho» que pertenecía a una aristocrática familia porteña. Según Bustos, la personalidad cordial y diplomática «molestaba» a Masetti, quien quería endurecerlo. «Quería combatientes rudos…, tipos de fierro».
Sin advertirle, habían «preparado» a Pupi para la ejecución, suministrándole un sedante y atándolo a su hamaca, colgada cerca del campamento. Reunieron a todos los hombres. Masetti explicó lo que había que hacer y dio la orden a Pirincho. Éste estaba aterrado —su expresión lo delataba—, pero lo hizo.
«Pirincho fue… y oímos el disparo —dijo Bustos—. Entonces vino Pirincho desesperado, diciendo: “No se muere”… y me mandaron a mí… Voy allá y veo que tiene una bala [en la cabeza] y que estaba muerto, pero tenía convulsiones, así que decidí liquidarlo».
Bustos sacó su pistola, disparó a la cabeza de Pupi y volvió con sus camaradas. La cara de Pirincho mostraba que estaba desolado, pero la alegría embargó a los demás. «De repente fue una euforia… Ocurrió una cosa muy extraña, que me recordó cuando se muere alguien, y hay la necesidad de hacer un almuerzo y todo el mundo brinda… Segundo repartió ascensos y empezó a hacer planes para trasladarnos a otra zona».
Era el 5 de noviembre de 1963. El EGP había consagrado su razón de ser con el derramamiento de sangre. Momentáneamente de buen ánimo, Masetti estaba resuelto a seguir adelante.
Pero era tarde. Los rumores que corrían por la zona sobre un grupo de forasteros armados en los bosques vecinos a Orán habían llegado a oídos de la gendarmería. Se indagó discretamente a ganaderos y tenderos rurales que los habían visto, y las sospechas empezaron a tomar cuerpo; para fin de año había pocas dudas de que los hombres del bosque eran los mismos «rebeldes» que habían enviado el comunicado a Illia. Las fuerzas de seguridad hicieron planes para infiltrar la zona.
Papi comunicó a Masetti su opinión de que habían permanecido demasiado tiempo en el lugar y que la zona de operaciones no era la mejor para instalar un foco guerrillero. Propuso abrir un segundo frente en el Chaco, al este de la zona precordillerana donde se encontraban. El Flaco Méndez había vivido muchos años allá y tenía buenos contactos. En cuanto a los combatientes, Papi propuso que convocaran al grupo trotskista del Vasco Bengochea en Tucumán, que él mismo había entrenado en Cuba; él sería el jefe militar y Héctor Jouve el «responsable político».
Masetti rechazó la idea con furia y acusó a ambos de pretender disminuir su autoridad. «Siempre quisiste ser comandante —le dijo a Jouve—. Pero no lo permitiré, te quedarás aquí, conmigo».
Papi se fue y volvió. En noviembre había llevado a un hombre de confianza del Che al campamento base en Bolivia. Era Miguel Ángel Duque de Estrada, «auditor» del Che en el Escambray, juez de tribunales sumarios en La Cabaña y jefe de «Operaciones Especiales» en el INRA. Su tarea era esperar al Che en la finca e ir con él a la zona de guerra.
Castellanos había contraído una infección grave en la garganta, y en diciembre se hizo evidente que debían operarlo. El correo, doctor Canelo, lo llevó a Córdoba, donde consiguió que lo atendiera un médico sin despertar sospechas. Castellanos se hacía pasar por Raúl Dávila, peruano. Pasó la Navidad y el Año Nuevo en Córdoba, lo operaron y pasó todo enero en la ciudad hasta restablecerse.
El mismo mes, Papi volvió para informar a Castellanos de que el Che demoraría su viaje y había convocado a Duque de vuelta a La Habana. El Che ordenaba que «siguieran explorando… sin reclutar campesinos hasta que estemos listos para combatir».