II
El viaje del Granma fue un desastre sin atenuantes. La travesía no duró cinco días, como habían previsto, sino siete. Luego, debilitados por las náuseas al cruzar las agitadas aguas del golfo de México, los rebeldes desembarcaron en un lugar equivocado de la costa caribeña de Cuba. El desembarco debía coincidir con una sublevación rebelde en Santiago encabezada por Frank País. Una partida de cien hombres con camionetas debía esperarlos en el faro de Cabo Cruz. Las fuerzas conjuntas atacarían la aldea vecina de Niquero y luego la ciudad de Manzanillo antes de retirarse a la Sierra Maestra. Pero la revuelta en Santiago se había producido antes del desembarco, eliminando totalmente el factor sorpresa con que contaba Fidel. El ejército ya sofocaba la revuelta y estaba sobre aviso; tropas de Batista acudían a reforzar las unidades de Oriente y las patrullas aéreas y navales rondaban en busca de la partida de desembarco.
Antes del amanecer del 2 de diciembre, el Granma se acercó a la costa sudoccidental de Cuba. Mientras los hombres aguzaban la vista en busca del faro de Cabo Cruz, el navegante cayó por la borda. Perdieron los últimos, valiosos minutos de oscuridad navegando en círculos hasta que escucharon sus gritos y lo rescataron. Fidel ordenó al piloto que enfilara hacia la costa más cercana, el Granma encalló en un banco de arena y la llegada a Cuba, más que un desembarco, fue un verdadero naufragio.
Los rebeldes dejaron atrás la mayor parte de sus municiones, alimentos y medicamentos y fueron vadeando hasta la playa a plena luz de la mañana.
No sabían que un buque guardacostas los había descubierto y avisado a las fuerzas armadas. Estaban a casi dos kilómetros del punto de encuentro y un manglar los separaba de la tierra firme. Para colmo, el grupo de recepción había partido después de esperar en vano durante dos días. Estaban librados a su suerte.
Separados en dos grupos al llegar a tierra firme, los exhaustos rebeldes buscaron abrigo en la maleza, abandonando parte de sus pertrechos al marchar. Según diría más adelante el Che: «Quedamos en tierra firme, a la deriva, dando traspiés, constituyendo un ejército de sombras, de fantasmas, que caminaban como siguiendo el impulso de algún oscuro mecanismo psíquico». Mientras tanto los aviones de reconocimiento pasaban constantemente, buscándolos y ametrallando la maleza. Pasaron dos días antes de que los grupos se reunieran y, guiados por un campesino de la zona, marcharan tierra adentro, hacia el este, en busca de la Sierra Maestra.
En la madrugada del 5 de diciembre, poco después de medianoche, los hombres de la columna se detuvieron a descansar en un cañaveral, donde comieron caña de azúcar —y cometieron la imprudencia de dejar rastros de su paso— y todavía de noche siguieron su camino hasta un lugar llamado Alegría de Pío, donde llegaron al amanecer. Pero su guía los abandonó y fue en busca del destacamento militar más cercano para delatar su presencia. Los rebeldes pasaron el día al raso en un claro junto al borde del cañaveral, sin saber lo que les aguardaba.
A las cuatro y treinta de la tarde atacó el ejército. Ante la sorpresa, el pánico cundió entre los rebeldes y empezaron a correr de un lado a otro entre las ráfagas de proyectiles. Fidel y sus camaradas más próximos corrieron del cañaveral hacia el bosque, ordenando a los demás que los siguieran. Varios hombres abandonaron sus pertrechos en su desesperación por huir. Otros, paralizados por la conmoción o el terror, permanecieron inmóviles. Fue entonces cuando el Che trató de rescatar la caja de municiones; en ese momento, una ráfaga hirió en el pecho al hombre que estaba a su lado y a él en el cuello. «La bala dio primero en la caja y me tiró al suelo —escribió enigmáticamente en su diario de campaña—; perdí el ánimo un par de minutos».[25]
Rodeado por hombres heridos y aterrados que clamaban por la rendición y convencido de que agonizaba, el Che cayó en una suerte de sopor, del que lo sacó Juan Almeida al gritarle que se parara y huyera de ahí. Con él y otros tres hombres, el Che corrió a la selva. A sus espaldas rugían las llamas en el cañaveral.
Para fortuna suya, la herida era superficial. Aunque algunos de sus camaradas escaparon con vida, durante los días siguientes las tropas de Batista ejecutaron sumariamente a muchos presos, heridos e incluso a algunos que se entregaron. Para los supervivientes dispersos, lo más urgente era buscar refugio inmediatamente y tratar de reagruparse. De los ochenta y dos hombres que desembarcaron del Granma, sólo veintidós volvieron a reunirse en la sierra.[26]
El Che y sus camaradas anduvieron a tumbos durante toda la noche. Al amanecer del día siguiente, hallaron una cueva donde refugiarse y juraron pomposamente luchar hasta morir si los rodeaban. Para ellos no había retorno, pero la situación no podía ser peor. «Teníamos una lata de leche y aproximadamente un litro de agua —escribió el Che en su diario—. Oímos ruido de combate a poca distancia. Los aviones ametrallaban. Salimos a la noche orientándonos por la luna y la estrella polar hasta que se perdieron y dormimos».
Sabían que debían marchar hacia el este para ganar la sierra, y fue el Che quien descubrió la «estrella polar», pero sus conocimientos de astronomía eran más limitados de lo que creía. Mucho después cayeron en la cuenta de que habían seguido otra estrella y que habían marchado en la dirección correcta por pura suerte.
Desesperados por la sed, los fugitivos avanzaron a través del bosque. No tenían agua y la lata de leche se había derramado. Al día siguiente, 8 de diciembre, avistaron la costa y una charca que parecía ser de agua fresca. Pero entre ellos y el agua se interponían el bosque denso y acantilados de quince metros. Antes de que pudieran hallar un lugar por donde descender, aparecieron los aviones y tuvieron que ocultarse durante el resto del día. Tenían apenas un litro de agua. A la noche, desesperados por el hambre y la sed, comieron higos chumbos, lo único que pudieron encontrar. Marcharon durante la noche hasta llegar a un bohío, donde encontraron a otros tres camaradas del Granma. Eran ocho, pero no tenían la menor idea de si había otros supervivientes. Sólo sabían que su única alternativa era seguir marchando hacia el este, hasta la Sierra Maestra.
Los días siguientes fueron una odisea de supervivencia mientras el grupo buscaba agua y alimentos, evadía a los aviones y las patrullas de infantería. En una ocasión, refugiados en una cueva sobre una caleta, vieron una partida de marinos que desembarcaba para unirse a la búsqueda de los rebeldes dispersos. Imposibilitados de salir de ahí, el Che y sus amigos tuvieron que racionar rigurosamente el agua, «que distribuíamos en el ocular de una mirilla telescópica para que fuera exacta la medida para cada uno de nosotros». «La situación era bastante mala —escribiría el Che mucho después—; en el caso de ser descubiertos, no había la menor posibilidad de salvación y sólo restaba luchar allí hasta el final». Al anochecer partieron otra vez, resueltos a abandonar un sitio donde se sentían como «ratas acorraladas».
El 12 de diciembre se acercaron a una choza campesina donde se escuchaba música. Estaban a punto de entrar cuando escucharon una voz alzada en un brindis: «A mis compañeros de armas». Convencidos de que era un soldado, corrieron hasta llegar al lecho de un arroyo y marcharon hasta la medianoche, cuando los venció el agotamiento.
Después de otro día sin comida ni agua, reanudaron la marcha, pero estaban exhaustos, la moral estaba baja y algunos decían que no querían continuar. Sus ánimos se levantaron esa noche cuando llegaron a la casa de un campesino y a pesar de la renuencia del Che, llamaron a la puerta. El dueño de casa, un pastor adventista del Séptimo Día y miembro de la incipiente red campesina del 26 de Julio en la región, los recibió cordialmente.
«Nos recibieron muy bien y nos dieron de comer —escribió el Che en su diario—. La gente se enfermó de tanto comer». Pero luego, al evocar la experiencia en Pasajes, dio rienda suelta a su humor negro: «La pequeña casa en que estábamos pronto se convertiría en un infierno; Almeida iniciaba el fuego de la diarrea y luego ocho intestinos desagradecidos demostraban su ingratitud envenenando aquel pequeño recinto».
Dedicaron el día siguiente para recuperarse de la glotonería mientras recibían a una interminable sucesión de adventistas curiosos de la localidad cercana. El desembarco rebelde se había propagado de boca en boca y la gente estaba muy bien enterada. El Che y sus compañeros supieron entonces que dieciséis expedicionarios del Granma estaban muertos: los habían asesinado cuando se rindieron. Otros cinco probablemente estaban presos y varios más, como ellos, habían escapado a las montañas. No se sabía si Fidel había sobrevivido.
Por su propia seguridad decidieron separarse y dormir en distintas casas. Como precaución adicional, se despojaron de sus uniformes para vestir como guajiros, campesinos de Oriente, y ocultaron armas y municiones en una casa. Sólo el Che y Almeida, como jefes extraoficiales del grupo, conservaron sus pistolas. Un hombre que estaba demasiado enfermo para marchar tuvo que quedarse atrás. Pero al partir, se enteraron de que la noticia de su presencia había llegado a oídos del ejército. Ese día, horas después de partir, los soldados habían allanado la casa, hallado las armas y se habían llevado preso al camarada enfermo. Sólo podía deberse a un chivatazo —una denuncia—, y el ejército los perseguía.
Afortunadamente no tardaron en recibir ayuda. Enterado de su presencia, Guillermo García, un miembro destacado de la red campesina del 26 de Julio, se ocupó de ponerlos a salvo. Les dijo que Fidel, cuyo nom de guerre ahora era Alejandro,[27] estaba vivo, había tomado contacto con los colaboradores del movimiento rebelde, y lo había enviado a buscar a los supervivientes.
Los separaban varios días de marcha del refugio de Fidel en las montañas, pero gracias a García hallaron campesinos dispuestos a ayudarlos. Por fin, en la madrugada del 21 de diciembre, llegaron a la finca cafetalera donde los aguardaba Fidel. Raúl Castro también había sobrevivido y llegado con cuatro camaradas tras una dura odisea.
A pesar del revés catastrófico que habían sufrido sus planes, Fidel empezaba a organizarse. Había reclutado a varios campesinos para que buscaran a los demás supervivientes del Granma, mientras un correo iba a Santiago y Manzanillo a pedir ayuda a Frank País y Celia Sánchez, la mujer que había creado la red de guajiros del 26 de Julio en la sierra. Con todo, las perspectivas eran sombrías. De los ochenta y dos hombres que habían desembarcado del Granma, sólo quince se habían reunido y les quedaban apenas nueve armas. Habían pasado casi tres semanas y las posibilidades de hallar a otros fugitivos disminuían día a día. Con la llegada del Che llegó la noticia de la captura de Jesús Montané y las muertes de Juan Manuel Márquez, amigo de Fidel, con otros dos camaradas. El Che también sabía que su amigo Ñico López había muerto. Durante los días siguientes llegarían otros cinco expedicionarios, entre ellos Calixto García, su antiguo camarada de la prisión, pero el «Ejército Rebelde» de Fidel era un cascarón vacío; a partir de entonces, tendría que confiar en los campesinos locales para reconstruir sus fuerzas.
Por otra parte, la reunión no fue un momento feliz para el Che y sus camaradas, ya que Fidel estaba furioso porque habían perdido las armas. «No han pagado por la falta que cometieron —dijo Fidel—, porque el dejar los fusiles en estas circunstancias se paga con la vida. La única esperanza de sobrevivir que tenían en caso de que el ejército topara con ustedes eran sus armas. Dejarlas fue un crimen y una estupidez». Esa noche, el Che sufrió un ataque de asma, probablemente motivado por el trastorno emocional que le causó el reproche de Fidel. Años después reconoció que la «amarga recriminación» de Fidel siguió «grabada en mi mente por el resto de la campaña y hasta el día de hoy».
Fidel sin duda tenía algo de razón, pero la filípica resultó un tanto gratuita, porque para entonces el mensajero había regresado de Manzanillo con la promesa de Celia Sánchez de enviarles armas. En efecto, éstas llegaron al día siguiente a la llegada del Che; el cargamento incluía varias carabinas y cuatro metralletas. Pasó el ataque de asma, pero la llegada de las armas no alegró demasiado al Che por el simbolismo que entrañó su distribución por parte de Fidel. Éste le quitó la pistola (un símbolo de su grado) para entregarla al dirigente de su red campesina, un astuto caudillo guajiro llamado Crescencio Pérez. En su lugar, el Che recibió lo que llamó con amargura «un fusil malo».
Fue una dura lección sobre la destreza magistral con que Fidel manipulaba los sentimientos de quienes le rodeaban al otorgar o retirar favores sin previo aviso. El Che era sumamente susceptible a la aprobación de Fidel y ansiaba conservar su estatus como miembro del círculo íntimo; apenas unos meses antes había escrito su «Canto a Fidel» en el que le juraba lealtad eterna y lo llamaba «ardiente profeta de la aurora». La caída en desgracia frente a su ídolo sin duda era un golpe muy duro.
Pero al día siguiente, tal vez al adquirir conciencia de la susceptibilidad herida del Che, Fidel le dio la oportunidad de redimirse. Decidió de repente realizar un simulacro de combate para probar a sus hombres y designó al Che para transmitir la orden de «prepararse para la batalla». El Che respondió con presteza. «Yo vine corriendo a traer la noticia —escribió en su diario—. La gente se movilizó bien, con espíritu de pelea».
Aquel día los correos de Celia llegaron desde Manzanillo con un nuevo cargamento de armas: trescientas balas de rifle, cuarenta y cinco para la ametralladora Thompson y nueve cartuchos de dinamita. Para felicidad del Che, Faustino Pérez, el otro médico de la expedición, al marcharse hacia La Habana para ocupar su puesto como representante de Fidel, le dejó su fusil nuevo con mirilla telescópica: «Una joya», escribió, encantado, en su diario.
Las cosas habían vuelto de nuevo a su cauce. Fidel, ocupado con las necesidades organizativas de la guerra, había depuesto su cólera, y probablemente el Che se sintió «revivir». Con todo, el regaño de Fidel no dejó de irritarlo. Había conservado su arma durante la fuga, sí, pero eran sus errores de juicio los que los habían conducido a la catástrofe, ante todo a que el Granma encallara lejos de la costa. Y después de la emboscada en Alegría de Pío, a falta de planes alternativos, había sido cuestión de «sálvese quien pueda», y el grupo del Che se las había arreglado para sobrevivir.
Si el Che guardaba algún rencor, no permitió que lo afectara, pero los apuntes del diario de los días siguientes dejan traslucir cierta impaciencia con el estilo de mando de Fidel.
El 22 de diciembre fue «un día de inactividad casi total», y al día siguiente seguían todavía «en el mismo lugar». Pasaron la Nochebuena «en una espera que se me antoja inútil», aguardando una nueva partida de armas y municiones.
Describió la Navidad con sutil ironía: «Por fin, después de un opíparo festín de puerco, emprendimos la marcha hacia Los Negros. La marcha se inició muy lenta y rompiendo alambrada, con lo que se dejaba la tarjeta de visita. Hicimos un ejercicio de tomar una casa y en eso apareció Hermes, el dueño. Perdimos dos horas entre la conversación y el café. Al fin resolvimos tomar el camino real y avanzamos algo más, pero el ruido nos hacía evidentes para cualquier bohío del camino y abundaban. Al amanecer llegamos al punto de destino».
El Che quería más organización, disciplina y acción. Quería que la guerra empezara. En esos días le alegró la noticia aparecida en un diario cubano sobre una personalidad execrable en la fuerza expedicionaria de Fidel, «un argentino comunista de pésimos antecedentes, expulsado de su país —escribió en su diario—. El apellido, por supuesto: Guevara».