I
El nuevo puesto de mando trajo consigo responsabilidades nuevas, y el Che ardía en deseos de mostrar que estaba a la altura de la tarea. Tenía la orden de perseguir a Sánchez Mosquera, pero apenas se separó de Fidel, descubrió que su presa había partido de la sierra.
Mientras estudiaba las alternativas, el Che se dedicó a imponer su autoridad sobre su heterogénea banda de «descamisados» díscolos. Desde el comienzo lo afectaron las deserciones, que trató con gran severidad. Envió a dos hombres a rastrear un prófugo con la orden de «matarlo donde lo encontraran». Su desconfianza hacia los nuevos reclutas aumentó al recibir un mensaje de su aliado el mayoral David Gómez advirtiéndole que el ejército enviaba chivatos a infiltrarse entre los rebeldes.
Para el bautismo de su nuevo cargo, ideó un plan para atacar al enemigo en el flanco opuesto del pico Turquino con el fin de desviar su atención de la columna de Fidel, e inició la marcha en esa dirección. El 28 de julio, Baldo, uno de los dos hombres enviados a ejecutar al desertor, volvió solo y con un relato que el Che calificó de «sencillo y patético».
Según Baldo, su camarada Ibrahim trató a su vez de desertar y por eso «lo mató dándole tres tiros. El cadáver quedó en la Maestra insepulto». El Che decidió que la suerte de Ibrahim era una buena lección para sus hombres, sobre todo para ciertos voluntarios cuya llegada había coincidido con el incidente. Así lo relató mucho después: «Reuní toda la tropa en la loma anterior al teatro del suceso macabro, explicándole a nuestra guerrilla lo que iba a ver y lo que significaba aquello, el por qué se castigaría con la muerte la deserción y el por qué de la condena que había que hacer contra todo aquel que traicionara la Revolución. Pasamos en fila india en riguroso silencio, muchos de los compañeros todavía consternados ante el primer ejemplo de la muerte, junto al cadáver de aquel hombre que trató de abandonar su puesto, quizá movidos más por algunas consideraciones de afecto personal hacia el desertor primero y por una debilidad política natural de aquella época, que por deslealtad a la Revolución. Naturalmente, los tiempos eran duros y se dictaminó como ejemplar la sanción».
Pero en su diario íntimo expresó sus dudas: «El cadáver estaba boca abajo, presentaba a la vista un orificio de bala en el pulmón izquierdo y tenía las manos juntas y los dedos plegados como si estuviera atado. No estoy muy convencido de la legalidad de esa muerte, aunque la puse de ejemplo…»
Siguieron su camino. El Che decidió atacar el cuartel del ejército en Bueycito, a un día de marcha. El ataque se produjo el 31 de julio, pero como reconocería más adelante, no resultó según su plan «sencillo pero pretencioso». Aunque algunas de sus unidades no aparecieron en el momento indicado, el Che inició el ataque por su cuenta. Caminó derecho hacia el cuartel y al toparse con el centinela, apuntó su metralleta Thompson y le dio la voz de alto. El centinela reaccionó y, sin esperar más, el Che apretó el disparador, apuntando al pecho del soldado. No pasó nada. El joven rebelde que acompañaba al Che trató de dispararle al centinela, pero su fusil también se trabó. En ese momento, movido por el instinto de supervivencia, el Che escapó bajo una lluvia de proyectiles procedente del arma del centinela. «Corrí con velocidad que nunca he vuelto a alcanzar —escribió después—, y pasé, ya en el aire, doblando la esquina para caer en la calle transversal».
Los rebeldes ocultos respondieron a los disparos del centinela con una lluvia de proyectiles, pero la acción terminó antes de que el Che pudiera recuperarse; mientras destrababa la metralleta, el cuartel se rindió. Los hombres de Ramiro habían irrumpido por la parte trasera y reducido a los doce soldados que lo ocupaban. Seis soldados estaban heridos, dos de ellos de muerte; los rebeldes habían perdido un hombre. Desvalijaron el cuartel, lo incendiaron y partieron de Bueycito en camiones, llevando como prisioneros al sargento al mando del puesto y un chivato llamado Orán.
Amenizaron la huida con cerveza helada provista gratuitamente por un bodeguero y con una explosión al detenerse a dinamitar un puentecito de madera. En la aldea de Las Minas los recibieron los «vivas» de la población, y allí el Che hizo un poco de teatro para la gente con un comerciante árabe. «Un moro que es gente nuestra improvisó un discurso pidiendo que dejáramos en libertad a los dos prisioneros. Yo le expliqué que se los había tomado para evitar con su presencia que se ejercieran represalias contra el pueblo, pero que si ésa era la voluntad de sus propios habitantes yo no tenía nada que agregar». Los rebeldes liberaron a los prisioneros, enterraron a su camarada muerto en el cementerio local y siguieron su camino.