II
Ya en enero, el arquitecto Nicolás Quintana había llegado a la conclusión de que su futuro en Cuba era sombrío. Con su brusco giro a la izquierda, la revolución había provocado la enemistad de la mayoría de su clase social. Sus sueños de construir el Banco Nacional estaban destruidos y un íntimo amigo suyo, miembro de la Juventud Católica, había muerto ante un pelotón de fusilamiento por repartir panfletos anticomunistas. Quintana fue a ver al Che para protestar. El encuentro resultó traumatizante.
Según Quintana: «El Che me dijo: “Vea, las revoluciones son feas pero necesarias, y parte de ese proceso revolucionario es la injusticia al servicio de la futura justicia.” Jamás podré olvidar esa frase. Respondí que ésa era la Utopía de Tomás Moro. Dije que a nosotros [la humanidad] nos habían jodido con ese cuento por mucho tiempo, por creer que obtendríamos algo, no ahora, sino en el futuro. El Che me miró por un largo rato y dijo: “Ajá. Usted no cree en el futuro de la revolución.” Le dije que no creía en nada que se basara en una injusticia».
«¿Aunque esa injusticia sea saludable?», preguntó el Che. «A los que mueren no se les puede hablar de injusticia saludable», respondió Quintana. La respuesta del Che no se hizo esperar: «Tiene que irse de Cuba. Una de tres: se va de Cuba y de mi parte no hay problema; o treinta años [de cárcel] en el futuro inmediato; o el pelotón».
Aterrado y sin habla, escuchó decir al Che: «Está haciendo cosas muy raras».
«No respondí —dijo Quintana—, pero comprendí su alusión. Lo que me sorprendió es que estaba enterado, eso sí que me sorprendió».
Quintana y otros profesionales habían formado una organización llamada Trabajo Voluntario con la finalidad ostensible de realizar obras cívicas, pero el propósito verdadero era organizar una oposición anticastrista. «Era un pretexto para reunirnos de noche a conversar, en fin…, usted sabe…, sobre qué haríamos al respecto [de la revolución]…» La advertencia del Che le hizo comprender que era muy poco lo que podrían hacer, y semanas después Quintana huyó de la isla.
En esa misma época, José Pardo Llada, el periodista que había realizado ese viaje tan fastidioso con el Che el verano anterior, llamó al nuevo presidente del Banco Nacional para interceder por un amigo, el especialista en tabaco Napoleón Padilla.
Después de su designación en el INRA, el Che había pedido a Padilla que se ocupara de organizar cooperativas tabacaleras en Pinar del Río. Por extraño que parezca en vista de su miedo y aversión por el «comunismo» de Guevara, que él mismo había denunciado a la embajada estadounidense, Padilla aceptó la oferta. Desde el INRA, había colaborado con la creación de cooperativas, la venta a gran escala de tabacos de exportación y, a instancias del Che, había dictado un curso sobre «administración empresaria».
Sin embargo, disgustado por lo que veía en el instituto, había discutido con Núñez Jiménez y Oscar Pino Santos —dirigente del PSP y alto funcionario del INRA— sobre la manera de llevar a la práctica la reforma agraria. Un día perdió los estribos y acusó a Pino Santos de «practicar el comunismo». A partir de entonces, Padilla empezó a sentirse excluido. Finalmente, la noche del 26 de enero recibió una llamada anónima: «Napoleón, escóndete enseguida, te van a detener». El amigo anónimo cortó y Padilla, aterrado, fue a pedir asilo en la embajada hondureña. El embajador le aconsejó que averiguara la verdad de su situación antes de dar un paso tan drástico y fue entonces cuando llamó a Pardo Llada para pedirle ayuda.
Pardo se presentó en la oficina de Guevara y preguntó si Padilla tenía problemas con las autoridades. El Che le mostró un documento, la declaración jurada de un sargento del ejército que trabajaba en la cooperativa tabacalera dirigida por Padilla, acusando a éste de ser «contrarrevolucionario» y de «hablar mal» de Aleida.
Pardo se manifestó sorprendido de que el Che prestara atención al chismorreo maligno, y a continuación éste mostró todas sus cartas. Le constaba, dijo, que Padilla solía reunirse con el agregado agrícola de la embajada estadounidense y que hablaba mal del gobierno en presencia de funcionarios del INRA. Pardo insistió que ése no era motivo suficiente para perseguirlo. «Está bien, está bien —dijo el Che—. Que renuncie y se vaya del INRA. Y si quiere irse del país, ¡que se largue con sus amigos los gringos!» El Che cumplió su palabra. Seis meses después —«con expresa autorización del Che», según Pardo—, Padilla pudo partir de Cuba, con su automóvil y sus muebles, en el ferry que iba a Miami.