VIII

Era el 18 de noviembre y se acercaba la noche. El Che envió un radiograma a Kigoma para informar de su retirada y pedir que los botes estuvieran dispuestos para la evacuación. Dio la orden de incendiar las chozas, ocultar todo el equipo posible en los depósitos secretos, pero conservar las armas pesadas si se veían obligados a resistir. Al amanecer se dirigieron lentamente a la orilla del lago, agobiados por el peso de los pertrechos; algunas piezas quedaron abandonadas al borde del camino. En las caras de algunos hombres el Che vio un «cansancio que parecía de siglos», y trató de hacerles apretar el paso. A sus espaldas se escuchó una serie de explosiones, mientras llamaradas y humo se elevaban hacia el cielo: habían incendiado el depósito de municiones. La mayoría de los congoleños había huido; no trató de impedirlo porque sabía que en el lago no habría transporte suficiente para todos.

Durante la marcha hacia el punto de encuentro convenido en la orilla del lago, diez kilómetros al sur de Kibamba, el Che intentaba comunicarse por radio con Kigoma para que los botes estuvieran dispuestos esa noche. Por la tarde llegaron al punto de evacuación; el Che envió un nuevo mensaje para decir que se encontraban en el lugar convenido, la guerra había terminado y la retirada era urgente. Por fin obtuvo respuesta: «Comprendido». Así lo comentó: «La expresión de todos los compañeros presentes cuando se escuchó el “comprendido” del lago cambió como si una varita mágica hubiera tocado los rostros».

Pero los botes no llegaron esa noche ni la siguiente. Mientras los esperaban con ansiedad creciente, el Che montó emboscadas para proteger el perímetro y envió a varios hombres en busca de rezagados. Uno apareció al día siguiente con un esguince de tobillo, pero no había noticias de otros dos cubanos. Esa tarde del 20 de noviembre, comunicó a Changa en Kigoma que debía evacuar doscientos hombres. Éste respondió que lo habían demorado las autoridades tanzanas, pero que cruzaría esa noche.

«La gente estaba eufórica», escribió el Che. Ya había acordado con Masengo y su estado mayor que un oficial congoleño se quedaría atrás con sus hombres, mientras los demás partirían con los cubanos. Pero para ello era necesario engañar a los congoleños; el Che y Masengo decidieron echar mano de «pretextos» para embarcar a los que debían quedarse y llevarlos a una aldea vecina. Una vez que se perdieran de vista empezaría la «verdadera» evacuación.

Pero no resultó tan sencillo. Buena parte de los congoleños abordó el primer barco, pero los que quedaron atrás «se olieron algo» y quisieron quedarse. El Che ordenó a sus hombres que seleccionaran a los congoleños que habían demostrado el «mejor comportamiento» para llevarlos «como cubanos».

De pie junto a la orilla del lago, mientras supervisaba la evacuación final de la misión cubana al Congo, el Che aún se preguntaba si no era posible continuar la lucha. «Para mí la situación era decisiva; dos hombres a los que habíamos enviado a una misión… quedarían abandonados si no llegaban dentro de pocas horas; apenas nos fuéramos caería sobre nosotros el peso de todas las calumnias, dentro y fuera del Congo…; podía extraer, según mis investigaciones, hasta veinte hombres que me siguieran, a estas alturas con el ceño fruncido. Y después, ¿qué haría? Todos los jefes se retiraban, los campesinos demostraban cada vez más hostilidad hacia nosotros. Pero la idea de desalojar completamente…, dejando allí campesinos indefensos y hombres armados pero indefensos…, derrotados y con la sensación de haber sido traicionados, me dolía profundamente».

Una de las alternativas que había ponderado en los últimos días era la de cruzar el Congo para unirse a la fuerza guerrillera de Pierre Mulele, pero el territorio de éste se encontraba a cientos de kilómetros a través de la selva. El solo hecho de sobrevivir a esa odisea, por no hablar de organizar una guerrilla eficaz, hubiera sido una hazaña.

Mientras esperaban los botes, repasaba una por una las opciones, y todas eran malas. «En realidad, la idea de quedarme siguió rondándome hasta las últimas horas de la noche», confesó en su diario. Una de las cosas que más lo perturbaba era lo denigrante de la retirada, a la manera de un fugitivo, así como la necesidad de engañar a los combatientes congoleños para dejarlos atrás. Lo torturaban pensamientos del recuerdo que él y sus camaradas dejarían entre esos hombres.

«Pasé así las últimas horas, solitario y perplejo, y al fin, a las dos de la mañana, llegaron los barcos», escribió.

En primer lugar los abordaron los enfermos y los heridos, luego Masengo, su estado mayor y unos cuarenta congoleños escogidos para acompañarlos, y finalmente el Che con sus cubanos.

«Empezó un espectáculo doloroso, plañidero y sin gloria; debía rechazar a hombres que pedían con acento suplicante que los llevaran; no hubo un solo rasgo de grandeza en esa retirada, no hubo un gesto de rebeldía. Estaban preparadas las ametralladoras y tenía los hombres listos por si, siguiendo la costumbre [los combatientes abandonados] querían intimidarnos con un ataque desde tierra, pero nada de eso se produjo, sólo quejidos mientras el jefe de los huidizos imprecaba al compás de las amarras al soltarse».

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