IX
El 11 de octubre, el Che convocó a su oficina al hombre más rico de Cuba, el magnate azucarero Julio Lobo. Como dueño de enormes extensiones de tierras productivas —recientemente expropiadas— y trece ingenios, Lobo era una potencia a tener en cuenta.
Este hombre culto, célebre por su valiosa colección de tesoros artísticos y objetos napoleónicos, era en gran medida un enigma, ya que se había negado a abandonar la isla o sumar su voz al coro de protestas anticastristas. Había llegado el momento de ponerlo a prueba. En pocos días, Fidel expropiaría los ingenios, y el Che quería convencer a Lobo de que permaneciera en Cuba con todos sus conocimientos. Alfredo Menéndez, administrador de los ingenios estatales desde el INRA, conoció de antemano la oferta que le harían a Lobo: un sueldo de dos mil dólares y el derecho de conservar una de sus mansiones, a su elección. «Porque realmente nosotros no queríamos que se fuera —dijo Menéndez—. Ése era el objetivo del Che, todo ese talento».
La mera idea de ofrecer semejante sueldo a un hombre cuya fortuna era del orden de varios cientos de millones de dólares podía parecer absurda, pero acaso reflejaba la consagración singular del Che a su ideal, hasta el punto de creer que otros —incluso Julio Lobo— podían compartirla. Acosado por la fuga de técnicos y administradores experimentados, había tratado de convencer al personal capacitado, a hombres como Napoleón Padilla, de que permanecieran en la isla con la promesa de respetar sus sueldos de la época capitalista. Para los criterios de la «nueva Cuba», el sueldo que ofrecía a Lobo era verdaderamente alto; él mismo había rechazado por principio el sueldo de mil dólares que le correspondía como presidente del Banco Nacional y conservado sólo el de comandante, de doscientos cincuenta dólares.
Le dijo a Lobo que había llegado el momento de tomar una decisión: la revolución era comunista y él, como capitalista, no podía conservar su situación presente; podía quedarse y adherirse a ella o bien debía partir. Lobo señaló con valentía que Jrushov creía en la «coexistencia pacífica» entre los sistemas políticos y económicos rivales en el mundo, pero el Che respondió que semejante propuesta «era posible entre países, pero no dentro de una nación».
A continuación, el Che expuso su ofrecimiento de que Lobo administrara la industria azucarera cubana. Perdería sus propiedades, pero podría conservar los ingresos de uno de sus ingenios. Lobo dijo que necesitaba tiempo para pensarlo y el Che accedió. Pero el empresario, que ya había tomado su decisión, volvió a su casa y dos días después voló a Miami. De allí se fue a España, donde pasó el resto de su vida en el exilio. Al día siguiente, el gobierno nacionalizó los bancos y todas las grandes empresas comerciales, industriales y de transporte. Se apoderó de los ingenios y las mansiones de Lobo; con el tiempo, la colección de objetos napoleónicos se convirtió en un museo estatal.
Una nueva ley de reforma urbana prohibió la propiedad de más de una vivienda y expropió las propiedades alquiladas; sus moradores pasaron a ser inquilinos del Estado. El 19 de octubre, Washington respondió a la última oleada de expropiaciones —que afectaba a muchas empresas norteamericanas— con un embargo comercial y la prohibición de las exportaciones a la isla salvo las de alimentos y medicamentos. En octubre, Fidel nacionalizó 166 empresas norteamericanas, en lo que constituyó el certificado de defunción de los intereses comerciales de Estados Unidos en Cuba.
Fidel podía jactarse de que tenía tanto los efectivos como las armas necesarios para rechazar una invasión. Washington era consciente de que no hablaba en balde. El 28 de octubre, el gobierno norteamericano acusó formalmente a Cuba ante la OEA de haber recibido «importantes» cargamentos de armas soviéticas desde el verano anterior. Al día siguiente, Washington convocó a Philip Bonsal para «consultas prolongadas»; jamás volvería a la isla. En esas horas, el Che viajaba a Moscú vía Praga.