IV
En plena adolescencia, además de un lector voraz, Ernesto sentía gran curiosidad por el sexo opuesto. Pudo conciliar los dos intereses cuando descubrió y leyó en casa de un amigo la muy erótica versión original y completa de Las mil y una noches.
Sin embargo, más allá de la excitación que provocaban esas fuentes, la iniciación sexual era un ideal abstracto para la mayoría de los varones de la generación de Ernesto. En la Argentina provinciana de mediados de la década de 1940, predominaban los valores sexuales y matrimoniales de la sociedad católica tradicional: las mujeres no tenían derecho al voto, no existía el divorcio y las chicas «decentes» debían llegar vírgenes al matrimonio.
«Éramos unos angelitos —recuerda Tatiana Quiroga, quien solía salir “en pareja” con Ernesto y otros amigos—. Íbamos a bailar, a charlar, a tomar un café y a las doce y media había que volver a casa; si no, nos mataban. En esa época casi no se podía salir. ¿Las nenas ir solitas a casa de un varón? ¡Jamás! Lo más que hacíamos era escaparnos de una fiesta para tomar mate».
Los chicos del ambiente social de Ernesto conocían el sexo en los burdeles o con las chicas de clase inferior, a las que conquistaban con sus ventajas sociales y económicas. Muchos tenían su primera experiencia sexual con la mucama [criada], generalmente una indígena o mestiza de las provincias pobres del norte.
Calica Ferrer fue el responsable de la iniciación sexual de Ernesto con la criada de su familia, a quien llamaban «la Negra» Cabrera. Tenían catorce o quince años. Rodolfo Ruarte estuvo presente en la ceremonia de iniciación de Ernestito, y con otros jóvenes los espiaron a él y a la Negra a través del ojo de la cerradura. Lo vieron sacar su inhalador para el asma y observaron que si bien se desempeñaba a la perfección sobre el cuerpo sumiso de la criada, cada tanto se interrumpía para inhalar. La escena les provocó un ataque de risa incontrolable y fue una fuente de bromas durante varios años. Pero eso no afectó a Ernesto, quien siguió visitando regularmente a la Negra.
Al tiempo que descubría el sexo, Ernesto alimentaba su reciente amor por la poesía y le encantaba recitar los versos que aprendía de memoria. Los Sonetos y romances picarescos de Francisco de Quevedo, el poeta español del siglo XVII, le ayudaron a desarrollar su flamante sentido de lo procaz. Un día lo empleó con destreza para provocar los rubores de Dolores Moyano. La escuchó disertar con pedantería sobre los poetas místicos españoles de origen árabe, y cuando la trató de ignorante, ella replicó: «El poeta y el místico en la poesía de San Juan tienen una doble visión. El ojo interior y el ojo exterior, el amante místico ve en los dos sentidos…» En ese momento, recuerda, Ernesto la interrumpió y, exagerando su acento cordobés, recitó una copla obscena sobre una monja tuerta y un santo bizco.
El incidente pone de relieve la brecha que existía entre los y las adolescentes de la generación y la clase social de Guevara. Las niñas, virginales e inocentes, se sumergían en la poesía romántica mientras se conservaban para el verdadero amor y el matrimonio; en cambio, los varones como Ernesto, con la sangre repleta de hormonas, buscaban el mundo del sexo en la medida de sus posibilidades, en poesías obscenas, burdeles o acostándose con las indefensas criadas.
En las vacaciones de verano de 1945 y 1946 reapareció la bella prima de Ernesto, Carmen Córdova Iturburu de la Serna, «la Negrita», quien se enamoró de su primo rebelde tres años mayor. Su padre, el poeta Cayetano Córdova Iturburu, siempre aparecía con un baúl repleto de libros recientemente publicados en Buenos Aires, y ella los revolvía en busca de volúmenes de poesía. Descubrió que compartía esa pasión con Ernesto, quien le recitaba los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, que acababa de descubrir.
«En plena adolescencia, Ernestito y yo fuimos un poco más que amigos —recordaría años más tarde—. Un día estábamos jugando en un placard [armario empotrado] en mi casa… y Ernestito me preguntó si yo era ya una mujer…» Vivieron un encuentro amoroso y más adelante, cuando los Guevara se mudaron a Buenos Aires, Ernesto y la Negrita continuaron viéndose. Ella solía visitar la casa de los Guevara, donde vivía momentos románticos con Ernesto en la escalera, hablando «de literatura… y de amor, porque como suele suceder entre primos, tuvimos nuestro idilio. ¡Ernesto era tan buen mozo!».
En efecto. A los diecisiete años, Ernesto era un joven sumamente atractivo: esbelto, de hombros anchos y cabello castaño oscuro; intensos ojos pardos, tez clara y una confianza reservada y serena que seducía a las chicas. «La verdad es que todas estábamos un poco enamoradas de Ernesto», confiesa Miriam Urrutia, otra chica cordobesa de buena familia.
A una edad en que los varones se esfuerzan por impresionar a las chicas, la despreocupación de Ernesto por su aspecto personal resultaba sumamente seductora. Una noche apareció con una muchacha de buena posición y elegantemente vestida en el Cine Ópera, donde su amigo el «facho» Rigatusso vendía caramelos. Como siempre, Ernesto vestía una vieja y enorme trinchera con los bolsillos atestados de alimentos y un termo con mate. Al ver a Rigatusso, abandonó ostensiblemente a su acompañante para conversar con su amigo de «clase inferior».
Ernesto desarrollaba rápidamente la personalidad social que dejaría una impresión perdurable en sus coetáneos cordobeses. Su actitud despreocupada, su desprecio por la formalidad y su intelecto combativo ya eran rasgos visibles de su personalidad y se acentuarían durante los años siguientes. Incluso su sentido del humor era provocador, desafiando las normas aceptadas del decoro social, aunque a menudo lo expresara con burlas dirigidas a sí mismo.
Su amigo Alberto Granado conocía su afición por el escándalo. «Tenía varios apodos. También lo llamaban “el Loco” Guevara. Le gustaba jugar al chico malo… Por ejemplo, se jactaba de bañarse muy poco. Por eso también lo llamaban “el Chancho”. Por ejemplo, solía decir: “Hace veinticinco semanas que no lavo mi camiseta de rugby.”»
Un día, Ernesto apareció en la escuela con pantalones largos en lugar de los cortos que había llevado hasta entonces. Sin duda para prevenir las bromas de los muchachos varones sobre su repentino «crecimiento», Ernesto dijo que había tirado los pantaloncitos a la basura porque estaban muy sucios.
Durante los cinco años que estudió en el Colegio Nacional Deán Funes, Ernesto cultivó la imagen del bribón irrefrenable. Le encantaba escandalizar a sus condiscípulos y profesores: por ejemplo, encendía sin aviso sus fuertes cigarrillos para el asma Dr. Andreu en medio de la clase; discutía abiertamente con los profesores de matemáticas o literatura cuando los pescaba en un error; organizaba con la pandilla excursiones de fin de semana a las sierras cercanas o a Alta Gracia, donde repetía las maniobras arriesgadas que tanto aterraban a sus padres cuando era niño: hacer equilibrismo sobre una tubería tendida sobre un precipicio, zambullirse en el río tirándose desde las rocas más altas, o ir en bicicleta por las vías del ferrocarril.
Las autoridades escolares tomaban debida nota de su conducta. El 1 de junio de 1945, en cuarto curso del Deán Funes, recibió «diez amonestaciones [veinticinco provocaban la expulsión] por orden de la rectoría, por actos de indisciplina y por entrar y salir del establecimiento fuera de horas sin el permiso correspondiente».
El promedio de calificaciones era «bueno». Como siempre, éstas reflejaban su afición por materias tales como matemáticas, ciencias naturales, geografía e historia, aunque también se advierte una mejora gradual, año tras año, en francés, español, redacción y música.
Sus lecturas extraescolares proseguían con el mismo entusiasmo. Al igual que Alberto Granado, su amigo Pepe Aguilar advirtió que sus gustos eran eclécticos y con frecuencia adelantados para su edad. «Leía con ansiedad, devorando la biblioteca de sus padres… De Freud a Jack London, mezclado con Neruda, Horacio Quiroga y Anatole France, hasta una edición abreviada de El capital, sobre la que hizo observaciones con letra menuda».
Sin embargo, la densa obra de Marx le resultó incomprensible. Años después, el comandante Ernesto Che Guevara confesaría a su esposa en Cuba que «no había entendido nada» en sus primeras lecturas de Marx y Engels.