II
En la revolucionaria capital boliviana Ernesto y Calica visitaron el flamante Ministerio de Asuntos Campesinos y conocieron a su titular, Ñuflo Chávez. Su tarea era poner en ejecución la anunciada ley de reforma agraria. Para Ernesto resultó «un lugar extraño [donde] montones de indios de diferentes agrupaciones del altiplano esperan turno para ser recibidos en audiencia. Cada grupo tiene su traje típico y está dirigido por un caudillo o adoctrinador que les dirige la palabra en el idioma nativo de cada uno de ellos. Al entrar, los empleados les espolvorean DDT».
Sintió indignación ante la evidencia de la persistente brecha cultural entre los líderes de la revolución y el pueblo que supuestamente representaban. A Calica le parecía razonable que los espolvorearan con DDT porque los indios estaban «llenos de piojos y de insectos… y esos tipos tenían que entrar a salones donde había alfombras y cortinas y se iban a llenar de piojos». Después, cada vez que veían en la calle a un indio con el pelo cubierto de polvo blanco, ambos se miraban y decían: «Mira…, estuvieron con Ñuflo Chávez».
Habían pasado casi un mes en La Paz, habían gastado casi la mitad de sus fondos y ya tenían los visados para Venezuela. Aunque era el momento de reanudar el camino, ambos habían echado raíces y les resultaba difícil arrancarlas. Finalmente tomaron la decisión. Ernesto escribió: «Cada uno de nosotros tenía su referencia amorosa que dejar allí. Mi despedida fue más en plano intelectual, sin dulzura, pero creo que hay algo entre nosotros, ella y yo».
Tras una breve estancia en el lago Titicaca, Ernesto y Calica llegaron a la frontera peruana. En la aduana del pueblo fronterizo de Puno, los libros de Ernesto provocaron un incidente. Según su relato, «me requisaron dos libros: El hombre en la Unión Soviética y una publicación del Ministerio de Asuntos Campesinos que fue calificada de Roja, Roja, Roja en acento exclamativo y recriminatorio…». Después de una «jugosa charla», el jefe de policía los dejó ir y le aseguró a Ernesto que enviaría sus libros a Lima tal como había solicitado.
De Puno viajaron a Cuzco. Ernesto estaba encantado de regresar, pero el lugar, histórico, no impresionó en absoluto a Calica. Escribió a su madre que la ciudad, aunque interesante, era «… el lugar más sucio que te puedas imaginar», tanto que «lo obliga a uno a bañarse». Añadió en tono de broma que durante los ocho días que pasaron allá «el Chancho se bañó una vez y por mutuo acuerdo, sólo por razones de salud».
Al cabo de unos días, Ernesto estaba harto de las quejas de Calica sobre la mugre y la falta de comodidades. Lo expresó en una carta a Celia, el 22 de agosto: «Alberto se tiraba en el pasto a casarse con princesas incaicas, a recuperar imperios. Calica putea contra la mugre y cada vez que pisa uno de los innumerables soretes (excrementos humanos) que jalonan las calles, en vez de mirar al cielo y alguna catedral recortada en el espacio, se mira los zapatos sucios. No huele esa impalpable materia evocativa que forma Cuzco, sino el olor a guiso y a bosta; cuestión de temperamentos».
En cuanto al futuro, dijo que era incierto porque «no sabía cómo andaban las cosas» en Venezuela. Y sobre el futuro más lejano aseguró que no abandonaba sus esperanzas de ganar «US $ 10 000», la suma de dinero que pensaba ahorrar allá. Entonces, «… tal vez hagamos un nuevo viaje por Latinoamérica, pero esta vez en dirección norte-sur con Alberto, y que tal vez sea en helicóptero. Luego Europa y luego oscuro». Es decir, todo era posible.
Tras una excursión a Machu Picchu, que a pesar de las hordas de turistas norteamericanos embelesó nuevamente a Ernesto, iniciaron el viaje agotador de tres días en autobús a Lima. Tuvieron un poco de diversión durante una parada, donde Calica y él bajaron una ladera para nadar en las frías aguas del río Abancay. Ernesto, totalmente desnudo, saltaba en el agua y saludaba con el brazo para escandalizar a las pasajeras que se habían quedado arriba. Llegaron agotados a Lima, donde durmieron «como lirones».
En una carta a su padre fechada el 4 de septiembre, Ernesto se quejó de que en lugar de encontrarse, como esperaba, con «una tonelada de cartas», había una sola, la suya. «Me alegra saber que las estrecheces económicas no son tantas como para necesitar urgentemente alguna ayudita mía. Me alegro por ustedes… pero no dejen de avisarme si las papas queman para apurarme algo».
Evidentemente, sentía la obligación de conseguir un trabajo remunerado para ayudar a la familia, y la aseveración de su padre de que todo estaba bien tranquilizaba su conciencia. En la misma carta incluyó un mordaz reproche a su madre por no escribirle. Sugirió que tratara de escribirle una carta cada vez que se sentaba a jugar al solitario para «curarse» de su adicción.
En Lima, Calica encontró por fin un ambiente de su agrado. «Me gusta mucho, es moderna, limpia, con todas las comodidades, una gran ciudad», escribió a su madre el 8 de septiembre. Estaban en buenas manos, ya que los amigos de Ernesto en el leprosario Guía y el doctor Pesce les habían ayudado a conseguir una pensión limpia con agua caliente y un comedor universitario donde alimentarse. También se reencontraron con Gobo Nogués. «Gobo nos ha presentado en sociedad, comimos dos veces en el Country Club, buenísimo, supercaro, lógicamente no nos dejaron meter la mano en el bolsillo y estuvimos varias veces en el Gran Hotel Bolívar [el más caro de Lima]», escribió embelesado.
En cambio, Ernesto contemplaba Lima con el ojo crítico de un asceta objetivo. «Sus iglesias llenas de magnificencia por dentro no alcanzan externamente (mi opinión) a mostrar esa augusta sobriedad de los templos cuzqueños. La catedral… parece haber sido construida en una época de transición cuando en España se iniciaba la decadencia de su furia guerrera para empezar el amor al lujo, a las comodidades». El diario incluye un comentario deprimente sobre una fiesta «en la que yo no pude chupar por estar con asma pero que sirvió para que Calica se pescara una buena curda». En cuanto a una salida al cine a ver por primera vez «el famoso tridimensional», comentó que «no me parece revolucionario en nada y las películas siguen siendo igual».
Ernesto se encontró un par de veces con el doctor Pesce y disfrutó con «una de sus charlas tan completas y amenas en las que habla con tanta seguridad de temas tan diversos». Pero a continuación, investigadores de la policía peruana los detuvieron, interrogaron y revolvieron su cuarto de la pensión. Aparentemente los habían tomado por una «pareja de secuestradores» en busca y captura. Todo se aclaró, pero Ernesto sospechó que aún los tenían bajo vigilancia y decidió no volver a ver al doctor Pesce. No quería causar ni tener más problemas.
En realidad, no estaba convencido de que el incidente con la policía se debiera a un error. Le habían confiscado literatura «roja» en la frontera con Bolivia y probablemente su nombre y el de Calica figuraban en alguna lista de personajes sospechosos. El dictador Manuel Odría, que aún detentaba el poder, sin duda temía que la revolución izquierdista en Bolivia le «ensuciara el gallinero», como dijo Ernesto a Calica, y por lo tanto no era conveniente que las autoridades los vincularan con un comunista como el doctor Pesce. Asimismo decidió que el intento de recuperar los libros confiscados sólo complicaría las cosas en Lima.
El 17 de septiembre, Ernesto recibió una carta de su madre en la cual le informaba que había arreglado todo para que los «alojara» el presidente de Ecuador cuando llegaran a su país. Al día siguiente, un Calica exultante transmitió la maravillosa novedad a su madre con el jubiloso comentario de que los aguardaba «un hermoso panorama en materia de alojamiento y comida».
Se toparon con su amigo exiliado Ricardo Rojo, quien iba camino de Guayaquil para embarcarse a Panamá. Puesto que también ellos se dirigían hacia allá, Rojo les indicó una pensión donde podrían encontrarlo.