III

No es casual que para sus compañeros de la universidad Ernesto fuera una figura esquiva. Siempre daba la impresión de ser un joven con mucha prisa. Y en realidad lo era, ya fuese por ir a uno de sus trabajos, estudiar o satisfacer su creciente afición por los viajes. En algún sentido Buenos Aires no era más que la base para la extensión progresiva de sus horizontes geográficos, desde donde hacía autostop, al principio durante los fines de semana y las vacaciones, a la estancia de su difunta abuela en Santa Ana de Irineo de Portela, pero luego a lugares cada vez más lejanos y por períodos más prolongados.

A pesar de los cambios en la vida de Ernesto, algunos elementos permanecían constantes. Conservaba el asma, la afición por el ajedrez —convertido en uno de sus pasatiempos preferidos— y el rugby; leía asiduamente y escribía sus cuadernos filosóficos. También escribía poesía. Uno de los poemas más antiguos que aún se conserva, escrito en la cara interior de la tapa de su quinto «cuaderno filosófico», data de este período.

Es una «oda» breve escrita en borrador que parece ser la evocación de una lápida o tumba. Como la mayoría de sus poemas veinteañeros, es una pieza torpe y pretenciosa, pero revela el desarrollo de una vigorosa imaginación romántica y, en su amor por las palabras, los primeros atisbos del deseo creciente de escribir.

Lápida inconclusa de jardín abstracto,

con tu arquitectura arcaica,

atacas la moral cúbica del hombre.

Figurillas horribles tiñen tu verso de sangre

y fachadas panegíricas manchan tu frente con luz,

caprichos portentosos mancillan tu oscuro nombre

adornándote como a todas las demás.

Su mundo íntimo de estudio y reflexión dominaba su tiempo cada vez más. Su hermano Roberto descubrió con asombro que leía sistemáticamente los veinticinco tomos de la Historia contemporánea del mundo moderno de su padre. Los cuadernos filosóficos están repletos de referencias a esos tomos.

De la misma manera metódica empezó a confeccionar un índice de los libros que leía. En un cuaderno con tapas duras forradas de hule negro e índice alfabético hacía anotaciones por autor, nacionalidad, título y género de la obra. Esta selección larga y ecléctica incluye novelas populares modernas, clásicos europeos, norteamericanos y argentinos, textos médicos, poesías, biografías y filosofía. A lo largo de todo el índice aparecen interesantes anomalías tales como Mis mejores partidas de ajedrez del ruso Alexandr Aleksei, el Anuario socialista 1937 y La manufactura y uso del celuloide, la baquelita, etcétera…, de R. Bunke. Pero conservaba su afición por las novelas clásicas de aventuras y su autor preferido era Jules Verne. Había leído sus obras completas en una colección de tres tomos encuadernados en cuero que era una de sus posesiones más preciadas. Una década después, cuando era comandante revolucionario en Cuba, hizo que se la enviaran de Argentina.

Ernesto también leía sobre la sexualidad y la conducta social en la obra de Freud y Bertrand Russell y mostraba un interés creciente por la filosofía social: leía de todo, desde los griegos antiguos hasta Aldous Huxley. A medida que sus intereses apuntaban cada vez más a determinados temas, aumentaban las intersecciones entre el índice literario y los cuadernos filosóficos.

Su indagación en los conceptos y orígenes del pensamiento socialista tomaba impulso. Leyó a Benito Mussolini sobre el fascismo, a Iósif Stalin sobre el marxismo, a Alfredo Palacios —extravagante fundador del Partido Socialista argentino— sobre la justicia, a Zola en una definición sumamente crítica del cristianismo y a Jack London una descripción marxista de las clases sociales. Leyó una biografía francesa de Lenin, el Manifiesto comunista y discursos de Lenin; también volvió sobre El capital. El tercer cuaderno revela un interés mayor por Karl Marx, con decenas de apuntes breves sobre la vida y la obra del filósofo alemán tomados de Comunismo y cristianismo, de R. P. Ducatillon. (La figura de Marx lo fascinaría durante el resto de su vida: en 1965, cuando vivía clandestinamente en África, se hizo tiempo para escribir el esquema de una biografía de Marx con toda la intención de escribirla él mismo.)

Del libro de Ducatillon extrajo un retrato de Lenin que describe a éste como una personalidad histórica singular que «vivía, respiraba y dormía» para la revolución socialista y subyugaba a esa causa todo lo demás. Es una cita notable por cuanto presagia hasta un grado extraordinario las descripciones que harían los camaradas revolucionarios sobre Ernesto Che Guevara.

Pero a pesar de su interés en el socialismo, Ernesto mostraba la misma escasa disposición de antes para afiliarse formalmente a la izquierda. Durante los años universitarios permaneció al margen de la política; observaba, escuchaba y a veces discutía, pero evitaba cuidadosamente la participación activa.

En 1950, la presidencia de Perón había dado lugar al movimiento nacional-populista llamado oficialmente peronismo. Con Perón como «conductor» máximo y su enjoyada esposa Evita como ángel vengador mesiánico, el movimiento poseía una filosofía social cuasiespiritual propia llamada justicialismo cuyo fin último era la «comunidad organizada» del hombre que vivía en armonía.

A pesar de este trasfondo de retórica elevada, Perón había incrementado la represión de sus opositores. La intimidación y la cárcel bajo las duras penas de «desacato», o falta de respeto a los funcionarios públicos, servían para acallar a la oposición política. Evita, entonces con una imagen pública majestuosa, se ganó a las lisonjeadas masas trabajadoras, llamadas oficialmente los descamisados, por medio de abundantes obsequios y proyectos de obras públicas auspiciados por la Fundación Eva Perón presidida por ella.

En cuanto a la posición internacional de la nueva Argentina, Perón la llamaba la «Tercera Posición», un acto de equilibrio oportunista e intencionadamente ambiguo entre el Occidente capitalista y el Este comunista. Dicho por Perón: «Es una posición ideológica que está en el centro, la izquierda o la derecha según las circunstancias. Nos regimos por las circunstancias».

El cinismo de Perón era transparente, pero evidentemente su motivación política era el deseo de reinventar a Argentina como un Estado soberano sin obligaciones para con las potencias extranjeras, cualesquiera que fuesen. Ernesto mostró cierto respeto reticente por él al bautizarlo «el capo». Observaciones ambiguas aparte, Ernesto evitaba expresar simpatía por Perón o por sus opositores. Las filas de la oposición política eran escasamente atractivas. Los partidos políticos tradicionales revelaban su escasa visión social y una lamentable incapacidad para contrarrestar el avance de Perón. El Partido Comunista argentino aún era una organización política legal, pero su base de poder en la Confederación General del Trabajo (CGT) se había visto debilitada por la creación de nuevas estructuras destinadas a encuadrar a los trabajadores argentinos en el peronismo. El partido reaccionó aliándose con la centrista Unión Cívica Radical y con partidos menores de centroizquierda en oposición estratégica a Perón. Era una organización doctrinaria, empantanada en riñas internas sobre cuestiones teóricas; carecía de una dirección carismática o una base de apoyo popular, y al buscar la alianza con el statu quo como táctica de supervivencia, sin duda debía de resultar escasamente atractiva para Ernesto como fuerza de alternativa para el cambio social.

La Federación Juvenil Comunista era activa en la universidad y Ernesto conocía a algunos militantes. Uno de ellos, Ricardo Campos, recuerda que sus discusiones políticas eran «bruscas y dificultosas». Una vez lo convenció para que asistiera a una reunión de la «Fede», pero Ernesto escandalizó a todos al abandonarla antes de que terminara. «Era un hombre… de ideas claras en cosas muy esenciales. Pero sobre todo desde una perspectiva ética. Más que como un hombre político, yo lo veía en aquella época con una postura ética».

Carlos Infante, el hermano de Tita, que también era comunista, consideraba a Ernesto un «liberal progresista» interesado sobre todo en la medicina y la literatura. Discutían las obras del teórico marxista argentino Aníbal Ponce, pero cuando se trataba de los comunistas argentinos, Ernesto criticaba con dureza su sectarismo y era escéptico en cuanto a su papel en la política del país.

En esas discusiones con las personas que lo rodeaban, Ernesto ponía a prueba cuanto había leído y empleaba los conceptos que le resultaban atractivos. En 1951, en el funeral de un tío, discutió con su primo Juan Martín Moore de la Serna sobre filosofía y política, expresando sus propias interpretaciones de Marx y Engels en contra de la defensa de Moore de ciertos filósofos católicos franceses. Y en una visita a Córdoba mortificó a Dolores Moyano con una descalificación nietzscheana de Jesucristo. El conflicto coreano también provocó acaloradas discusiones entre Ernesto y su padre. Ernesto se oponía a la actuación norteamericana, calificándola de imperialista, mientras que su padre la defendía.

En esos enfrentamientos personales, y no en la militancia política, empezaba a revelarse la incipiente concepción del mundo de Ernesto. Ninguno de sus amigos o parientes consideraba en aquel momento que fuese marxista; en realidad, ni él lo creía. Atribuían su franca adhesión a posiciones escandalosas a su educación «bohemia» y a su personalidad iconoclasta, acorde con su vestimenta informal y su inclinación gitana por los viajes. Probablemente muchos daban por sentado que con el tiempo dejaría eso atrás.

Su posición intransigente encontró analogías en el complejo panorama político argentino. En la manipulación maquiavélica del poder ejercida por Perón, Ernesto debió de descubrir los elementos de una fórmula eficaz para llevar a cabo cambios políticos drásticos a pesar de la oposición poderosa de la oligarquía conservadora, el clero católico y sectores de las fuerzas armadas. Tenía la posibilidad de ver en acción a un maestro de la política que en más de una ocasión demostró que sabía manipular las claves mágicas del éxito político: conocer el estado de ánimo del pueblo, saber quiénes son los amigos y enemigos de verdad… y saber cuándo pasar a la acción. La lección era clara: para avanzar políticamente en la Argentina se requería un liderazgo fuerte y estar dispuesto a emplear la fuerza para alcanzar los objetivos.

Más atractivo aún, desde el punto de vista nacionalista, era el intento de Perón de fortalecer la soberanía política y económica de Argentina. En este sentido parece elocuente la pasión que reveló Ernesto por el libro El descubrimiento de la India, de Nehru. Lo leyó con gran interés, lo subrayó y garabateó anotaciones sobre los pasajes que estimularon su intelecto y lo recomendó con admiración a sus amigos.

Perón y Nehru, dirigentes con estilos tan distintos, pueden parecer una extraña pareja, pero existen algunos paralelismos estrechos entre los esfuerzos del segundo para «descolonizar» la India y el programa peronista para hacer de la Argentina un país autosuficiente. Sus preocupaciones como dirigentes nacionales también ponen de manifiesto un síndrome de dependencia común a las naciones subdesarrolladas, tanto entre los dominios coloniales europeos en Asia y África como en la dominación «neocolonial» norteamericana de ciertos países latinoamericanos. Las figuras de Perón y Nehru ayudaron a formar la visión del mundo de Ernesto. Aunque su propia ideología iba a adquirir dimensiones radicalmente nuevas, se advierte la influencia de ambos «mentores» en sus futuras exhortaciones al «Tercer Mundo» a liberarse del «capitalismo imperialista» y promover la industrialización acelerada, y en la necesidad de encontrar dirigentes fuertes y carismáticos para supervisar los procesos revolucionarios de cambio.

Tanto Perón como Nehru promovieron la industrialización acelerada de sus naciones predominantemente agrarias como paso esencial para ganar una mayor independencia de los países poderosos —principalmente Gran Bretaña y Estados Unidos—, de los cuales dependía su suerte económica. India y Argentina dependían en gran medida de las importaciones, sobre todo de productos manufacturados, y exportaban sus materias primas a mercados caprichosos. Ninguna de las dos poseía una base industrial desarrollada.

Nehru había escrito: «En el contexto del mundo moderno, ningún país puede ser política y económicamente independiente, ni siquiera en el marco de la interdependencia internacional, si no está altamente industrializado y ha desarrollado al máximo sus recursos energéticos».

Perón expresa el mismo concepto en su programa de «justicia social, independencia económica y soberanía política» para la Argentina en una época en que los intereses extranjeros —principalmente británicos, pero en medida creciente norteamericanos— poseían importantes monopolios en los servicios públicos, el transporte y los ferrocarriles y proporcionaban la mayor parte de los bienes manufacturados. Durante su primer año en el poder, Perón había iniciado un programa ambicioso de industrialización «sustitutiva de importaciones». Y en 1947, cuando resolvió nacionalizar los servicios públicos y los ferrocarriles y saldar la deuda externa del país, lo que buscaba era la «independencia económica» de la Argentina.

Perón sembraba en tierra fértil. En la Argentina reinaba la desconfianza hacia los intereses del capital extranjero como resultado de las penurias económicas causadas por las sucesivas caídas de precios de las exportaciones agrarias durante la depresión mundial de fines de la década de 1920 y principios de la de 1930, así como de las guerras mundiales y la manifiesta incapacidad de la industria local para compensar los aumentos de precios de las importaciones industriales. El ignominioso pacto Roca-Runciman de 1933, renovado en 1936, obligaba a la Argentina a comprar bienes británicos y otorgar concesiones a los inversores de ese país a cambio de que éste comprara trigo, lana y carne argentinos. La inversión de capitales extranjeros se había convertido en un símbolo de la «intromisión» extranjera y una bandera de lucha para los sentimientos nacionalistas.

La intromisión «yanqui» pesó gravemente durante la campaña para las elecciones generales de 1946, cuando Spruille Braden, embajador norteamericano en Buenos Aires durante un breve período y subsecretario de Estado para América Latina, hizo propaganda contra Perón. Con su destreza habitual, Perón había utilizado la intromisión del norteamericano en su favor con una contraconsigna que sugería que la elección no era entre argentinos sino entre «Braden o Perón».

Muchos argentinos reaccionaron con hostilidad cuando el gobierno de Truman empezó a ejercer presiones a favor de un «tratado de defensa recíproca» entre Estados Unidos y sus vecinos latinoamericanos. No obstante, en 1948, ese tratado que se adhería a la flamante «Doctrina Truman» en la cual se esbozaba el belicoso compromiso norteamericano de contener el comunismo soviético, fue firmado por los gobiernos del hemisferio en Río de Janeiro entre discursos que ensalzaban el nuevo concepto fraternal del «panamericanismo». Los comunistas latinoamericanos denunciaron la nueva «fraternidad» auspiciada por Estados Unidos, señalando que era un refrito actualizado de la vieja «Doctrina Monroe» y entregaba Latinoamérica a los intereses colonialistas de «Wall Street y los monopolios capitalistas». En efecto, el Tratado de Río reconocía a Washington el derecho de intervenir militarmente en Estados vecinos «en apoyo de pueblos libres que resisten el intento de minorías armadas o presiones externas de subyugarlos». Ernesto tomó nota de la conferencia de Río e incluyó un apunte sobre «Panamericanismo» en su cuaderno, citando la piadosa definición de uno de los delegados en la que invocaba a Dios.

Aunque no acababa de tomar partido por Perón ni por los comunistas ni se identificaba con partido político alguno, Ernesto evidentemente simpatizaba con las luchas anticoloniales que se libraban en el mundo. También empezaba a buscar similitudes entre los problemas de dependencia de esos países y los del suyo en relación con las potencias «imperialistas» industrializadas, en particular Estados Unidos.

Según Dolores Moyano, el sentimiento político más fuerte de Ernesto a principios de los años cincuenta era una acendrada hostilidad hacia Estados Unidos. «Según él, el mal de América Latina eran las oligarquías nativas y Estados Unidos. Lo único que le gustaba de ese país eran sus poetas y novelistas; nunca lo escuché hablar bien de otra cosa. Desconcertaba a los nacionalistas y comunistas con su antiamericanismo, sin adherir a ninguno de los dos puntos de vista. Con muy mala suerte, ya que mi madre era norteamericana, yo solía acudir en defensa de Estados Unidos. Nunca pude convencerlo de que la política exterior generalmente era el producto torpe de la ignorancia y el error más que la estrategia bien diseñada de una camarilla siniestra. Estaba convencido de que los oscuros príncipes del mal dirigían cada una de las acciones de Estados Unidos en el exterior…»

En la América Latina de posguerra había pruebas de sobra para alimentar esas concepciones. Ernesto llegaba a la madurez en la época en que Estados Unidos, al alcanzar un apogeo imperial, fomentaba agresivamente sus intereses económicos y estratégicos combinados en la región con escasa contemplación por la reforma social o política local. En el clima anticomunista de la guerra fría, la lógica de la seguridad nacional servía para justificar el apoyo norteamericano a dictaduras militares de derecha (Anastasio Somoza en Nicaragua, Rafael Trujillo en la República Dominicana, Manuel Odría en Perú y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela) a expensas de los regímenes nacionalistas o de izquierda.

Si bien la expansión soviética en la Europa posbélica era el centro de las preocupaciones en Washington, a fines de 1950 la flamante Agencia Central de Inteligencia (CIA) sentía tal inquietud ante la amenaza del comunismo en el hemisferio que elaboró un análisis secreto titulado «Soviet Capabilities and Intentions in Latin America» [La potencialidad y las intenciones soviéticas en América Latina]. «Con respecto a Latinoamérica —dice el documento—, se ha de presumir que el objetivo de la Unión Soviética es reducir al máximo el apoyo de Estados Unidos hasta que la sovietización de la región sea posible y sus recursos queden disponibles para incrementar la fuerza soviética».

Lo que más inquietaba a la CIA era la capacidad de coordinación entre los partidos comunistas prosoviéticos latinoamericanos y Moscú para provocar sabotajes y disturbios en caso de una guerra entre las dos superpotencias. Advertía que los comunistas estaban en condiciones de explotar el antinorteamericanismo existente. En la Argentina, «los comunistas aprovecharon el aislacionismo argentino y obtuvieron entre los no comunistas una reacción favorable a su prédica contraria al envío de tropas argentinas a Corea». En Cuba, los comunistas habían «magnificado» un incidente en el que soldados norteamericanos habían orinado sobre una estatua del héroe nacionalista José Martí, «reduciendo así en gran medida, aunque temporalmente, la estima popular para con Estados Unidos». La CIA advertía asimismo que en algunos países los comunistas podían explotar «la antipatía de los demócratas liberales por los gobernantes dictatoriales» y provocar tensiones entre sus países y las dictaduras simpatizantes con Washington.

Ernesto cursaba cuarto año de medicina cuando Perón, invocando también la «amenaza» comunista, empezó a reprimir a la izquierda. Durante la purga, un conocido suyo de Córdoba, Fernando Barral, fue encarcelado durante siete meses como «agitador comunista». Barral era un republicano español exiliado cuyo padre había muerto en la defensa de Madrid. Como extranjero, corría el riesgo de que lo deportaran a la España de Franco, donde lo aguardaba un destino incierto, pero el Partido Comunista argentino obtuvo la promesa de Hungría de recibirlo como exiliado político y se le permitió emigrar a ese país.

Después de la mudanza de los Guevara a Buenos Aires, Barral y Ernesto sólo se habían visto un par de veces y por casualidad. Barral se había enamorado de «la Negrita» Córdova Iturburu, prima de Ernesto. Aunque sus sentimientos no eran correspondidos, Barral y Negrita eran buenos amigos. Tal vez Ernesto veía en él un rival por el afecto de su prima, o tal vez sólo le disgustaba su «dogmatismo», como especula el mismo Barral. Lo cierto es que su detención no conmovió a Ernesto. No lo visitó en la cárcel ni (repitiendo su conducta durante la detención de Alberto Granado) participó en la campaña por su libertad.

Un amigo recuerda que Ernesto recomendaba a sus criadas que votaran a Perón porque sus medidas favorecían a su «clase social». Cuando le convenía, sabía aprovechar el sistema. Según su primo Mario Saravia, Ernesto se afilió a una organización universitaria peronista a fin de poder usar su gran biblioteca y obtener libros que de otro modo eran inaccesibles. En otra ocasión, cuando planificaba un largo viaje por América Latina, por sugerencia —mitad en broma— de Tatiana Quiroga, escribió una carta a Evita, la dadivosa esposa de Perón, para pedirle «un jeep». Tatiana, que lo ayudó a redactarla, recuerda que se divirtieron muchísimo, pero jamás recibieron respuesta de la extravagante Primera Dama argentina.

Che Guevara
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