VII
Posada en su alta meseta entre montañas verdes, Bogotá era una tensa isla donde imperaban la ley y el orden impuestos de manera férrea mientras a su alrededor, en el campo, arreciaba una enconada guerra civil. Ernesto y Alberto hallaron un clima inhóspito y agitado. Gracias a una recomendación del doctor Pesce, les dieron alojamiento en un hospital y comida en el comedor estudiantil de la universidad, donde hicieron nuevos amigos. Sin embargo, Ernesto escribió a su madre: «Este país es el que tiene más suprimidas las garantías individuales de todos los que hemos recorrido; la policía patrulla las calles con fusil al hombro y exigen a cada rato el pasaporte… Es un clima tenso que hace adivinar una revuelta dentro de poco tiempo. Los llanos están en franca revuelta y el ejército es impotente para reprimirla, los conservadores pelean entre ellos; no se ponen de acuerdo y el recuerdo del 9 de abril de 1948 pesa como plomo en todos los ánimos; resumiendo, un clima asfixiante, si los colombianos quieren aguantarlo allá ellos, nosotros nos rajamos cuanto antes».
Aludía al asesinato en abril de 1948 de un popular dirigente del Partido Liberal, Jorge Eliecer Gaitán, un crimen que había provocado el derrumbe violento del sistema político colombiano. Los partidarios de Gaitán sospechaban que el gobierno conservador había ordenado el asesinato y habían salido a las calles de la capital. Sucedió entonces el llamado Bogotazo, con tres días de enfrentamientos cruentos.
Los disturbios se produjeron durante una conferencia cumbre de cancilleres del hemisferio que, convocados por Estados Unidos, se habían reunido para firmar la carta de la Organización de Estados Americanos (OEA). Pero al mismo tiempo se había convocado una conferencia estudiantil «antiimperialista» latinoamericana en protesta por la cumbre, a la que asistieron dirigentes de toda la región.
Uno de los asistentes era un estudiante cubano de derecho, de veintiún años, llamado Fidel Castro Ruz. Participó en los disturbios que siguieron al asesinato de Gaitán, pero evitó la detención al refugiarse en la embajada cubana. De regreso en Cuba, había empezado a militar activamente en política, y en esa época conspiraba para alzarse en armas contra el flamante régimen de Fulgencio Batista.
Mientras tanto, en Colombia, la violencia generada por el Bogotazo había polarizado el ambiente político. Cuando el Partido Liberal del difunto Jorge Gaitán se negó a participar en las elecciones presidenciales de 1949, el candidato del gobernante Partido Conservador, Laureano Gómez, que contaba con el respaldo de los militares, triunfó sin oposición. Muchos liberales se habían aliado con las incipientes guerrillas comunistas con base en el campo colombiano. Al extenderse la anarquía, se multiplicaban las represalias a cargo del ejército y de grupos de campesinos armados, dirigidos por los jefes políticos conservadores, y las masacres eran el pan de cada día. Aquella carnicería convertida en plaga nacional, conocida con el eufemismo de La Violencia, continuaba en 1952 sin dar señales de llegar a su fin.
Antes de que pudieran «tomárselas», Ernesto y Alberto tuvieron un contratiempo con la policía. Cuando iban al consulado argentino a recoger su correspondencia, un agente suspicaz los detuvo, los interrogó y los cacheó. Al hacerlo, halló un puñal de Ernesto, una réplica de plata del facón gaucho, regalo de despedida de su hermano Roberto. Cuando el agente lo interrogó sobre los medicamentos para el asma, Ernesto tuvo el mal tino de burlarse: «Cuidado, es un veneno muy peligroso». Los detuvieron, los arrastraron por una serie de comisarías y finalmente los pusieron ante un juez, acusados de «burlarse» de la autoridad. El incidente terminó cuando demostraron su identidad y la policía los dejó en libertad, aunque con renuencia.
Pero para Ernesto el asunto no había terminado. Consideraba una cuestión de honor recuperar el cuchillo que el agente le había confiscado. Después de acudir varias veces a la comisaría, le devolvieron el facón, pero la policía estaba furiosa. Sus amigos universitarios los exhortaron a partir inmediatamente, ya que la policía trataría de vengarse. Incluso hicieron una colecta para ayudarlos a marcharse.
Partieron de Bogotá sin pesar, en un autobús que se dirigía a la frontera con Venezuela. El asma, que no había molestado a Ernesto desde su estancia en Iquitos, volvió a atacarlo en las tierras bajas tropicales. Alberto tuvo que darle tantas inyecciones de adrenalina que empezó a temer que le afectara el corazón.
Durante una parada del autobús a un día de viaje de Caracas, comentaron las perspectivas. Los entusiasmaba la idea de atravesar Centroamérica y llegar hasta México, pero no tenían dinero. Llegaron a un acuerdo. Marcelo, el tío de Ernesto, que era criador de caballos, tenía un socio en Caracas que tal vez les permitiría viajar a Buenos Aires en su avión de transporte de caballos. En ese caso, Ernesto terminaría sus estudios mientras Alberto se quedaba en Venezuela, trabajando en un leprosario o en uno de los hospitales para los cuales llevaba cartas de recomendación. Si fracasaban esos planes, buscarían la manera de llegar hasta México.
Al día siguiente, 17 de julio, llegaron a la ajetreada Caracas. Enriquecida por el boom petrolero, y con una población que había crecido con rapidez debido a la inmigración masiva, la ciudad los recibió con sus rascacielos que se alzaban sobre los techos coloniales de tejas rojas. Los sórdidos barrios obreros se extendían como una urticaria sobre las laderas circundantes.
Salvo en Brasil y Trinidad, Ernesto nunca se había visto rodeado por negros. Escasos en su Argentina natal, abundaban en la costa del Caribe, y después de pasear por un barrio negro caraqueño hizo unas observaciones que, lejos de revelar al paladín de los «humildes», expresaban la soberbia y condescendencia típicas del blanco, en especial del argentino: «Los negros, los mismos magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño, han visto invadidos sus reales por un nuevo ejemplar de esclavo: el portugués. Y las dos viejas razas han iniciado una dura vida en común poblada de rencillas y pequeñeces de toda índole. El desprecio y la pobreza los une en la lucha cotidiana, pero el diferente modo de encarar la vida los separa completamente; el negro indolente y soñador se gasta sus pesitos en cualquier frivolidad o en “pegar unos palos”, el europeo tiene una tradición de trabajo y de ahorro que lo persigue hasta este rincón de América y lo impulsa a progresar, aun independientemente de sus propias aspiraciones individuales».
Al principio se alojaron en una sórdida pensión, pero su situación mejoró cuando se pusieron en contacto con Margarita Calvento, tía de un amigo de Ernesto. Les dio de comer, les consiguió alojamiento en un albergue de la Juventud Católica y de allí partieron en sus respectivas misiones: Ernesto a buscar al socio de su tío y Alberto a conseguir trabajo.
Gracias a la carta de recomendación del doctor Pesce, Alberto obtuvo un puesto bien remunerado en un leprosario cerca de Caracas. Ernesto consiguió plaza en el avión que transportaba los caballos de su tío de Buenos Aires a Miami. Lo abordaría en Caracas, donde el avión hacía escala para reabastecerse de combustible. De ahí volaba a Miami para dejar su carga y luego volvía a Buenos Aires.
Durante los últimos días que pasaron juntos en Caracas, los dos amigos se sintieron abrumados por la tristeza de la inminente separación. Para ocultarlo, discutieron sus planes para el futuro inmediato. Ernesto se graduaría de médico y volvería en un año. Si todo iba bien, obtendría un puesto en el leprosario y, tras ahorrar dinero, partirían en busca de nuevas aventuras.
El 26 de julio, Ernesto subió al avión Douglas con su carga de caballos y llegó a Miami. Pero al aterrizar, el piloto descubrió una avería en el motor. Tendría que repararla antes de partir, lo que le llevaría unos días. Ernesto pidió alojamiento a Jaime «Jimmy» Roca, un primo de Chichina que estudiaba arquitectura. Roca casi no tenía un centavo, pero poseía un coche y había prometido pagar el alquiler de su cuarto y las comidas en un restaurante español después de graduarse y vender el vehículo. Ernesto se fue a vivir con él.
La reparación se demoraba, los días se hacían semanas y los dos jóvenes trataban de pasarlo lo mejor posible sin dinero. Todos los días iban a la playa y paseaban por la ciudad. Un camarero argentino del restaurante español les servía raciones enormes de comida y en un bar otro amigo de Roca los invitaba con cerveza y patatas fritas. Cuando Roca se enteró de que Ernesto aún tenía los quince dólares que le había dado Chichina para comprarle un pañuelo, trató de convencerlo de que los gastara. Ernesto se negó. Aunque Chichina había roto con él, estaba resuelto a cumplir su promesa y a pesar de las súplicas de Roca le compró el pañuelo.[8]
Finalmente, Roca le consiguió el trabajo de limpiar el apartamento de una azafata cubana que él conocía. Fue un desastre; Ernesto no tenía la menor idea de lo que debía hacer, y después del primer día la azafata le dijo a Roca que no lo enviara más. Lejos de limpiar el apartamento, dijo, Ernesto lo había ensuciado más de lo que estaba. Sin embargo, le había caído bien y le consiguió un puesto de lavaplatos en un restaurante.
Por fin se hallaba en Estados Unidos, el «país del norte» explotador de América Latina que tanto lo había irritado cada vez que se ponía en evidencia. Lo que vio sin duda confirmó su predisposición negativa porque más adelante dijo a sus amigos en Buenos Aires que había presenciado actos de racismo blanco contra los negros y que la policía lo había interrogado sobre su filiación política. Pero Roca sólo recordaba que una vez Ernesto habló de la «necesidad» de viviendas baratas para los pobres en América Latina. No hablaban de política y sólo trataban de disfrutar juntos.