VI
Mientras el Che pasaba por su bautismo de fuego, Hilda y la niña visitaban a la familia Guevara en la Argentina. Ernesto padre la había llamado para darle la noticia de la carta firmada «Teté» y le había enviado un pasaje de avión a Buenos Aires. Era la primera prueba tangible de que Ernesto había sobrevivido a la emboscada de Alegría de Pío, y llenó a Hilda de regocijo. El 6 de enero, después de pasar tres semanas con su familia en Lima, voló con la niña a Buenos Aires para conocer a sus suegros.
Los Guevara se mostraron encantados con la niña y cariñosos con Hilda, pero la acribillaron a preguntas. ¿Por qué Ernesto arriesgaba su vida por una causa extranjera? ¿Quién diablos era ese Fidel Castro? Hilda no tardó en comprender que Ernesto —o «Ernestito», como lo llamaban sus tías— era el «niño consentido» de la familia. «Debido a su profundo afecto por Ernesto —escribió—, a los padres les era difícil aceptar la idea de que estaba en peligro. Expresaban una y otra vez el sentimiento de que sería mejor que su hijo estuviera en la Argentina». Trató de explicar lo mejor posible lo que sabía sobre su evolución política, pero sólo repetía lo que Ernesto ya les había dicho en sus cartas, y que evidentemente les era difícil aceptar. Ernesto padre comentó que sus explicaciones eran «magras; era evidente que conservaba el hermetismo impuesto por Ernesto».
Pero era Celia quien requería más que nadie sus palabras reconfortantes. Hilda la halló muy turbada y trató de aliviar el dolor que le provocaba la ausencia de su amado hijo. «Le hablé a doña Celia, mi suegra, de la profunda ternura que sentía Ernesto por ella. No era una exageración destinada a reconfortarla: sabía cuánto la quería. Su sufrimiento era constante, y la angustiosa pregunta estaba presente en todo lo que hacía: “¿Dónde está mi hijo?”»
Hilda y la niña pasaron un mes con los Guevara. Era pleno verano porteño y toda la familia se trasladó a la estancia de Irineo de Portela. Un día, Hilda tuvo ocasión de conocer la célebre fanfarronería de su suegro. Llegó una carta de un pariente en Estados Unidos que mencionaba por primera vez la posibilidad de que el Che hubiera sufrido heridas en Alegría de Pío. Ernesto padre, eufórico, «declaró que si Ernesto era capturado en Cuba, ¡iría en un bote a rescatarlo!».
Cuando Hilda volvió a Lima, la esperaba una carta de Ernesto, fechada el 28 de enero de 1957. «Querida vieja: Aquí, desde la manigua cubana, vivo y sediento de sangre escribo estas encendidas líneas martianas. Como si realmente fuera un soldado (sucio y harapiento estoy, por lo menos), escribo sobre un plato de campaña con el fusil a mi lado y un nuevo aditamento entre los labios: un tabaco…»
Con el mismo tono jactancioso y animado, recapituló alegremente los sucesos desde el «ya famoso» desembarco del Granma, destacando los peligros a los que se habían enfrentado y las penurias superadas: «Siguieron nuestras desventuras hasta ser sorprendidos en la también ya célebre Alegría y desbandados como palomas. Me hirieron en el cuello y quedé vivo nada más que por mi suerte gatuna… Caminé unos días por el monte creyéndome mal herido… nos reorganizamos, nos armamos y atacamos un cuartel matando cinco soldados… El ejército… por cuarenta y cinco días más nos echó encima tropa escogida; se la volvimos a disgregar y esta vez le costó tres muertos y dos heridos… Al poco tiempo, capturamos tres guardias quitándoles las armas. Si a todo esto se agrega que nosotros no tuvimos ninguna baja y el monte es nuestro, te podrás dar idea de la desmoralización del ejército, que nos ve escurrir como jabón de entre sus manos, cuando nos cree en el buche. Naturalmente, la pelea no está totalmente ganada, falta mucha batalla, pero ya se inclina a nuestro favor: cada vez lo será más».
Firmó la carta como «Chancho», le envió abrazos y besos para su hija y dijo que en su prisa había dejado en México las fotos de ellas. Le pedía que se las enviara a una dirección en la capital mexicana donde se ocuparían de hacérselas llegar.
Es evidente que la carta no agradó a Hilda, quien la reprodujo en sus memorias sin el menor comentario. Mientras ella, la abatida esposa y madre, vivía sufriendo por él, Ernesto no dejaba lugar a dudas de que vivía una aventura emocionante y disfrutaba de la vida del guerrillero «sediento de sangre» entre el fango y los cigarros. Y al escribirle, no le preguntaba ni demostraba la menor preocupación por los padecimientos de ella.