I
La carta de Ernesto a su familia, con ser tan melodramática, resultó tan clarividente sobre los peligros que enfrentarían como equivocada con respecto a sus propias reacciones. Resultó que cuando las «papas quemaron» en la forma de una emboscada del ejército que sorprendió a los rebeldes poco después del desembarco del Granma, lo último en lo que pensaba Ernesto era en su falta de experiencia como cirujano en el frente.
En medio del caos y el pánico, mientras unos caían heridos y otros huían en todas las direcciones, Ernesto tuvo que decidir en un instante si salvaba un botiquín o una caja de municiones. Optó por lo último. Si hubo un momento de decisión en la vida de Ernesto Guevara, fue ése. Aunque tenía el título de médico, sus instintos eran los de un combatiente.
Momentos después, al recibir un balazo en el cuello y creyéndose mortalmente herido, cayó en estado de shock. Disparó una vez hacia los arbustos, se quedó tendido y en un ensueño se puso a pensar sobre «la mejor manera de morir». La imagen que vino a su mente fue la del cuento «Encender una hoguera» de Jack London, sobre un hombre en Alaska que, incapaz de encender un fuego, apoya la espalda en un árbol y se dispone a morir «con dignidad».
Ernesto había soñado con devolver obstinadamente los disparos al grito de «victoria o muerte», pero con el shock de la emboscada y su propia herida, por un instante se creyó perdido. A diferencia de muchos de sus camaradas, que se acobardaron por completo o bien reaccionaron como soldados, devolviendo el fuego enemigo mientras trataban de ponerse a cubierto, se tendió de espaldas para meditar fríamente sobre la inminencia de la muerte.
Si el hecho de salvar las municiones en lugar del botiquín durante su primera escaramuza reveló un rasgo fundamental de Ernesto Guevara, lo mismo hizo su herida: sacó a la luz su fatalismo frente a la muerte. Durante los dos años de guerra que sobrevendrían, este rasgo se pondría de manifiesto mientras maduraba hasta convertirse en un guerrillero avezado con una evidente afición por el combate y un desprecio por su propia seguridad que lo haría célebre. El hijo errabundo de Celia acababa de descubrir su verdadera vocación: la revolución.