IV
A primera vista, el Che y Raúl habían quedado excluidos de los mejores cargos. Éste era gobernador militar de Oriente, aquél tenía el título insignificante de «comandante de La Cabaña». Pero los títulos oficiales eran engañosos. Mientras Fidel se dedicaba a crearle una fachada moderada a la revolución —rechazando con indignación cualquier acusación de «influencia comunista»— con la esperanza de evitar un enfrentamiento prematuro con Estados Unidos, Raúl y el Che se dedicaban en secreto a cimentar los vínculos con el PSP y consolidar la base de poder del líder en las fuerzas armadas.
El Che mantenía un ritmo de actividad febril. El 13 de enero inauguró la Academia Militar-Cultural en La Cabaña para «elevar el nivel cultural del ejército». Además de enseñar las primeras letras, la academia debía inculcar «conciencia política» en la tropa. Se dictaban cursos de educación cívica, historia, geografía y economía cubanas, «las características económicas y sociales de las repúblicas latinoamericanas» y actualidad política. También trataba de reformar a los soldados. Prohibió las peleas de gallos, que se habían hecho populares entre la tropa. En su lugar organizó clases de ajedrez, un equipo ecuestre, certámenes deportivos y dispuso que se realizaran exposiciones de arte, conciertos y representaciones teatrales. Todas las noches se proyectaban películas en los diversos cines de la fortaleza. Fundó el periódico del regimiento La Cabaña Libre y poco después colaboró con el lanzamiento de Verde Olivo, un periódico para las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
En medio de tanta actividad, el Che discretamente designó a hombres del PSP para supervisar la escuela. Armando Acosta, su comisario en el Escambray, ya se encontraba cerca, comandando la pequeña fortaleza de La Punta al otro lado del puerto de La Cabaña, y poco después el Che lo designó administrador de la academia.
A fines de enero, el Che ya poseía otro título —jefe del Departamento de Entrenamiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias—, pero éste tampoco indicaba la verdadera gama de sus actividades. Por orden de Fidel, se reunía secretamente con Raúl —quien viajaba constantemente entre La Habana y su puesto en Santiago—, Camilo, Ramiro Valdés y Víctor Pina del PSP para crear un nuevo aparato de seguridad e inteligencia del Estado. El organismo resultante, llamado Seguridad del Estado o G-2, quedó en las manos capaces de Ramiro Valdés, el lugarteniente del Che durante la guerra. Osvaldo Sánchez, miembro del Buró Político y jefe del Comité Militar del PSP, fue designado segundo jefe del organismo.
Mientras tanto, los exiliados cubanos regresaban de todos los países del hemisferio. El gobierno envió un avión a Buenos Aires para traer a todos los exiliados que residían allí e invitaron a la familia Guevara. Los padres del Che, su hermana Celia con su esposo Luis Argañaraz y Juan Martín, un adolescente de catorce años, aceptaron la invitación. (Roberto y Ana María no pudieron hacerlo debido a sus obligaciones laborales y familiares; pasarían otros dos años y medio antes de que pudieran reunirse con su famoso hermano.) Cuando llegaron a La Habana, el 9 de enero, un muy emocionado Guevara Lynch besó la pista del aeropuerto capitalino de Rancho Boyeros. «Inmediatamente nos rodearon unos cuantos soldados barbudos, con sus uniformes bastante sucios y armados con fusiles o ametralladoras —escribió—. Vinieron los saludos de rigor y, apresurados, nos dirigimos al interior del aeropuerto, en donde nos esperaba Ernesto. Tengo entendido que quisieron darle una sorpresa y sólo supo de nuestra llegada minutos antes. Mi mujer corrió a sus brazos y no pudo contener el llanto. Un montón de fotógrafos y cámaras de televisión registraron la escena. Poco después abrazaba a mi hijo. Hacía seis años que no lo veía».
En una de las fotografías tomadas aquel día, el Che aparece con uniforme de combate y boina, con su barba rala, flanqueado por sus padres en medio de una multitud de curiosos. A sus espaldas asoma el cañón de una metralleta. Es verdaderamente memorable la expresión de orgullo intenso y apasionado en las caras de Celia y el Che. A un lado, como un curioso más, vestido de traje, su padre esboza una sonrisa perpleja.
Los Guevara, huéspedes de la revolución, ocuparon una suite del Havana Hilton, unos pisos más abajo de la de Fidel. Como sede de facto del gobierno, en el lujoso vestíbulo del hotel reinaba un alboroto de guerrilleros desaliñados con sus armas, periodistas inquisitivos, buscadores de prebendas y turistas norteamericanos de aire desconcertado cuyas vacaciones se habían visto interrumpidas por la revolución. Cuando por fin estuvieron a solas con su hijo, Guevara Lynch sacó varias botellas de vino argentino de la marca preferida de Ernesto.
«Se le iluminaron los ojos al ver aquellas botellas… Su vista trajo seguramente a su memoria gratos recuerdos de otros tiempos felices, cuando toda la familia vivía junta en Buenos Aires». Mientras brindaban, Guevara Lynch observó a su hijo y creyó ver «… en su aspecto físico, en su expresión, en su alegría… aquel mismo muchacho que partió de Buenos Aires en una fría tarde de julio hacía más de seis años».
Esta descripción es en buena medida una expresión de sus ilusiones. Su hijo Ernesto se había convertido en «el Che», el hombre que quería ser. Y aunque «Ernesto» estaba encantado de ver a su familia, en verdad su llegada no podía ser menos oportuna. Mientras ellos se instalaban en el Hilton, tuvo que volver deprisa a La Cabaña, donde lo aguardaban los juicios revolucionarios que él mismo presidía.
Durante el mes de enero una de las tareas de los revolucionarios fue la de apresar a presuntos criminales de guerra y conducirlos a La Cabaña. En general no eran los principales esbirros del antiguo régimen, pues éstos habían logrado escapar (antes de que los rebeldes tomaran la ciudad y detuvieran la salida de aviones y barcos al exterior) o permanecían encerrados en las embajadas. Casi todos eran agentes, chivatos y torturadores policiales. Con todo, el Che, fiscal supremo, realizaba la tarea con singular dedicación; todas las noches resonaban las descargas de los pelotones de fusilamiento entre los antiguos muros de la fortaleza.
«Había más de un millar de prisioneros de guerra —dijo Miguel Ángel Duque de Estrada, designado por el Che titular de la Comisión de Depuración—. Constantemente llegaban más, y muchos no tenían expediente. De algunos ni siquiera conocíamos los nombres. Pero teníamos una tarea que cumplir, que era sanear el ejército vencido. El Che siempre había tenido claro la necesidad de sanear el ejército e imponer justicia a los criminales de guerra convictos».
Los juicios comenzaban a las ocho o nueve de la noche y generalmente se llegaba a un veredicto a las dos o tres de la mañana. Duque de Estrada, encargado de reunir pruebas, tomar declaraciones e instruir los juicios, ocupaba el estrado junto al Che, el fiscal supremo, quien tomaba la decisión final sobre la suerte de aquellos hombres.
«El Che consultaba conmigo —dijo Duque—, pero estaba al mando y como comandante militar tenía la última palabra. Estuvimos de acuerdo en casi el cien por ciento de las decisiones. En unos cien días llevamos a cabo unas cincuenta y cinco ejecuciones por fusilamiento, y recibimos muchas críticas por eso, pero dábamos a cada caso la debida y justa consideración y nunca tomábamos decisiones a la ligera».
A Orlando Borrego, un contable de veintiún años, el Che le encomendó —además de su nuevo puesto como administrador financiero de La Cabaña— la presidencia de un tribunal.
«Era difícil porque nosotros no teníamos una formación, digamos, jurídica —recordó Borrego—. Ahí lo que primaba era el sentido de la moral, uno de la moral revolucionaria y otro de la justicia, de que no se fuera a cometer ninguna injusticia. En eso el Che era sumamente cuidadoso… Por golpear a un preso y eso, no se fusilaba a nadie, pero ya cuando había torturas muy fuertes y asesinatos y muertes, ya ahí sí eran condenados a muerte… Ahí se analizaba todo el expediente, se veían todos los testigos, venían los familiares del muerto o del torturado, o venía el torturado, y en el tribunal revelaba todas las torturas que había recibido, mostraba su cuerpo».
Cada noche el Che revisaba los casos con sus jueces, pero al explicar su función en los juicios a ciertos periodistas hostiles de la televisión cubana, dijo que jamás asistía a los juicios ni recibía a los acusados. Al contrario, examinaba sus casos exclusivamente sobre la base de las pruebas para emitir dictámenes fríos e imparciales. Según Borrego, el Che escogía a jueces y fiscales con gran cuidado; por ejemplo, a los rebeldes que habían padecido torturas no se les permitía juzgar a sus antiguos verdugos. «Había que elaborar con mucho cuidado la estrategia del juicio, porque a veces había fiscales que eran un poco de extrema izquierda… y había que moderar a algunos fiscales que siempre pedían la pena de muerte».
Con respecto a las ejecuciones en sí, el Che evidentemente había superado sus reservas sobre el voluntario norteamericano Herman Marks, a quien había despedido en Camagüey, porque reapareció en La Cabaña y participó activamente en los pelotones de fusilamiento.[62]
Durante los meses siguientes, varios cientos de personas fueron juzgadas y fusiladas en todo el país. La mayoría fue sentenciada en las condiciones que describe Borrego: en procesos sumarios pero legítimos, con abogados defensores, testigos, fiscales y público. En escala menor, hubo algunas ejecuciones arbitrarias. La más tristemente célebre de éstas sucedió poco después de la toma de Santiago, cuando Raúl Castro presidió el juicio sumarísimo y la ejecución de más de setenta soldados capturados. Hizo abrir una fosa con una excavadora, alineó a los condenados frente a ella y los hizo fusilar con ametralladoras. La acción cimentó la reputación de Raúl como hombre despiadado y afecto a la violencia, que los años no han atenuado.
Pero en verdad, había escasa oposición pública declarada a la oleada de ajusticiamientos revolucionarios de la época. Por el contrario, los matones de Batista habían cometido crímenes atroces, en la opinión pública imperaba un espíritu de linchamiento, y los medios se complacían en relatar los juicios y fusilamientos de los condenados a la vez que recordaban los detalles más sórdidos de sus crímenes. Entre las crónicas sobre los sobornos y la corrupción de la era batistiana, los diarios cubanos publicaban morbosas revelaciones y fotografías horrendas de las atrocidades cometidas por los «esbirros» del dictador. Bohemia llegaba a extremos obscenos en su entusiasmo, con entrevistas sarcásticas a los sospechosos que aguardaban su juicio; asistía a las ejecuciones con sus cámaras y publicaba las fotografías con epígrafes moralizadores.
En su edición del 8 de febrero publicó una entrevista con un expropagandista radiofónico de la dictadura bajo el título «Atrapan a una rata de la tiranía». El siguiente texto apareció debajo de la fotografía:
Ésta es la efigie de uno de los esbirros más infames de la dictadura, Otto Meruelo, la sola mención de cuyo nombre mancha la atmósfera nacional, uno de los voceros más repugnantes del batistato… La integridad física de Meruelo —que nunca poseyó integridad moral— está intacta. ¿Qué hará la Revolución «al respecto»? La pregunta está en boca de todos los cubanos.
Meruelo fue condenado a treinta años de prisión. La misma edición de Bohemia relata bajo el título «Los hermanos malditos» el juicio de dos pistoleros del Tigre Rolando Masferrer, los hermanos Nicolardes Rojas, autores de varios asesinatos en Manzanillo. El autor transcribe el pasaje culminante del juicio:
El fiscal, doctor Fernando Aragoneses Cruz: «¿Merecen los hermanos Nicolardes la libertad?»
«¡Noooo!», fue el grito atronador de la gran multitud.
«¿Merecen la prisión con la esperanza de que algún día puedan ser útiles a la sociedad?»
«¡Noooo!»
«¿Deben ser fusilados, como castigo ejemplar para todas las generaciones futuras?»
«¡Siiií!»
El fiscal… contempló la multitud enfurecida. Y frente a su opinión unánime, se expresó serenamente, mientras dirigía una mirada que era en parte de cólera y en parte de lástima a aquellos condenados por el Pueblo.
«Ésta es, damas y caballeros, la petición de la ciudadanía, a quien represento en esta sesión».
Los hermanos Nicolardes fueron sacados inmediatamente de la sala y fusilados.
La crónica de Bohemia parece una descripción bastante precisa de la atmósfera reinante en los tribunales revolucionarios de Cuba. Según Orlando Borrego, con frecuencia sentía una gran presión de los civiles presentes para mostrarse severo en sus veredictos. «Se consideraba que se estaba siendo demasiado benigno… A veces uno pedía diez años y la gente quería que fueran veinte». La tarea de Borrego era doblemente penosa debido a las críticas crecientes del extranjero: legisladores norteamericanos calificaban los juicios de baños de sangre. Indignado por las acusaciones, a fines de enero Fidel resolvió que el mayor Sosa Blanca y otros oficiales de alta graduación acusados de varios asesinatos y torturas fueran juzgados en el estadio deportivo de La Habana en presencia de gran cantidad de público. Pero el gambito resultó contraproducente ya que los periodistas extranjeros se sintieron asqueados por los abucheos y los clamores de sangre de las multitudes histéricas. Herbert Matthews, que simpatizaba con la revolución, trató de analizar los juicios desde el «punto de vista cubano» en un editorial que el jefe de la página de opinión del New York Times se negó a publicar.
El Che siguió adelante sin dejarse arredrar. Advirtió a sus jueces que debían evaluar escrupulosamente las pruebas de cada caso a fin de no dar argumentos a los enemigos de Cuba, pero que la consolidación de la revolución exigía que continuaran los juicios. No se cansaba de repetir a sus camaradas cubanos que el guatemalteco Arbenz había caído por no purgar a sus fuerzas armadas de elementos desleales, error que había permitido a la CIA infiltrarse en ellas y derrocar el régimen. Cuba no podía darse el lujo de repetir el error.
Las memorias de Guevara Lynch soslayan el papel destacado que cumplió el Che en los tribunales, pero en cambio aluden al golpe que sufrió al ver a su hijo transformado en un hombre tan severo. Según su relato, una noche decidió visitarlo en La Cabaña. El Che no se encontraba allí, de manera que decidió esperarlo. Poco después vio que un jeep se detenía frente a la entrada y un hombre bajaba de un salto. Era el Che. «Enfrentándose con un muchachón armado que estaba de guardia, le sacó el fusil y con voz seca y firme lo mandó arrestar. Yo veía la desesperación en la cara del muchacho y le pregunté [al Che] por qué lo arrestaba. Me contestó: “Viejo, aquí nadie puede dormir en la guardia, porque dormirse significa poner en peligro toda la guarnición.”»
Hasta ese momento, escribió Guevara Lynch, había pensado que su hijo todavía era «aquel muchacho que se despidió de nosotros en el año 1953 en Buenos Aires». Entonces comprendió su error y empezó a verlo bajo una nueva luz.
Otro día, Guevara Lynch le preguntó qué pensaba hacer con «su medicina». El Che contestó sonriendo que, ya que tenían el mismo nombre, podía colgar una chapa de médico «y comenzar a matar gente sin ningún peligro». El Che rió de su propio chiste, pero el padre insistió hasta recibir una respuesta seria: «De mi medicina puedo decirte que hace rato que la he abandonado. Ahora soy un combatiente que está trabajando en el apuntalamiento de un gobierno. ¿Qué va a ser de mí? Yo mismo no sé en qué tierra dejaré los huesos».
Desconcertado, Guevara Lynch no comprendió el significado de esa observación sino mucho después. «Me costaba reconocer en él al Ernesto de mi casa, al Ernesto cotidiano. Parecía flotar sobre su figura una tremenda responsabilidad… Ernesto, a su llegada a La Habana, ya conocía el fin de su destino. Tenía conciencia de su personalidad y se estaba transformando en un hombre cuya fe en el triunfo de sus ideales llegaba al misticismo».
Los viejos amigos y conocidos del Che se mostraban tan perplejos como su padre. Al principio estaban emocionados por sus hazañas en la guerra de guerrillas, pero el entusiasmo se convirtió en horror cuando llegaron las noticias sobre su papel en las ejecuciones sumarias. No comprendían cómo su amigo se había transformado en un ser implacable.
Tatiana Quiroga y Jimmy Roca, el primo de Chichina que había compartido un cuarto con el Che en Miami, se habían casado y vivían en Los Ángeles. A principios de enero le enviaron un telegrama para felicitarlo por la victoria de la revolución. «Mandé un telegrama a La Cabaña y me costó cinco dólares —dijo Tatiana—. Lo recuerdo porque para un estudiante era mucho dinero, pero gasté los cinco dólares para felicitarlo. Entonces vinieron las muertes en La Cabaña, y le digo que nunca me había sentido tan mal como por haber gastado cinco dólares en ese telegrama. Me quería morir».
El doctor David Mitrani, su antiguo colega en el Hospital General de México, sintió el mismo asco, y se lo dijo al visitar La Habana dieciocho meses después por invitación del Che. La respuesta de éste fue tan franca como decepcionante: «Mira, en este problema si no matas primero te matan a ti».