IV

En la década de 1950, Guatemala era una ciudad pequeña, conservadora y provinciana, un enclave urbano de blancos y mestizos privilegiados en un país preponderantemente rural e indígena de asombrosa belleza natural. Las cordilleras de volcanes selváticos, lagos y cafetales —y aldeas de campesinos indígenas— descienden hacia la costa tropical del Pacífico con sus plantaciones azucareras y sus granjas.

Pero la imagen de postal presentada por los sucesivos gobiernos a los extranjeros, de nativos con sus vestimentas multicolores trabajando felices en armoniosa comunión con su hábitat, era engañosa. A pesar del tiempo transcurrido, la conquista española parecía un hecho reciente; una minoría criolla blanca y mestiza había dominado durante siglos a la mayoría nativa que ganaba su subsistencia trabajando en las vastas haciendas de la oligarquía o las de la United Fruit Company.

Esta situación se prolongó como un hecho natural hasta el año 1944, cuando el movimiento estudiantil y magisterial derrocó la férrea dictadura autoritaria de Ubico, exigió la reforma democrática y llevó al poder al maestro y doctor en filosofía Juan José Arévalo. Arévalo no pudo iniciar todas las reformas que promovía, pero lo sucedió un coronel de tendencia izquierdista, Jacobo Arbenz, que las llevó adelante. La medida más sediciosa de Arbenz fue el decreto de reforma agraria, convertido en ley en 1952, que puso fin al sistema oligárquico de los latifundios y nacionalizó las propiedades de la United Fruit.

Ello le granjeó el odio eterno de la élite conservadora y de la poderosa United Fruit, que mantenía vínculos sumamente estrechos con el gobierno de Eisenhower. Entre sus contactos se hallaban los hermanos Dulles, secretario de Estado uno y director de la CIA el otro. Ambos habían estado asociados con la United Fruit a través de su trabajo con la firma legal Sullivan and Cromwell y su cliente, la J. Henry Schroeder Banking Corporation, asesora financiera de International Railways of Central America, IRCA. Esta empresa había sido la propietaria de casi todos los ferrocarriles guatemaltecos antes de venderlos a la United Fruit. John Foster Dulles manejó esa transacción. Su hermano Allen había sido miembro de la junta directiva del Banco Schroeder, utilizado por la CIA para blanquear los fondos que empleaba en sus operaciones clandestinas.

Las relaciones entre el gobierno de Eisenhower y la United Fruit eran manifiestamente íntimas. La familia de John Moors Cabot, secretario adjunto de Asuntos Interamericanos, poseía intereses en la United Fruit; la secretaria privada de Eisenhower estaba casada con el gerente de Relaciones Públicas de la empresa, y así sucesivamente. Con semejantes amigos, la United Fruit podía ejercer presión a voluntad. Para incrementarla tomó como consultor al tenaz Spruille Braden, el principal emisario de Truman en América Latina. En 1953, en un fogoso discurso en la Universidad de Dartmouth, Braden instó al gobierno de Eisenhower a intervenir militarmente contra los «comunistas» en Guatemala. A continuación, en una muestra de hasta dónde estaba dispuesta a llegar, la United Fruit organizó una rebelión armada en la capital provincial de Salama. Durante los juicios de algunos sediciosos salió a la luz la participación de la United Fruit en la rebelión, pero no de la CIA. La agencia de espionaje y la empresa ya discutían nuevos planes para derrocar al gobierno guatemalteco.

A fines de 1953 los frentes de batalla entre Guatemala y Washington estaban claramente trazados. Los vecinos centroamericanos, en especial los dictadores como Somoza, clamaban a voz en cuello que temían las consecuencias para sus países. Entretanto, centenares de izquierdistas latinoamericanos acudían a Guatemala, algunos como exiliados políticos, otros para conocer, como Ernesto, la experiencia «socialista». Su presencia constituía un elemento combustible en el clima recalentado del país a medida que la guerra de declaraciones entre los gobiernos de Arbenz y Eisenhower se intensificaba diariamente.

Aunque lo disimulaba con su actitud exterior de no intervenir en la vida local, cuando llegó a Guatemala Ernesto aparentemente había sufrido una conversión política interior, o al menos trataba de convencerse a sí mismo de ello. Si bien tardaría algún tiempo en poner en práctica sus nuevas convicciones, éstas explican en parte la atracción que Guatemala ejerció sobre él. Uno de los indicios de ello se encuentra en un pasaje enigmático que había escrito en Buenos Aires mientras redactaba sus Notas de viaje. Lo llamó «Acotación al margen», título apropiado porque no tiene nada que ver con el relato de sus viajes.

Sin decir dónde se produjo la «revelación», Ernesto se situó en «un pueblo serrano», donde «las estrellas veteaban de luz el cielo». Sumido en las tinieblas, lo acompañaba otro hombre, de quien sólo eran visibles los cuatro dientes incisivos. «Todavía no sé si fue el ambiente o la personalidad del individuo el que me preparó para recibir la revelación, pero sé que los argumentos empleados los había oído muchas veces esgrimidos por personas diferentes y nunca me habían impresionado. En realidad, era un tipo interesante nuestro interlocutor; desde joven huido de un país de Europa para escapar al cuchillo dogmatizante, conocía el sabor del miedo (una de las pocas experiencias que hacen valorar la vida), después, rodando de país en país y compilando miles de aventuras había dado con sus huesos en esa apartada región y allí esperaba pacientemente el momento del gran acontecimiento.

»Luego de las frases triviales y los lugares comunes con que cada uno planteó su posición, cuando ya languidecía la discusión y estábamos por separarnos, dejó caer, con la misma risa de chico pícaro que siempre lo acompañaba, acentuando la disparidad de sus cuatro incisivos delanteros: “El porvenir es del pueblo y poco a poco o de golpe va a conquistar el poder aquí y en toda la tierra. Lo malo es que él tiene que civilizarse y eso no se puede hacer antes sino después de tomarlo. Se civilizará sólo aprendiendo a costa de sus propios errores, que serán muy graves, que costarán muchas vidas inocentes. O tal vez no, tal vez no sean inocentes porque cometerán el enorme pecado contra natura que significa carecer de capacidad de adaptación. Todos ellos, todos los inadaptados, usted y yo, por ejemplo, morirán maldiciendo el poder que contribuyeron a crear con sacrificio, a veces enorme. Es que la revolución, con su forma impersonal, les tomará la vida y hasta utilizará la memoria que de ellos quede como ejemplo de instrumento domesticatorio de las juventudes que surjan. Mi pecado es mayor, porque yo, más sutil o con mayor experiencia, llámelo como quiera, moriré sabiendo que mi sacrificio obedece sólo a una obstinación que simboliza la civilización podrida que se derrumba…”».

Este interlocutor misterioso (por deducción, un marxista fugado de los pogromos de Stalin) cuyo pecado consciente era la «incapacidad de adaptarse» al poder ejercido por las masas incultas, se volvió hacia Ernesto con un vaticinio: «… usted morirá con el puño cerrado y la mandíbula tensa, en perfecta demostración de odio y combate, porque no es un símbolo (algo inanimado que se toma de ejemplo), usted es un auténtico integrante de la sociedad que se derrumba: el espíritu de la colmena habla por su boca y se mueve en sus actos; es tan útil como yo, pero desconoce la utilidad del aporte que hace a la sociedad que lo sacrifica».

Y entonces, debidamente advertido sobre las consecuencias del camino revolucionario, Ernesto tuvo su «revelación». «Vi sus dientes y la mueca picaresca con que se adelantaba a la historia, sentí el apretón de sus manos y, como murmullo lejano, el protocolar saludo de despedida… pero pese a sus palabras ahora sabía… sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo, y sé porque lo veo impreso en la noche que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos. Y veo, como si un cansancio enorme derribara mi reciente exaltación, cómo caigo inmolado a la auténtica revolución estandarizadora de voluntades, pronunciando el mea culpa ejemplarizante. Ya siento mis narices dilatadas, saboreando el acre olor de pólvora y de sangre, de muerte enemiga; ya crispo mi cuerpo, listo a la pelea y preparo mi ser como a un sagrado recinto para que en él resuene con vibraciones nuevas y nuevas esperanzas el aullido bestial del proletariado triunfante».

Este pasaje revela los impulsos extraordinariamente apasionados —y melodramáticos— que se agitaban en el seno de Ernesto Guevara a la edad de veinticinco años. Ineludiblemente, la poderosa y violenta «Acotación al margen»[*] se presenta como una misteriosa precognición de la futura muerte de Ernesto Guevara y la explotación póstuma de su legado por tantos presuntos «revolucionarios». Sea lo que sea, ha de considerarse un testimonio personal decisivo, porque los sentimientos que expresaba no tardarían en salir de la penumbra de sus pensamientos más recónditos para manifestarse en sus acciones.

Che Guevara
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