I

Como un náufrago que por fin ve una esperanza de rescate en el horizonte, Ernesto volcó todas sus nuevas energías en la empresa revolucionaria cubana. Para bajar de peso dejó de comer su habitual bistec en el desayuno y adoptó una dieta de carne, ensalada y fruta para la cena. Por las tardes iba derecho al gimnasio.

«Al principio volvía a casa tieso y dolorido, y era mi tarea darle masajes con un linimento especial para atletas —dice Hilda—. Decía que más adelante irían a un campamento para adiestrarse en la supervivencia. Sólo después de ese entrenamiento estarían preparados para los botes. Mientras tanto, Fidel se ocupaba de estos últimos».

Pero el entrenamiento físico no le bastaba a Ernesto; en previsión del triunfo revolucionario, aspiraba a tener conocimientos sólidos de teoría política y económica. En su estudio intenso de economía, leyó a Adam Smith, Keynes y otros economistas, releyó a Mao y los textos soviéticos del Instituto Cultural Ruso-Mexicano y asistía como oyente a reuniones del Partido Comunista mexicano. Al anochecer casi siempre concurría a las casas clandestinas de los cubanos para discutir la situación de la isla y de otros países latinoamericanos.

Consolidaba sus conocimientos del marxismo. Resumió sus viejos cuadernos filosóficos en un solo tomo. El último cuaderno filosófico, de algo más de trescientas páginas dactilografiadas, refleja la concentración de sus intereses y el estudio profundo de Marx, Engels y Lenin. La última anotación del índice, sobre el concepto del «yo», está atribuida a Freud, una cita de «Historias clínicas» de Dschelaladin Rumi que dice: «Allí donde despierta el amor, muere el Yo, el déspota tenebroso».

En el inicio de una doble vida, evitaba los contactos con personas que no fueran de su entera confianza. Advertía insistentemente a Hilda que fuera cauta con sus amistades a fin de no revelar su participación en el movimiento rebelde de Fidel. Finalmente le pidió que dejara de ver a sus conocidos apristas peruanos, de quienes desconfiaba más que de nadie. Veía a muy pocas personas aparte de los cubanos.

Ernesto dedicaba su tiempo libre a la niña. Estaba encantado con ella. El 25 de febrero escribió a su madre para anunciar el nacimiento. «Abuelita: Los dos somos un poquito más viejos, o si te considerás fruta, un poquito más maduros. La cría es bastante fea, pero no es más que mirarla para darse cuenta de que no es diferente de todas las criaturas de su edad, llora cuando tiene hambre, se mea con frecuencia… le molesta la luz y duerme casi todo el tiempo; sin embargo, hay algo que la diferencia inmediatamente de cualquier otro crío: su papá se llama Ernesto Guevara».

Mientras tanto, con su otra identidad —«el Che», el aprendiz de guerrillero— se convertía en un excelente tirador. Su instructor de tiro era Miguel el Coreano Sánchez, un veterano de la guerra de Corea entrenado por el ejército norteamericano al que Bayo había traído de Miami. El 17 de marzo, Sánchez escribió el siguiente informe sobre su desempeño en el polígono: «Ernesto Guevara asistió a 20 clases regulares de tiro, un excelente tirador con aproximadamente 650 proyectiles [disparados]. Disciplina excelente, capacidades de liderazgo excelentes, resistencia física excelente. Algunas flexiones disciplinarias por pequeños errores en la interpretación de órdenes y leves sonrisas».

El Che ya se destacaba. Su vigorosa personalidad, su amistad con Fidel y Raúl, su veloz ascenso dentro del grupo sin duda agravaron el encono que sentían algunos reclutas cubanos por el «extranjero» en sus filas. La mayoría lo llamaba impersonalmente «el argentino»; sólo sus íntimos lo llamaban «Che».

Años después, Fidel recordó un «pequeño incidente desagradable» que se produjo cuando designó al Che —«por su seriedad, su inteligencia y su carácter»— dirigente de una de las casas clandestinas en Ciudad de México. «Eran unos veinte o treinta cubanos en total —dijo Fidel—, y algunos… cuestionaron la conducción del Che porque era argentino, porque no era cubano. Por supuesto que criticamos esa actitud… esa ingratitud hacia alguien que, aunque no había nacido en nuestra tierra, estaba dispuesto a derramar su sangre por ella. Y recuerdo que el incidente me agravió muchísimo. Creo que él también se sintió agraviado».

En realidad, Guevara no era el único extranjero del grupo. Otro era Guillén Zelaya, un joven mexicano a quien Helena Leiva de Holst había presentado meses antes en una reunión de exiliados hondureños. A los diecinueve años, Zelaya abandonó su hogar para unirse a Fidel, y lo aceptaron. Con el tiempo llegarían otros —un exiliado dominicano, un marino mercante italiano—, hasta que Fidel cerró la puerta porque no quería un «mosaico de nacionalidades». Entre todos los extranjeros, sólo el Che tenía el privilegio de acceder a Fidel y Raúl Castro.

La presencia de la revolución en la vida de Ernesto se manifestaba más que nunca en las cartas a la familia, incluso en los pasajes humorísticos. En carta del 13 de abril a Celia, los pasajes dedicados a su hijita constituyen un nuevo aspecto del orgullo paterno. «Mi alma comunista se expande pletóricamente: ha salido igualita a Mao Tse-tung. Aun ahora ya se nota la incipiente pelada del medio de la bocha, los ojos bondadosos del jefe y su protuberante papada; por ahora pesa menos que el líder, pues apenas pasa los cinco kilos, pero con el tiempo lo igualará».

Al mismo tiempo, su fastidio con Hilda, reprimido durante el embarazo, se hizo más evidente. Al volver sobre el tema de la Argentina, siempre presente en su correspondencia, acosó a su madre sobre la capitulación del nuevo régimen ante los intereses empresarios norteamericanos y aprovechó para criticar a Hilda.

«Me consuela pensar que la ayuda de nuestros grandes vecinos no deba quedar confinada por estos pagos y también mi tierra pueda disfrutar de ella, según parece, también han prestado su ayuda al APRA, y pronto la gente estará en el Perú e Hilda podrá ir allá con toda tranquilidad. Lástima grande que su casamiento intempestivo con desaforado esclavo de la peste roja le privará el gozar de una bien remunerada dieta de diputado en el próximo parlamento…»

Ernesto dijo a Hilda que la causa revolucionaria exigiría sacrificios a los dos, y el primero sería su separación prolongada. Aunque expresaba «dolor y orgullo» ante la perspectiva de que se fuera a la guerra, lo más probable es que Hilda se sintiera profundamente desdichada por el giro de los acontecimientos. Pero difícilmente podía detenerlo al haber asumido ella misma cierto compromiso con la revolución; si lo hubiese intentado, él la hubiera acusado de ser una pequeña burguesa sin remedio, atada a la filosofía política centrista del aprismo.

Entretanto, Fidel buscaba un lugar fuera de la capital donde sus hombres pudieran continuar su entrenamiento en la mayor clandestinidad. Empezaba a recibir dinero de sus simpatizantes en Cuba y Estados Unidos. Tenía algunas armas y seguía comprando por intermedio de Antonio del Conde, un traficante mexicano a quien apodó «el Cuate». Le encargó que comprara armas en Estados Unidos y que buscara un bote para transportar a su «ejército» a Cuba cuando llegara el momento.

Evidentemente, Fidel quería que la invasión coincidiera con el tercer aniversario del Moncada, el 26 de julio. No sólo se había comprometido públicamente a iniciar la revolución en 1956, sino que los últimos sucesos demostraban que debía actuar con rapidez si quería conservar el as de triunfo revolucionario. La competencia empezaba a crecer en varios sectores.

Uno de sus rivales en potencia era el expresidente Carlos Prío Socarrás. Después de saborear las aguas insurreccionales al dar ayuda al flamante Directorio Revolucionario, un combativo grupo estudiantil clandestino, en un intento frustrado de asesinar a Batista, Prío había vuelto a Cuba aprovechando la misma amnistía que liberó a Fidel. Tras renunciar públicamente al uso de la violencia, buscaba ampliar su base de apoyo al proclamar que se opondría a Batista por medios legales y democráticos.

En el otoño de 1955 reinaba el malestar en Cuba; la policía reprimía brutalmente cualquier indicio de agitación social, y el Directorio replicaba con ataques armados a la fuerza de seguridad. A finales de año un amplio espectro de grupos opositores, entre ellos el Movimiento 26 de Julio, apoyó una huelga de obreros azucareros y se produjeron disturbios en las calles. El clima de rebelión se extendía cada vez más, pero los círculos opositores carecían de unidad y organización, y por el momento la relación de fuerzas favorecía a Batista.

Cuando la balanza de fuerzas se equilibrara, Fidel quería estar en primera fila. En marzo de 1956 renunció públicamente al Partido Ortodoxo, cuya dirección, dijo, no apoyaba la «voluntad revolucionaria» de las bases. Esta maniobra astuta le dejó las manos libres para avanzar en sus planes revolucionarios sin fingir lealtad a un partido que esperaba absorber. Así obligaría a los diversos grupos antibatistianos a tomar partido y podría ver con mayor claridad quiénes eran sus amigos y enemigos.

Pero siempre estaba alerta a la posibilidad de una traición. En México, sus hombres estaban organizados en células. Separados en grupos, sólo se encontraban durante los entrenamientos y se les prohibía hacer preguntas sobre sus respectivas vidas. Sólo Fidel y Bayo conocían las direcciones de todas las casas clandestinas. Fidel elaboró una lista de castigos para los infractores. El Movimiento se regía por las normas de la guerra, y la traición se castigaba con la muerte.

Tenía buenos motivos para reforzar la seguridad porque sabía que si Batista quería matarlo, tenía los medios para hacerlo, incluso en México. Poco tardó en confirmar que, efectivamente, era un blanco de los asesinos. A principios de 1956, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) de Batista denunció la conspiración de Castro y detuvo a varios de sus militantes en Cuba. Poco después, el jefe de investigaciones del SIM llegó a México, y Fidel se enteró de que existía un plan auspiciado por éste para asesinarlo. Cuando Fidel hizo saber que estaba enterado del plan, Batista lo abortó, pero los agentes cubanos y los mexicanos a sueldo del gobierno cubano seguían sus pasos y enviaban informes a La Habana.

El clima político cubano se recalentaba. En abril la policía descubrió una conspiración de oficiales del ejército para derrocar a Batista. Una célula del Directorio intentó asaltar una radio de La Habana, y uno de sus miembros resultó muerto a tiros. Días después, emulando el asalto castrista al Moncada, un grupo combativo de los auténticos de Prío asaltó un cuartel militar provincial para obligar a su líder a abandonar la política de oposición pacífica. El intento terminó en una masacre. El régimen se lanzó a la represión del partido, y Prío volvió al exilio en Miami.

En México, Fidel contaba con unos cuarenta cubanos. Ernesto siempre se destacaba en los ejercicios de entrenamiento, y un día Fidel lo mencionó como ejemplo para reprochar a los que flaqueaban. En mayo se pidió a los reclutas que evaluaran el desempeño de sus camaradas; declararon por unanimidad que Ernesto estaba capacitado para una «posición de dirección o jefatura de estado mayor». Para él significó cruzar un umbral importante: había ganado el respeto que tanto ansiaba de sus nuevos camaradas.

Che Guevara
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