V
En aquel viaje, Ernesto inició dos actividades que se convertirían en ritos durante el resto de su vida: viajar y escribir un diario personal. Fue su primer viaje a solas y por primera vez en su vida sintió deseos de llevar una crónica de su vida cotidiana.[4] Tenía veintidós años.
La segunda noche llegó a Rosario, su ciudad natal, y a la siguiente, «cuarenta y una horas y diecisiete minutos» después de la partida, llegó a la casa de la familia Granado en Córdoba. Por el camino vivió algunas aventuras. La primera fue que al dejarse arrastrar por un automóvil a sesenta kilómetros por hora, se reventó su neumático trasero y fue a parar a la cuneta, donde despertó a un linyera, un vagabundo que dormía ahí. Se pusieron a conversar y el cordial vagabundo preparó un mate «con azúcar como para endulzar a una solterona». (Ernesto prefería el mate amargo.)
Ernesto pasó varios días en Córdoba, donde visitó a sus amigos, y después se fue con Tomás y Gregorio, los hermanos de Alberto, a acampar junto a una catarata al norte de la ciudad, donde vivieron otras aventuras juveniles: escalaban las rocas, se arrojaban desde grandes alturas a las lagunas y casi se los llevó un torrente.
Gregorio y Tomás volvieron a Córdoba, y Ernesto fue a encontrarse con Alberto en el leprosario José J. Puente, en las afueras de San Francisco del Chañar. Puesto que Alberto investigaba la sensibilidad inmunológica de los leprosos y Ernesto investigaba las alergias en la Clínica Pisani, sus intereses comunes se extendían más allá del rugby y los libros. Para Granado, el mundo de la investigación médica «era una especie de hilo conductor para los dos, en lo que en esa época parecía que sería nuestro futuro».
Vivamente interesado en el trabajo de su amigo, Ernesto lo acompañaba en las rondas de visita a los pacientes. Pero no tardaron en pelearse. El motivo fue el tratamiento de una paciente de lepra, una hermosa joven llamada Yolanda que hasta el momento sólo exhibía en la espalda las grandes manchas de piel muerta que constituían los temidos síntomas de la enfermedad. Cada vez que llegaba un médico nuevo, la joven, inconsciente de la gravedad de su caso, trataba de convencerlo de la injusticia que se cometía con ella al internarla. «Ernesto no fue la excepción a la regla, y visiblemente impresionado por la belleza de la chica y la patética exposición de su caso, vino a verme. Enseguida nos pusimos a discutir».
Ernesto argumentó que se debía ser más cuidadoso al tomar la decisión de internar y aislar a un enfermo. Alberto trató de explicarle que el estado de la muchacha era desesperante y sumamente contagioso. Para demostrarlo, clavó una larga aguja hipodérmica en la piel necrosada de la desprevenida muchacha. Ella no lo sintió. «Lancé una mirada triunfal a Ernesto, pero al ver la suya se me congeló la sonrisa. El futuro Che me ordenó bruscamente: “¡Decile que se vaya, Mial!” Y cuando la paciente hubo salido [de la habitación], vi la rabia contenida reflejada en la cara de mi amigo… Hasta ese momento nunca lo había visto así y tuve que aguantar una tormenta de reproches. “Petiso —me dijo—, nunca pensé que hubieses perdido la sensibilidad hasta este punto. ¡Engañar a la chica sólo para demostrar tus conocimientos!”» Finalmente, después de mayores explicaciones de Granado, se reconciliaron y el incidente quedó atrás, aunque nunca lo olvidarían.
Después de varios días en el leprosario, Ernesto estaba impaciente por seguir su camino. Había decidido extender su viaje «con la intención pretenciosa» de llegar a las provincias más remotas y menos transitadas del noroeste argentino. Convenció a Alberto, que tenía una motocicleta, que lo acompañara durante el primer tramo del viaje.
Al partir, la moto de «Petiso» remolcaba la bicicleta de «Pelao», atada a ella con una soga. Pero ésta se cortaba, y al cabo de un cierto trecho convinieron en que Ernesto debía continuar solo. Alberto volvió a San Francisco del Chañar, y Ernesto escribió: «Nos dimos un abrazo no muy efusivo, como dos machitos, y yo lo vi alejarse como un caballero en su moto, agitando la mano para despedirse».
Ernesto cruzó la «tierra teñida de plata» de las Salinas Grandes, el Sahara argentino, hasta llegar sin problemas al pueblo de Loreto. La policía local le dio alojamiento, y al enterarse de que era estudiante de medicina, lo exhortaron a quedarse y ser el único médico del pueblo. Nada podía estar más lejos de sus intenciones, y a la mañana siguiente reanudó su camino.
En Santiago del Estero, la capital provincial, lo entrevistó el corresponsal de un diario tucumano. «Allí se me hizo el primer reportaje de mi vida», escribió con júbilo, y luego enfiló en dirección a Tucumán, la siguiente ciudad en dirección al norte. En el camino, mientras reparaba el enésimo pinchazo de un neumático, conoció a otro linyera itinerante y se pusieron a conversar.
«Este hombre venía de la cosecha de algodón en el Chaco y pensaba, luego de vagar un poco, dirigirse a San Juan, a la vendimia. Enterado de mi plan de recorrer unas cuantas provincias y luego de saber que mi hazaña era puramente deportiva, se agarró la cabeza con aire desesperado: “Mamá mía, ¿toda esa fuerza se gasta inútilmente usted?”»
Ernesto no podía darle al vagabundo una explicación satisfactoria de lo que esperaba ganar con sus viajes, aparte de repetir que quería «conocer» más su propio país. Pero aquella observación lo llevó a reflexionar. En su diario, que hasta entonces era una crónica de hechos y descripciones superficiales salpicada de algunas anécdotas, empezó a indagar más profundamente en sí mismo y en sus sentimientos.
Se detuvo en una zona poblada de árboles al norte de Tucumán, camino de Salta, bajó del velomotor para penetrar en el bosque y experimentó una especie de éxtasis al verse rodeado por el mundo natural. Posteriormente escribió: «Me doy cuenta entonces de que ha madurado en mí algo que hacía tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: y es el odio a la civilización; la burda imagen de gentes moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo se me ocurre como la antítesis odiosa de la paz…»
Ese mismo día se cruzó con un motociclista que conducía una flamante Harley Davidson y le ofreció remolcarlo. Recordando sus desventuras recientes rechazó la oferta, pero antes de separarse tomaron un café. Horas después, al llegar al pueblo siguiente, vio que descargaban la Harley Davidson de un camión y le dijeron que el conductor había muerto. Aquel accidente y el hecho de haber escapado a esa suerte dieron lugar a un nuevo período de introspección.
«… La oscura muerte de este motociclista no alcanza a tocar los resortes de las fibras sensibleras de las multitudes, pero el saber que un hombre va buscando el peligro sin tener siquiera ese vago aspecto heroico que entraña la hazaña pública y a la vuelta de una curva muere sin testigos, hace aparecer a este aventurero desconocido como provisto de un vago “fervor” suicida».
En Salta, Ernesto se presentó en el hospital, dijo que era estudiante de medicina y pidió un lugar donde dormir. Le asignaron el asiento de un camión y la cama le pareció «digna de un rey» hasta la madrugada, cuando lo despertó el conductor. Después de un aguacero, se dirigió a través de un bello paisaje verde de follaje empapado hacia Jujuy, la capital de la provincia norteña de la Argentina.
En Jujuy, «deseoso de conocer el valor de la hospitalidad de esta provincia», buscó el hospital local y nuevamente exhibió sus «credenciales» de médico para conseguir una cama. La obtuvo, pero tuvo que pagarla despiojando la cabeza de un indiecito que no paraba de quejarse.
No podía continuar hacia el norte. Había querido seguir hasta la frontera escarpada con Bolivia, pero, como le escribió a su padre, «varios ríos crecidos y un volcán en erupción están jodiendo los viajes [por la zona]». Además, en pocas semanas empezaría su cuarto año de medicina.
De vuelta en Salta, fue al hospital, donde el personal le preguntó qué había «visto» durante su viaje. La pregunta suscitó una serie de reflexiones. «Una pregunta que queda sin contestación…, porque la verdad es que, qué veo yo; por lo menos no me nutro con las mismas formas que los turistas y me extraña ver en los mapas de propaganda de Jujuy, por ejemplo: el Altar de la Patria, la catedral donde se bendijo la enseña patria, la joya del púlpito y la milagrosa virgencita de Río Blanco y Pompeya… No, no se conoce así un pueblo, una forma y una interpretación de la vida, aquello es la lujosa cubierta, pero su alma está reflejada en los enfermos de los hospitales, los asilados en la comisaría o el peatón ansioso con quien se intima, mientras el Río Grande muestra su crecido cauce turbulento por debajo…»
Por primera vez en su vida adulta, Ernesto había presenciado la amarga dualidad de su país al cruzar el límite de su cultura trasplantada de Europa, que a la vez era la suya, para penetrar en su desconocido y atrasado interior indígena. Para Ernesto, la iconografía de la moderna nacionalidad argentina era un barniz superficial, «la lujosa cubierta» sobre el «alma» verdadera del país; y aquella alma estaba podrida y enferma.
Las injusticias que padecían los individuos marginales con quienes había hecho amistad —leprosos, vagabundos, presos, pacientes de hospitaleran el testimonio de la «turbulencia» sumergida en las aguas que yacían «en el fondo» del «Río Bravo». La enigmática referencia al Río Bravo es significativa: no es uno de los cursos de agua que cruzó durante su viaje sino, desde antaño, la línea divisoria simbólica entre el Norte rico y el Sur pobre, la frontera entre Estados Unidos y México. Éste es el primer atisbo de una idea que llegaría a obsesionarlo: que Estados Unidos, expresión de la explotación neocolonialista, era en última instancia el culpable de que se perpetuara la situación deplorable que veía a su alrededor.
Aquí y allá en el vasto territorio deshabitado del norte argentino existían unas pocas ciudades antiguas, dominadas por un puñado de familias de la oligarquía terrateniente detentadoras de riquezas y privilegios inmensos. Estas familias y las estructuras coloniales erigidas por sus antepasados habían coexistido durante siglos con una mayoría indígena anónima y marginada sobre la cual ejercían su dominio. Era el reino de los déspotas como el senador salteño Robustiano Patrón Costas, dueño de un ingenio azucarero, sucesor designado a dedo por el presidente Castillo, a quien el golpe militar de 1943 respaldado por Perón impidió llegar al poder.
Años después, al justificar ese golpe, Perón acusó a Patrón Costas de ser un «explotador» que administraba su ingenio azucarero como un «feudo», representante de un sistema «inconcebible» que se debía eliminar a fin de que la Argentina ocupara su lugar en la era moderna. El autor de una biografía de Perón describe así a Patrón Costas: «Sus ingenios florecían con algo semejante al trabajo esclavo que tenían suerte si no sucumbían a la lepra, la malaria, el tracoma, la tuberculosis y la sarna, que eran endémicas en primitivos dominios del senador».
Desde esas zonas, los indígenas argentinos, llamados comúnmente «coyas», y los mestizos «cabecitas negras» emigraban en gran número a las ciudades en busca de trabajo y se establecían en «villas miseria» como la del baldío frente a la casa de Ernesto en Córdoba. De allí provenían las criadas como la Negra Cabrera y Sabina Portugal, y la mano de obra barata para las nuevas industrias y obras públicas. Pertenecían a la despreciada clase social a la que apeló Perón cuando exhortó al país a incorporar a los descamisados, cuya presencia grosera y griteríos molestos tanto fastidiaban a las élites blancas al penetrar en su idílica metrópoli. Por primera vez, Ernesto dejó de verlos como sirvientes o símbolos; había viajado entre ellos.
Ernesto regresó a Buenos Aires antes del inicio del año académico. En seis semanas había atravesado doce provincias y recorrido más de cuatro mil kilómetros. Llevó su pequeño motor a la empresa Amerimex, que se lo había vendido, para una revisión. Gratamente sorprendido al enterarse de que había recorrido semejante distancia con aquel pequeño motor, el gerente le propuso hacer un aviso publicitario a cambio de repararlo gratis.
Ernesto aceptó, escribió una carta en la que describió su reciente odisea y elogió el motor Cucchiolo: «Ha funcionado a la perfección durante mi largo viaje y sólo observé que hacia el final perdía compresión, razón por la cual la envío a usted para su reparación».