III
Provistos de armas nuevas, los rebeldes estaban preparados para atacar. Las tropas «nuevas» ya no eran tal cosa —tras dos meses de marchas y de merodear por la Sierra Maestra habían adquirido fuerza y resistencia—, pero no conocían el combate, y había llegado el momento del bautismo de fuego.
Se encontraban en Pino de Agua, una zona maderera de numerosos aserraderos surcada por caminos que el ejército patrullaba con frecuencia. El Che quería tender una emboscada a un par de camiones de transporte de tropas, pero Fidel dijo que tenía un plan mejor: asaltarían el cuartel militar de El Uvero, que estaba sobre la costa. Se encontraba al este, en una zona donde no habían operado hasta entonces. Con sesenta soldados, era el blanco más importante que habían acometido hasta la fecha y una victoria tendría un enorme impacto moral y político.
Fidel contó con la ayuda de Enrique López, un amigo de la infancia que administraba el aserradero de los hermanos Babún, cubanos de origen libanés, cuya empresa estaba cerca de El Uvero. Los Babún —dueños de fábricas de cemento, astilleros y tierras, con grandes intereses madereros en la provincia de Oriente— ya habían colaborado secretamente con los rebeldes al transportar armas en uno de sus barcos desde Santiago y permitir que la entrega se efectuara en sus tierras. Enrique López había comprado alimentos y otras provisiones para los rebeldes con la excusa de adquirirlas para sus propios empleados.
Mientras se preparaban para ponerse en marcha, Fidel hizo algunas modificaciones en la tropa. Asignó un pelotón de cuatro jóvenes para ayudar al Che a transportar y manejar la ametralladora Madsen. Eran los hermanos Manolo y Papo Beatón, otro joven llamado Oñate —a quien bautizaron Cantinflas, como el actor cómico mexicano— y un muchachito de quince años llamado Joel Iglesias. Como el Vaquerito, Joel se convertiría en uno de los fieles seguidores del Che.[34]
En la víspera de la batalla, Fidel decidió «limpiar un poco el ambiente»: quien quisiera abandonar, tenía la última oportunidad de hacerlo. Un buen número de hombres levantó la mano. «Algunos, luego que Fidel los tratara duro, quisieron echar marcha atrás pero no se les permitió —escribió el Che—. En total se fueron 9, dejando el total de hombres en 127; casi todos armados ahora».
Los rebeldes partieron hacia el interior de la sierra. Acampados en las montañas escucharon un informe alarmante por la radio: una fuerza armada rebelde había desembarcado en Mayarí, sobre la costa norte de Oriente, y se había topado con una patrulla militar; se decía que cinco de los veintisiete hombres habían caído presos. Los fidelistas no sabían que era el Corinthia, un buque que había zarpado de Miami cinco días antes al mando de Calixto Sánchez, hombre del Partido Auténtico y veterano del ejército de Estados Unidos. La expedición, integrada por auténticos y hombres del Directorio, estaba armada y financiada por el expresidente Carlos Prío, eterno conspirador, quien evidentemente deseaba contar con una fuerza propia que compitiera con el Ejército Rebelde de Fidel. (Los informes iniciales resultaron erróneos: veintitrés de los hombres del Corinthia, incluido el propio Sánchez, fueron capturados por el ejército y ejecutados días después. Unos meses más tarde, uno de los tres supervivientes llegó a la sierra y se unió a las fuerzas de Fidel.)
Mientras tanto, Enrique López, el administrador del aserradero próximo a El Uvero, les hizo saber que tres guardias vestidos de paisano andaban husmeando cerca de sus instalaciones, y Fidel envió a varios hombres a detenerlos. Volvieron con dos espías, ya que uno había huido antes de que llegaran. El Che anotó en su diario que ambos, un negro y un blanco —que «lloraba a lágrima viva»—, confesaron ser espías del mayor Joaquín Casillas, y agregó: «No daban lástima pero sí repugnancia en su cobardía».
Por el momento los retuvieron como prisioneros, pero a la mañana siguiente Fidel reunió a sus oficiales y les ordenó que prepararan a sus hombres y armas porque entrarían en combate en cuarenta y ocho horas. La última tarea fue el fusilamiento de los dos espías. «Se cavó la fosa para los dos guardias chivatos y se dio la orden de marcha. La retaguardia los ajustició», escribió el Che.
Marcharon toda la noche hasta El Uvero. Cerca del aserradero se encontraron con Gilberto Cardero, un empleado de la Compañía Babún que simpatizaba con ellos. Cardero se había adelantado para advertir al administrador que debía evacuar a su esposa e hijos, pero la familia se negó para evitar sospechas. Fidel dijo que se tomarían precauciones para no herir a los civiles, pero que el ataque se produciría al amanecer.
Al alba del 28 de mayo los rebeldes se encontraron con la «desagradable realidad» de que desde sus posiciones no se veía claramente el cuartel. El Che sí tenía una buena vista, pero se hallaba a quinientos metros del blanco. Sin embargo, ya era tarde para realizar cambios, y comenzó el ataque.
«Apenas se dio la orden de fuego por medio del disparo de Fidel empezaron a tabletear las ametralladoras. El cuartel respondió al fuego y con bastante efectividad, como luego supe. La gente de Almeida avanzaba a pecho descubierto impulsados por su ejemplo temerario. Veía avanzar a Camilo con su gorra adornada con el brazalete del 26 de Julio. Yo avanzaba por la izquierda con los dos ayudantes llevando peines y Beatón con la ametralladora de mano».
Varios hombres se unieron al grupo del Che. Estaban a sesenta metros de la posición enemiga y los resguardaban los árboles. Cuando llegaron a campo abierto se arrojaron a tierra para arrastrarse, pero Mario Leal, que avanzaba junto al Che, resultó herido. Después de hacerle la respiración boca a boca y cubrir la herida con lo único que encontró, un trozo de papel, lo dejó al cuidado del joven Joel y cogió nuevamente la Madsen para disparar hacia el cuartel. Momentos después, Juan Acuña cayó herido en la pierna y el brazo. Pero cuando los rebeldes cobraban ánimo para un asalto frontal, los soldados se rindieron.
Los fidelistas obtuvieron la victoria que buscaban, pero a un precio muy alto. Habían perdido a seis hombres, entre ellos uno de los primeros guías guajiros, Eligio Mendoza. Se había lanzado temerariamente al asalto, diciendo que tenía un «santo» protector, pero cayó a los pocos minutos. Mario Leal, herido en la cabeza, y Silleros, con una herida en el pulmón, estaban en estado crítico. Hubo otros siete heridos, entre ellos Juan Almeida, que recibió disparos en la pierna y el hombro derechos. Entre las tropas del enemigo hubo catorce muertos, diecinueve heridos y catorce prisioneros; sólo seis pudieron escapar. Es notable que, a pesar del intenso tiroteo, ninguno de los civiles, incluida la familia del administrador, sufrió heridas.
Antes de la retirada, había que atender a los heridos, tanto soldados como rebeldes, y el Che sintió que la tarea lo superaba. «Mis conocimientos de medicina nunca fueron demasiado grandes; la cantidad de heridos que estaban llegando era enorme y mi vocación en ese momento no era la de dedicarme a la sanidad». Pidió ayuda al médico del cuartel, pero a pesar de su avanzada edad éste dijo que tenía poca experiencia. «Desde aquel momento tuve que cambiar una vez más fusil por mi uniforme de médico que, en realidad, era un lavado de manos». Atendió a todos los hombres que pudo.
«El reencuentro con la profesión médica tuvo para mí algunos momentos muy emocionantes —relata en la crónica publicada—. El primer herido que atendí, dado su gravedad, fue el compañero Silleros… Su estado era gravísimo y apenas si me fue posible darle algún calmante y ceñirle apretadamente el tórax para que respirara mejor. Tratamos de salvarlo en la única forma posible en esos momentos; llevándonos los catorce soldados prisioneros con nosotros y dejando a dos heridos: Leal y Silleros, en poder del enemigo y con la garantía del honor del médico del puesto. Cuando se lo comuniqué a Cilleros, diciéndole las palabras reconfortantes de rigor, me saludó con una sonrisa triste que podía decir más que todas las palabras en ese momento y que expresaba su convicción de que todo había acabado.
»Lo sabíamos también y estuve tentado en aquel momento de depositar en su frente un beso de despedida pero, en mí más que en nadie, significaba la sentencia de muerte para el compañero y el deber me indicaba que no debía amargar más sus últimos momentos con la confirmación de algo de lo que él ya tenía casi absoluta certeza. Me despedí, lo más cariñosamente que pude y con enorme dolor, de los dos combatientes que quedaban en manos del enemigo. Ellos clamaban que preferían morir en nuestras tropas, pero teníamos nosotros también el deber de luchar hasta el último momento por sus vidas. Allí quedaron, hermanados con los 19 heridos del ejército batistiano a quienes también se había atendido con todo el rigor científico de que éramos capaces». (Lo cierto es que el ejército cubano brindó a los dos rebeldes heridos un trato digno, pero Silleros murió antes de llegar al hospital. Mario Leal sobrevivió milagrosamente a su herida en la cabeza y pasó el resto de la guerra en la cárcel de la isla de Pinos.)
Los rebeldes se retiraron de El Uvero en camiones de la compañía Babún, llevándose a sus muertos, sus heridos leves y todo el botín que pudieron recoger en el cuartel. El Che se hizo con todos los suministros médicos que pudo encontrar y fue el último en partir. Esa tarde asistió a los heridos y estuvo presente en el funeral de los seis camaradas muertos, que fueron enterrados junto a un recodo del camino. Conscientes de que el ejército vendría en su persecución, resolvieron que el Che se quedaría con los heridos para que la columna principal pudiera escapar. Enrique López, el amigo de Fidel, sería el enlace, les conseguiría guías y vehículos, así como contactos para abastecerlos de medicamentos.
A la mañana siguiente empezaron a sobrevolar la zona los aviones militares de reconocimiento, y los rebeldes comprendieron que debían partir. Con el Che quedaron los siete heridos, un guía y sus dos fieles ayudantes, Joel y Cantinflas. También se quedó «Vilo» (Juan Vitalio) Acuña para ayudar a su tío Manuel, herido de bala. Vilo sería otro de los veteranos de la guerra en la sierra cuyo destino estaría ligado al del Che. (Antes del fin de la guerra alcanzaría el grado de comandante del Ejército Rebelde y en 1967 combatiría con el Che en la guerrilla boliviana. Su nombre de guerra era Joaquín.)
Después de la guerra, el Che calificaría el sangriento ataque a El Uvero de punto de inflexión del Ejército Rebelde. «Si se considera que nuestros combatientes eran unos 80 hombres y los de ellos 53, se tiene un total de 133 hombres aproximadamente, de los cuales 38, es decir, más de la cuarta parte, quedaron fuera de combate en poco más de dos horas y media de combate. Fue un ataque por asalto de hombres que avanzaban a pecho descubierto contra otros que se defendían con pocas posibilidades de protección. Debe reconocerse que por ambos lados se hizo derroche de coraje. Para nosotros fue, además, la victoria que marcó la mayoría de edad de nuestra guerrilla. A partir de este combate, nuestra moral se acrecentó enormemente, nuestra decisión y nuestras esperanzas de triunfo aumentaron también».
En efecto, El Uvero había sorprendido al régimen de Batista, porque durante el largo período de inactividad de los rebeldes fidelistas, el dictador y sus oficiales habían multiplicado sus proclamas de victoria. El coronel Barrera Pérez, quien en marzo se había hecho cargo de las operaciones antiguerrilleras en la sierra, había permanecido allí por poco tiempo. Después de una campaña de «guerra psicológica» para ganarse a los campesinos con alimentos y servicios médicos gratuitos, había regresado a La Habana con el informe de que había aislado a los rebeldes de su red de apoyo civil. Sin embargo, la derrota vergonzosa en El Uvero reveló el fracaso de la misión de Barrera Pérez, quien recibió órdenes de regresar al escenario de la guerra.
El coronel instaló su centro de mando en el ingenio azucarero Estrada Palma, al norte de las estribaciones de la sierra, pero reemplazó su campaña para ganarse «los corazones y las mentes» por una nueva y vigorosa estrategia antiguerrillera. Su superior inmediato, Díaz Tamayo, comandante de las fuerzas de Oriente, fue reemplazado por el oficial Rodríguez Ávila, con órdenes del jefe del estado mayor de las fuerzas batistianas, general Francisco Tabernilla, de aniquilar a los rebeldes utilizando los medios que fueran necesarios. La nueva estrategia requería la evacuación obligatoria de los civiles de las regiones controladas por los rebeldes con el fin de crear zonas de fuego libre donde la fuerza aérea pudiera realizar bombardeos masivos. Y lo que fue más importante aún, cuando el asalto a El Uvero demostró la imposibilidad de defender los pequeños cuarteles situados en zonas remotas, el ejército empezó a abandonarlos, dejando el territorio libre para los rebeldes.
Tras la partida de Fidel, el Che enfrentó la tarea ímproba de desplazar a los heridos a un lugar seguro ante la inminencia de una incursión militar. Asimismo debía transportar las armas capturadas en el cuartel, una carga excesiva para los combatientes en fuga. Su propia huida dependía de Enrique López, y cuando éste no apareció con el camión que le había prometido, el Che se vio obligado a ocultar temporalmente la mayor parte de las armas y escapar a pie. La mayoría de los hombres podía caminar, pero uno estaba herido en el pulmón y las tres heridas de otro se habían infectado. Improvisaron camillas con las hamacas e iniciaron la penosa marcha hacia el interior de la selva.
Durante los días siguientes, mientras se desplazaban de finca en finca en busca de alimentos, descanso y refugio, el Che tuvo que tomar todas las decisiones importantes. Juan Almeida era capitán y teóricamente su superior, pero no estaba en condiciones de hacerse cargo de nada. Uno de los problemas más graves era hallar hombres para transportar a los heridos. Al tercer día se cruzaron con un grupo de soldados desarmados que estaban perdidos en el monte: eran los prisioneros de El Uvero, liberados por Fidel. Después de dejarlos partir, el Che se congratuló con regocijo por haber creado la falsa impresión de la «efectividad» de los rebeldes en el monte. Sin embargo, le preocupaba que los soldados delataran su presencia en la zona.
Durante la marcha, a la que se sumaron algunos voluntarios campesinos, empezaron a surgir problemas disciplinarios en el harapiento grupo. El Che dio un ultimátum a Teodoro Banderas, uno de los nuevos, por mostrar renuencia en una misión para traer una vaca que habían descuartizado. «Hablé con Banderas y le planteé cuál era mi posición; si seguía con el movimiento debía meterse en la disciplina…» Banderas prometió seguir adelante y en la siguiente misión para conseguir viandas trató de rehabilitarse. El Che apuntó con humor en su diario: «Por la mañana aparecieron los primeros expedicionarios de la vaca. La empresa había sido dura, pues la vaca era grande y el río estaba crecido, de modo que fue muy difícil pasarlo. El héroe fue Banderas».
En aquellos días, el Che conoció a un hombre que en poco tiempo le sería de gran ayuda. Era David Gómez, mayoral de una finca en Peladero que pertenecía a un abogado de La Habana. Aunque su primera impresión no fue buena, el Che tuvo en cuenta la situación desesperada del grupo. «D. es un individuo de la vieja formación auténtica, católico y racista, de fidelidad servil hacia el patrón, que atiende sólo a fines electorales y a salvar para el amo todas las tierras mal habidas por estas comarcas; sospecho también que él tiene su partición en los despojos a los campesinos. Pero, dejando de lado esto, es un buen informante y está decidido a ayudar».
En realidad, Gómez ya los ayudaba; las vacas que comían eran propiedad de su patrón, sacrificadas con su connivencia. Y se ofreció para hacer algo más. Para probarlo, el Che le dio una lista de compras para hacer en Santiago. Hambriento de noticias del mundo exterior, también le pidió que trajera las últimas ediciones de Bohemia. La relación con el capataz demostró que el Che empezaba a aprender de su jefe. Fidel sabía que una de las claves para triunfar en la lucha por el poder era realizar alianzas tácticas, a breve plazo, incluso con adversarios ideológicos. Como jefe de un grupo de perseguidos en territorio enemigo, el Che descubrió que sólo un hombre como Gómez podía satisfacer ciertas necesidades; de ahí que pudo tragarse su aversión y actuar de manera pragmática.
En efecto, la experiencia en Cuba le había demostrado que la revolución no sería consumada por una fraternidad idealizada de espíritus nobles. En las filas rebeldes había unos cuantos canallas: ladrones de ganado, asesinos prófugos, delincuentes juveniles, traficantes de marihuana. El corrupto Carlos Prío había contribuido con fondos para la compra del Granma, y la victoria de El Uvero se debía en gran medida a la ayuda de los ricos y traicioneros hermanos Babún, que aunque eran amigos de Batista, esperaban proteger sus intereses en Oriente al prestar ayuda a los rebeldes.
David Gómez volvió de Santiago con las provisiones, y el Che, más confiado, le encomendó una nueva misión, la de hacer llegar mensajes al Directorio Nacional. Habían pasado tres semanas de la batalla de El Uvero, la mayoría de los hombres se habían recuperado de sus heridas y todos estaban en condiciones de caminar. Trece voluntarios se habían unido al grupo, pero uno solo con un arma: una pistola automática calibre 22. El 21 de junio, el Che hizo un inventario de sus fuerzas. «El ejército asciende a: 5 heridos ya restablecidos, 5 sanos que acompañamos a los heridos, 10 hombres de Bayamo, 2 más incorporados al final y 4 hombres de la zona, total 26 pero deficientes en armamentos».
Días después, al iniciar la lenta marcha hacia la montaña, el Che anotó que su ejército comprendía «36 terribles soldados». Al día siguiente ofreció a quienes quisieran hacerlo la posibilidad de abandonar el grupo. Lo hicieron tres, incluso uno que se les había unido el día anterior. Durante los días siguientes, se les unieron varios hombres y otros partieron, algunos como desertores y otros expulsados por el Che. Pero aunque la mayoría eran «terribles», constituían el núcleo de una nueva fuerza guerrillera que crecía espontáneamente bajo su mando. Para fines de junio, el pequeño ejército del Che funcionaba de manera autónoma, con su propia red de correos, informantes, proveedores y exploradores.
El 1 de julio fue un mal día para él (se despertó con asma y pasó el día tendido en la hamaca), pero interesante en cuanto a novedades, ya que la radio informaba de acciones rebeldes en toda la isla. «En Camagüey se patrullaban las calles —anotó el Che en su diario—; en Guantánamo se habían incendiado varias tabaqueras y se pretendió incendiar los depósitos de azúcar de una fuerte firma norteamericana. En Santiago mismo mataron dos guardias y se hirió un cabo. Las bajas nuestras fueron de 4 hombres, entre ellos un hermano de Frank País llamado Josué».
El 2 de julio se cumplió el séptimo mes desde el desembarco del Granma. El Che encabezó una penosa marcha hacia la cima del monte La Botella, de 1550 metros de altura. Dos hombres desertaron durante el día, y esa noche, cuando acamparon, otros tres dijeron que querían partir. Este incidente le sirvió al Che años después para relatar una anécdota divertida. «Algunos tuvieron el pudor de manifestar sus temores e irse, pero hubo uno, de nombre Chicho, que aseguró a nombre de un grupo que ellos seguirían hasta la muerte, con un acento de convicción y decisión extraordinarias. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando… al acampar en un pequeño arroyo para pasar la noche, ese mismo grupo nos comunicaba su deseo de abandonar la guerrilla. Accedimos a ello y bautizamos jocosamente ese lugar como “el arroyo de la muerte”, pues hasta allí había durado la tremenda determinación de Chicho y sus compañeros».
Para prevenir nuevas deserciones, el Che invitó a quienes quisieran partir que lo hicieran; era, dijo, «la última oportunidad». Dos hombres aceptaron la invitación, pero esa tarde llegaron otros tres, cada uno con su arma. Dos venían de La Habana, eran sargentos dados de baja del ejército. «Según ellos son instructores —escribió el Che con desconfianza—, para mí son un par de comemierdas que tratan de acomodarse». A pesar de sus sospechas, permitió que se quedaran.
Más tarde se incorporó nada menos que Enrique López, el amigo de Fidel en la Compañía Babún, quien quería participar en la lucha armada. Luego apareció otro hombre con un «plan fantástico» para atacar un puesto de la Guardia donde según él había cuarenta hombres sin comandante. También pidió dos hombres para ir a «pelar un chivato». El Che lo rechazó: «Se le contestó que dejara de joder, que mandara balas y matara al chivato con su gente mandándola después para aquí».
Para reunirse con Fidel, que había regresado a sus escondites cerca de Palma Mocha y El Infierno, el Che se desplazó con su fuerza hacia el oeste en dirección al pico Turquino. Sus exploradores le avisaron que en aquella dirección se encontrarían con una fuerza militar importante, que se libraba un combate reñido cerca de la base militar de Estrada Palma y que Raúl Castro estaba herido, pero este último informe resultó ser falso. El Che decidió seguir adelante, pero por una ruta de montaña más difícil para esquivar al enemigo.
El 12 de julio, su guía Sinecio Torres y otro hombre desertaron, llevándose sus armas. Tras intentar en vano darles caza, el Che se enteró de algunos detalles sobre los dos: resultó que eran bandoleros, y se habían ido para asaltar el plantío de marihuana que tenían dos de los novatos, Israel Pardo y el «héroe de la vaca», Teodoro Banderas. Ante la sospecha de que los marihuaneros desertarían para ocuparse de sus propios intereses, el Che les ordenó que persiguieran a los prófugos; suponía que no volverían. Al día siguiente surgió un nuevo problema: el Che se enteró de que un pequeño grupo estaba tramando una deserción colectiva. El supuesto plan consistía en escapar con las armas, robar y matar a un chivato que ellos conocían y luego formar una banda de forajidos para seguir perpetrando asaltos y robos. El Che habló con varios de los inculpados: todos negaron la acusación y denunciaron a un hombre llamado «el Mexicano». Al comprender que su plan había sido descubierto, el Mexicano se presentó espontáneamente ante el Che para declarar su inocencia. Sus explicaciones no resultaron convincentes, pero el Che escribió: «Lo dejamos pasar como si fuera cierto, para evitar más complicaciones».[35]
Durante la marcha, el Che hizo su debut como dentista. Por carecer de anestesia para los desventurados pacientes, recurrió a la «anestesia psicológica», que consistía en insultarlos cuando se quejaban. Pudo curar a Israel Pardo, pero no tuvo suerte con Joel Iglesias. Posteriormente escribió que hubiera hecho falta un cartucho de dinamita para extraerle el molar podrido. La pieza rota permaneció en su boca hasta el final de la guerra, y Joel dijo que a partir de esa experiencia siempre tuvo terror a los dentistas. Aunque el Che también padeció dolor de muelas, tuvo el buen tino de dejar su boca en paz.
El 16 de julio llegaron a terreno conocido en el flanco occidental del Turquino, y al día siguiente llegaron al campamento de Fidel. El Che advirtió inmediatamente cuánto había madurado el Ejército Rebelde durante el mes y medio transcurrido. Eran ya doscientos hombres, y parecían disciplinados y confiados. También habían recibido armas. Pero lo más importante era que después de rechazar una incursión reciente comandada por el tenaz capitán Ángel Sánchez Mosquera, uno de los varios oficiales con mando de tropas en la zona, los rebeldes ya poseían un «territorio liberado».
Pero la felicidad del encuentro se vio disminuida por la noticia de que Fidel acababa de firmar un pacto con representantes de la oposición política burguesa, Raúl Chibás y Felipe Pazos, quienes en ese momento se encontraban en el campamento. El pacto, llamado «Manifiesto de la Sierra Maestra», estaba fechado el 12 de julio y ya lo habían enviado a Bohemia para su publicación. El Manifiesto aparecía en un momento oportuno, ya que varios meses de disputas políticas entre Batista y los partidos legales de la oposición habían culminado con la aprobación parlamentaria de una ley de reforma que convocaba elecciones presidenciales para el 1 de junio de 1958. Aunque Batista había jurado no presentar su candidatura, existía un difundido escepticismo acerca de sus intenciones verdaderas. La mayoría de los observadores sospechaban que quería manipular las elecciones para ganarlas él mismo o un sucesor elegido por él a dedo. Tanto el Partido Auténtico de Carlos Prío como el Ortodoxo de Chibás repudiaron la iniciativa electoral, pero fracciones de ambos partidos formaron una coalición con partidos menores y anunciaron que se presentarían a los comicios.
Mediante el Pacto de la Sierra, Fidel hacía conocer su rechazo de las maquinaciones de Batista en el momento más oportuno. Al aliarse con dos ortodoxos respetados como Chibás y Pazos, esperaba establecer su supremacía moral y ampliar su base de apoyo entre los cubanos moderados, desprovistos de alternativas. El Che se mostró prudente en los comentarios anotados en su diario el 17 de julio, pero es evidente que le desagradaba comprobar la influencia de Chibás y Pazos sobre Fidel. Según él, el Manifiesto llevaba la impronta indeleble de estos políticos «centristas», la especie que despertaba su mayor desdén y desconfianza. «Fidel me estuvo contando proyectos y realidades; ya está enviado un texto en que se propone la renuncia inmediata de Batista, se rechaza la Junta Militar y se propone a un miembro de las instituciones cívicas como candidato para la transición, que no debe durar más de un año, y convocar elecciones dentro de ese plazo. Se da también un programa mínimo en que están comprendidas las bases de la reforma agraria». Y a continuación añadió: «Fidel no me lo dijo, pero me parece que Pazos y Chibás limaron bastante sus declaraciones».
Desde luego, la realidad era mucho más compleja. Lejos de dejarse engañar, Fidel había buscado el apoyo de Chibás y Pazos, y si el Manifiesto firmado no expresaba sus verdaderas aspiraciones, sí lo ayudaba a corto plazo. El pacto, como tantos otros que firmaría durante su vida, era sólo una alianza táctica que violaría a la primera oportunidad. Como escribió el Che más adelante: «No estábamos satisfechos con el compromiso pero era necesario; era progresista en aquel momento. No podía durar más allá del momento en que significara una detención en el desarrollo revolucionario… Nosotros sabíamos que era un programa mínimo, un programa que limitaba nuestro esfuerzo, pero también sabíamos que no era posible establecer nuestra voluntad desde la Sierra Maestra».
Si en aquella época volvió a meditar sobre el Pacto de la Sierra, eso no se refleja en su diario. Su interés estaba centrado en su nuevo puesto de mando, que Fidel le confirió el 17 de julio, el día que llegó al campamento. El Che lo anotó en su diario sin expresar la emoción que sin duda sentía. «[Fidel] me contó además que el pobre Universo había sido quitado de su apreciado cargo…[36] Hay nuevos ascensos como Ramirito [Valdés] a capitán, Ciro [Redondo] a teniente, el Guajiro [Luis Crespo] al puesto de Universo, Almeida a segundo comandante y yo a capitán y jefe de una columna que deberá cazar a Sánchez Mosquera en Palma Mocha».
Se le asignaba una tropa de setenta y cinco hombres. A los hombres con que había llegado se sumarían los pelotones comandados por los camaradas del Granma Ramiro Valdés y Ciro Redondo y otro dirigido por Lalo Sardiñas, un comerciante de la sierra que se había unido a los rebeldes luego de matar a un desconocido en su casa. Sardiñas sería su lugarteniente.
Al otorgarle aquel puesto, Fidel le daba la máxima prueba de su estima. El Che había luchado tenazmente para que se reconociera su capacidad, y había madurado en ese proceso. Había realizado con éxito una misión difícil, la de llevar a los heridos a lugar seguro. Había cumplido sus deberes de médico al curar a los heridos a la vez que evitaba entrar en combate y arriesgarse a sufrir nuevas bajas; había fortalecido el Ejército Rebelde al crear una columna nueva y al mismo tiempo había establecido contactos valiosos con la población civil. Había demostrado ser un jefe exigente, riguroso con los haraganes y los mentirosos, y honesto a carta cabal consigo mismo. Sobre todo, había demostrado ser un conductor de hombres y por ello se lo premiaba con su primer mando militar.[37]
Puso manos a la obra inmediatamente: a la mañana siguiente partió con sus hombres para tomar posiciones de emboscada en la Maestra, una altura situada entre los ríos Palma Mocha y La Plata. Era el preciso lugar donde estaba enterrado el chivato ejecutado Filiberto Mora, y lo bautizó con su nombre: «el Firme de Filiberto». Pasaron los tres días siguientes preparando las emboscadas y enviando exploradores en busca de los soldados. La mañana del 22 de julio, un rebelde disparó su arma accidentalmente y lo llevaron ante Fidel, quien nuevamente estaba de un humor implacable y ordenó sumariamente que lo ejecutaran. «Tuvimos que interceder ante él Lalo, Crescencio y yo para que atenuara la pena, debido a que el infeliz no se merecía un castigo tan drástico como ése», escribió el Che en su diario.
Esa misma mañana, los oficiales rebeldes firmaron una carta de pésame que Fidel enviaría a Frank País por la muerte reciente de su hermano. Sin aviso, Fidel eligió ese momento para conferir al Che un nuevo ascenso. Más adelante el Che escribiría que cuando llegó el momento de firmar la carta, Fidel le dijo que lo hiciera con el grado de «comandante». «De ese modo informal y casi de soslayo, quedé nombrado comandante de la segunda columna del ejército guerrillero, la que se llamaría número 4 posteriormente».[38]
Con este ascenso, el Che recibió las insignias de su nuevo grado. «El símbolo de mi nombramiento, una pequeña estrella, me fue dado por Celia junto a uno de los relojes de pulsera que habían encargado a Manzanillo». Era un gran honor. El grado de comandante, equivalente al de mayor, era el más alto del Ejército Rebelde. Hasta entonces sólo lo poseía Fidel, y el segundo en recibirlo no fue un cubano sino el Che, «el argentino».
«La dosis de vanidad que todos tenemos dentro —escribió el Che tiempo después— hizo que me sintiera el hombre más orgulloso de la tierra ese día». En verdad, siempre se sintió orgulloso de ese título, y en lo sucesivo, salvo para sus amigos más íntimos, fue el comandante Che Guevara.