II
El 25 de noviembre, tres días después de que el Che y sus hombres abandonaran el Congo, el jefe de las fuerzas armadas, Joseph Mobutu, derrocó al presidente Kasavubu. Así se inició un régimen dictatorial despótico con respaldo de Occidente que durante las tres décadas siguientes desangró al país; en verdad, era el fin de la «revolución» congoleña.
Tuma y Pombo pasaron unos días en Dar es Salam, luego volaron a París, Moscú y Praga. En la capital checa el servicio de inteligencia los alojó en una casa clandestina para esperar la llegada del Che. Encerrado en su diminuto apartamento de la capital de Tanzania, visitado solamente por Pablo Ribalta y por el telegrafista cubano a quien le dictaba, se abocó a redactar sus memorias del Congo.
Así como había emprendido sus últimas acciones pensando en el juicio de la historia, escribió la crónica con la intención de publicarla —«en el momento oportuno»— como un aporte a los anales de la revolución socialista mundial. Al titularla Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo, igual que su libro sobre la Revolución Cubana, quería decir que el Congo era sólo una etapa más en una lucha histórica cuyo objetivo final era la «liberación» de los oprimidos del mundo.
Pero existe una diferencia notable entre ambas crónicas. Aunque la primera contiene muchos relatos de errores y sacrificios, es ante todo un himno triunfal al heroísmo de los guerrilleros cubanos; una apoteosis de la dirección infalible de Fidel que los condujo a la victoria y un relato moral que otros debían emular. La segunda memoria es un crudo reflejo negativo de la primera. Como dice en una de las primeras páginas: «Ésta es la historia de un fracaso».
Al dedicarla «a Bahaza y sus compañeros caídos, buscándole un sentido al sacrificio», indicaba que quería lavar sus pecados mediante la clásica autocrítica marxista. Al final del libro, después de relatar la experiencia y exponer largamente los errores y deficiencias tanto del movimiento congoleño como de los combatientes cubanos, se refiere a sus propias culpas. «Mantuve mucho tiempo una actitud que podría calificarse de excesivamente complaciente, y, a veces, tuve explosiones muy cortantes y muy hirientes, quizá por una característica innata en mí».
Añadió que el único grupo con el que mantuvo relaciones correctas fue el de «los campesinos», pero se fustigó por no haber aprendido bien el swahili. Al hablar en francés, se comunicaba con los jefes, pero no con los soldados rasos.
En cuanto al contacto con mis hombres, creo haber sido lo suficientemente sacrificado como para que nadie me imputara nada en el aspecto personal y físico… La incomodidad de tener un par de botas rotas o una muda de ropa sucia o comer la misma pitanza que la tropa y vivir en las mismas condiciones, para mí no significa sacrificio. Sobre todo el hecho de retirarme a leer, huyendo de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del contacto con los hombres, sin contar que hay ciertos aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar. Fui duro pero no creo haberlo sido excesivamente, ni injusto; utilicé métodos que no se usan en un ejército regular, como el de dejar sin comer: es el único eficaz que conozco en tiempos de guerrilla. Al principio quise aplicar coerciones morales y fracasé. Traté de que mi tropa tuviera el mismo punto de vista que yo en cuanto a la situación y fracasé; no estaba preparada para mirar con optimismo un futuro que debía ser avizorado a través de brumas tan negras en el presente…
Por último, pesó en mis relaciones con el personal… la carta de despedida a Fidel. Ésta provocó el que los compañeros vieran en mí, como hace muchos años, cuando empecé en la Sierra, un extranjero en contacto con cubanos… Había ciertas cosas comunes que ya no teníamos, ciertos anhelos comunes a los cuales tácita o explícitamente había renunciado y que son los más sagrados para cada hombre individualmente: su familia, su tierra, su medio. La carta que provocó tantos comentarios elogiosos en Cuba y fuera de ella me separó de los combatientes.
Tal vez parezcan insólitas estas consideraciones psicológicas en el análisis de una lucha que tiene escala casi continental. Sigo fiel a mi concepto del núcleo; yo era el jefe de un grupo de cubanos, una compañía nada más, y mi función era la de ser su jefe real, su conductor a la victoria que impulsaría el desarrollo de un auténtico ejército popular, pero mi peculiar situación me convertía al mismo tiempo en soldado, representante de un poder extranjero, instructor de cubanos y congoleses, estratega, político de alto vuelo en un escenario desconocido y un Catón-censor, repetitivo y machacón… Al tirar de tantos hilos, se formó el nudo gordiano que no tuve decisión para cortar…
He aprendido en el Congo; hay errores que no cometeré más, otros tal vez se repitan y cometa algunos nuevos. He salido con más fe que nunca en la lucha guerrillera, pero hemos fracasado. Mi responsabilidad es grande; no olvidaré la derrota ni sus más preciosas enseñanzas.