II

El camino estaba libre para iniciar la gran travesía, y los dos trotamundos partieron a toda velocidad. Sin embargo, tardaron cuatro semanas en salir de la Argentina. Atravesaban las pampas habitadas al oeste de Bahía Blanca cuando Ernesto sufrió una fiebre y debió pasar varios días en un hospital antes de que volvieran al polvo y el ruido de los caminos.

Cuando llegaron a los hermosos Lagos del Sur, sobre las boscosas laderas orientales de los Andes en el límite con Chile, sus escasos fondos se habían reducido y ambos se volvían especialistas en el arte de vivir a costa ajena o, según la irónica definición de Ernesto, en expertos «mangueros [gorrones] motorizados». Recurrían a la generosa hospitalidad de las familias que vivían a la vera del camino, y entre ambos se entabló una competencia para ver quién era el más diestro a la hora de buscar medios de supervivencia.

Aunque rechazados por algún que otro anfitrión hostil, en la mayoría de los casos les ofrecían un lugar para tender sus sacos de dormir en garajes, cocinas o graneros y con frecuencia en comisarías, donde compartían celda y comida con una interesante variedad de malhechores. En la estación de esquí de Bariloche, un desertor de la marina mercante los entretuvo con relatos sobre la ocasión en que «compró» una japonesita de catorce años y la llevó consigo en una travesía por alta mar; cuando se cansó de ella, la regaló a otro.

Una noche, cuando dormían en el granero de una familia austríaca, Ernesto despertó al escuchar arañazos y gruñidos en la puerta; un par de ojos brillaban en la oscuridad. Prevenido sobre la ferocidad de los «tigres chilenos», cogió el Smith & Wesson que Guevara Lynch le había dado para el viaje y disparó una sola vez. Cesaron los ruidos y se puso a dormir de nuevo. Por la mañana, Alberto y él descubrieron que el animal muerto no era un puma sino un perro alsaciano llamado Bobby, la adorada mascota de la familia. Escaparon corriendo cuesta abajo con La Poderosa —que se negaba a arrancar—, seguidos por el llanto, las imprecaciones y los insultos de sus anfitriones.

Recorrieron los lagos, escalaron un cerro —en el que estuvieron a punto de matarse— y cazaron patos silvestres con el revólver de Guevara Lynch. En la orilla de un lago particularmente hermoso fantasearon sobre la posibilidad de crear un instituto de investigaciones médicas a su regreso. De vuelta en la comisaría de Bariloche después del paseo, Ernesto abrió una carta de Chichina que acababa de recibir. Fuera rugía la tormenta. «Leía y releía la increíble carta. Así, de golpe, todos los sueños… se derrumbaban… Empecé a temer por mí mismo e inicié una carta llorona, pero no podía, era inútil insistir».

La nota de Chichina decía que había resuelto no esperarlo. Era el fin del idilio. En el capítulo de Notas de viaje que tituló «Hasta romper el último vínculo», Ernesto no explica por qué Chichina puso fin a la relación, pero evidentemente estaba saliendo con otro. Trató de evocar la imagen de Chichina y fingir que la separación no era un golpe tan duro. «En la penumbra que nos rodeaba revoloteaban figuras fantasmagóricas, pero “ella” no quería venir… Debía luchar por ella, ella era mía, era mía, era m… me dormí».

En sus memorias, Guevara Lynch dice: «Como es natural, a Chichina no le hacía mucha gracia la [idea de su] separación, y cuando Ernesto volvió a la Argentina después de nueve meses de ausencia, ella estaba comprometida con otro». Durante el resto de su vida Ernesto se preguntaría si la culpa no era en parte suya. Había «levantado» [ligado] a una criada de los Ferreyra, vestida con un traje de baño de la tía de Chichina, y la había llevado a la tienda de campaña que había montado en la playa. Lo hizo a la vista de Chichina y sus amigas, en abierta violación de la convención social tácita pero universalmente aceptada de que uno no debía tener relaciones íntimas con la servidumbre. «A Chichina no le gustó demasiado —recuerda Granado—. Y creo que me tenía rencor porque yo era el que alejaba a Ernesto de su lado».

Entretanto, aparentemente resignado a la separación, Ernesto decidió disfrutar del resto del viaje. Cuando cruzaban los Andes hacia Chile, invocó los versos de un poema que dice: «Y ya siento flotar mi gran raíz libre y desnuda…»

En Chile, obtuvieron pasaje gratuito en un ferry que cruzaba el lago Esmeralda a cambio de manejar las bombas de desagüe de una barcaza de carga que llevaba a remolque. Allí conocieron a un grupo de médicos chilenos a quienes se presentaron como «leprólogos». Los ingenuos chilenos les hablaron del territorio de Rapa Nui, la isla de Pascua, en el océano Pacífico, donde existía la única colonia de leprosos de Chile además de una horda de mujeres sensuales y sumisas. Ernesto y Alberto obtuvieron una carta de presentación para la Sociedad de Amigos de la Isla de Pascua en Valparaíso, donde podrían obtener pasajes de barco gratuitos a la isla. Cuando llegaron a tierra firme, ya habían añadido ese destino exótico a su ambicioso itinerario.

Siguieron su camino en La Poderosa, pero sin mirar el paisaje: la isla de Pascua los llamaba y tenían prisa por ir allí. Al llegar a la primera población más o menos grande de Chile, Ernesto escribió: «Llegamos a Osorno, pechamos en Osorno, nos fuimos de Osorno; siempre al norte…»

A continuación llegaron al puerto de Valdivia, sobre el Pacífico. Visitaron el periódico local, Correo de Valdivia, que publicó una reseña entusiasta con el título: «Dos animosos viajeros argentinos en motocicleta pasan por Valdivia»: «Ambos viajeros piensan llegar a Caracas, la capital de Venezuela, o hasta donde permitan los medios económicos a su disposición, porque ellos mismos se pagan la gira».

Siempre dispuestos a aprovechar una buena oportunidad, Ernesto y Alberto se presentaron como «especialistas en lepra» con «investigaciones previas en países vecinos», y el ingenuo Correo reprodujo sus declaraciones. «Los dos viajeros se especializan en las causas y consecuencias de la lepra, la peste blanca que aflige a la humanidad. En la entrevista concedida a este diario explicaron cómo habían visitado los leprosarios de Brasil, Uruguay y los de su propio país. Les interesa conocer los de Chile, en especial el de la isla de Pascua».

Además de la leprología, Ernesto y Alberto seguramente se despacharon con opiniones sobre una gran variedad de asuntos, según se desprende del elogio del Correo por haber, «durante su brevísima estadía en nuestro país, penetrado en sus problemas sociales, económicos y sanitarios…».

Evidentemente, Mial y Fúser se habían superado. Pero hubo más. Con un alarde de magnanimidad, anunciaron en la redacción del Correo que dedicarían el viaje a la ciudad de Valdivia, que celebraba el cuarto centenario de su fundación.

En Temuco también fueron entrevistados por el periódico local. En El Austral de Temuco del 19 de febrero de 1952, aparece el siguiente titular, aún más entusiasta que el anterior: «Dos expertos argentinos en leprología recorren Sudamérica en motocicleta: Están en Temuco y desean visitar Rapa-Nui». La fotografía que ilustra la noticia muestra a los dos conspiradores en pose heroica. Ernesto, muy serio, mira a la cámara. Con los pulgares enganchados en el cinturón parece más un arrojado galán de cine que un estudiante de medicina. A su lado, Alberto, inclinado hacia él en actitud deferente, tiene una mirada algo traviesa.

Partieron nuevamente con los recortes de prensa que Ernesto llamó con orgullo «la condensación de nuestra audacia». «Ya no éramos un par de vagos más o menos simpáticos con una moto a la rastra, no; éramos LOS EXPERTOS», escribió, exultante. En su viaje hacia el norte explotaron al máximo su reciente fama. Partieron de Temuco cuando el día estaba avanzado, pero sufrieron el pinchazo de un neumático y se instalaron junto al camino, dispuestos a pasar la noche en su tienda. «Pronto conseguimos un ferroviario que nos llevó a su casa, donde nos atendieron a cuerpo de rey», escribió Ernesto.

Al día siguiente, La Poderosa sufrió una caída en la que se rompió la caja de cambios y una columna de dirección. Mientras la reparaban en un taller de la aldea de Lautaro, se convirtieron inmediatamente en celebridades para los pueblerinos que se reunieron para observarlos. Consiguieron que les pagaran algunas comidas, y una vez reparada La Poderosa, sus amigos los invitaron a beber vino. «El vino chileno es riquísimo y yo tomaba con una velocidad extraordinaria, de modo que, al ir al baile del pueblo, me sentía capaz de las más grandes hazañas.

»La reunión se desarrolló dentro de un marco de agradable intimidad y nos siguieron llenando la barriga y el cerebro con vino. Uno de los mecánicos del taller, que era particularmente amable, me pidió que bailara con la mujer porque a él le había sentado mal “la mezcla”, y la mujer estaba calentita y palpitante y tenía vino chileno, y la tomé de la mano para llevarla afuera; me siguió mansamente, pero se dio cuenta de que el marido la miraba y me dijo que ella se quedaba; yo ya no estaba en situación de entender razones e iniciamos en el medio del salón una puja que dio por resultado llevarla hasta una de las puertas, cuando ya toda la gente nos miraba, en ese momento intentó tirarme una patada y, como yo seguía arrastrándola, le hice perder el equilibrio y cayó al suelo estrepitosamente. Mientras corríamos hacia el pueblo, perseguidos por un enjambre de bailarines enfurecidos, Alberto se lamentaba de todos los vinos que le hubiera hecho pagar el marido».

Ernesto asió el manillar de La Poderosa y se alejaron del pueblo, «huimos de parajes que ya no estaban tan hospitalarios para nosotros», pero a pocos kilómetros, en una curva cerrada del camino, falló el freno trasero de la moto. Cuando tomó velocidad en la cuesta descendente, también falló el freno de mano. Ernesto giró para esquivar una manada de vacas que habían aparecido inesperadamente frente a él y se estrellaron contra el terraplén. Milagrosamente, La Poderosa no sólo no sufrió daños sino que su freno trasero empezó a funcionar. Continuaron su camino, pero el día aún no había terminado.

«Siempre amparados por la carta de recomendación de la “prensa”, fuimos alojados por unos alemanes que nos trataron en forma cordialísima —escribió Ernesto—. A la noche me dio un cólico que no sabía cómo parar; tenía vergüenza de dejar un recuerdo en la taza de noche, de modo que me asomé a la ventana y entregué al espacio y la negrura todo mi dolor… A la mañana siguiente me asomé para ver el efecto y me encontré con que dos metros abajo había una gran plancha de zinc donde se secaban los duraznos al sol: el espectáculo agregado era impresionante. Volamos de allí».

Se dirigieron hacia el norte, dejando un tendal de anfitriones coléricos, pero el potro fiel empezó a fallar. Cada vez que subían una ladera La Poderosa vacilaba, y el segundo día falló por completo en la primera cuesta empinada. Fue su último día como «mangueros motorizados».

Un camión los llevó con la averiada Poderosa hasta el pueblo siguiente, llamado Los Ángeles. Pudieron alojarse en el cuartel de bomberos después de una amistosa conversación con las tres hijas del jefe. Más adelante, Ernesto elogiaría con delicadeza a las desinhibidas muchachas como «exponentes de la gracia de la mujer chilena que, fea o linda, tiene un no sé qué de espontáneo, de fresco, que cautiva inmediatamente».

Alberto fue más explícito. «Después de la cena salimos con las muchachas. Una vez más quedó comprobada la diferente mentalidad respecto a la libertad entre las mujeres chilenas y las nuestras, en relación con el otro sexo. Tal vez el hecho de ser nosotros “aves de paso” haga más viable cualquier cosa, pero creo que la diferencia es de formación.

»Volvimos al cuartel laxos y silenciosos, cada cual rumiando su experiencia… se acostó Fúser, que estaba bastante agitado, no sé si por el asma o por la piba».

Al día siguiente —después de acompañar a los bomberos a una casa que se incendiaba, donde Ernesto salvó un gato atrapado— llegó el momento de despedirse de las afectuosas hijas del jefe. Partieron en un camión que iba a Santiago, llevando consigo la carcasa de La Poderosa como si fuera el cuerpo de un camarada caído en combate. La capital chilena no los cautivó, y después de encontrar un garaje donde dejar La Poderosa, partieron nuevamente. Resueltos a llegar a la isla de Pascua, esperaban obtener un pasaje gratuito en el puerto cercano de Valparaíso.

Che Guevara
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