II
La CIA había discutido largamente los pros y los contras de asesinar al Che, Raúl y Fidel. En enero de 1960, Allen Dulles había rechazado inicialmente una conspiración asesina en favor del plan del «ejército en el exilio». Con el tiempo se impondría el Dulles de la vieja escuela, quien por pragmatismo —no por sed de sangre— aceptaba cualquier plan capaz de asegurar el objetivo con la mayor eficiencia posible. Si la muerte de los principales líderes cubanos ayudaba a garantizar el éxito de la invasión, entonces se debía adoptar esa alternativa; así, durante los meses siguientes, había autorizado al director de operativos clandestinos Richard Bissell a estudiar las posibilidades de asesinato. Ya se habían pergeñado algunos planes, entre ellos un intento absurdo de envenenar los habanos preferidos de Fidel. A lo largo de los meses y años subsiguientes se elaborarían o intentarían muchas conspiraciones para asesinar a Fidel y sus principales camaradas, algunas incluso con la complicidad de la Mafia norteamericana.[71]
Al mismo tiempo, Allen Dulles tenía que ocuparse de la explosiva crisis del Congo. La antigua colonia belga era fuente de recursos minerales estratégicos para Occidente, y Washington no podía permitir la instauración de un gobierno satélite de Moscú; tal como temían Dulles y sus hombres, ésa era justamente la intención de Jrushov. El aparentemente caprichoso primer ministro del Estado africano, Patrice Lumumba, había solicitado tropas de la ONU para impedir la secesión de la provincia cuprífera de Katanga, encabezada por su rival Moise Tshombé con el respaldo de Bélgica, pero luego había buscado el apoyo militar de la Unión Soviética.
En agosto de 1960, con aprobación de Eisenhower, Dulles había enviado un telegrama al jefe de la CIA en Leopoldville, capital del Congo, autorizándolo a «desplazar» a Lumumba «como objetivo urgente y primordial… de alta prioridad». Lumumba fue expulsado de su puesto por el presidente Joseph Kasavubu y el comandante del ejército Joseph Mobutu, pero aún se lo consideraba peligroso. En septiembre Dulles ordenó que Lumumba fuera «eliminado de cualquier posibilidad [de] regresar al gobierno…».
Una semana después, el jefe de la CIA en Leopoldville recibió una visita de Washington, el doctor Sidney Gottlieb de la «división médica» de la CIA. En su valija diplomática traía una jeringa, guantes de goma, una máscara de cirujano y una toxina biológica imposible de rastrear: habían encontrado la manera más práctica de «desplazar» a Lumumba. Pero éste no cayó en manos de la CIA sino de sus propios rivales congoleños; tropas del ejército lo entregaron a las fuerzas de Tshombé aunque se hallaba bajo la protección de la ONU. Lumumba fue asesinado en cautiverio el 17 de enero de 1961, pero la noticia no fue divulgada hasta un mes después.
Finalmente, a mediados de febrero, se difundió la noticia de la muerte de Lumumba. Jrushov reaccionó con furia, acusando al secretario general de la ONU Dag Hammarskjöld de «complicidad» en el asesinato. El canciller cubano Raúl Roa se hizo eco de la denuncia en una nota de protesta formal a la ONU. En La Habana, el Che deploró la muerte de Lumumba, a quien admiraba como caudillo revolucionario afín a los cubanos en África, y el gobierno decretó tres días de luto oficial. Desde luego, los hombres de la CIA estaban complacidos, aunque lo disimularon con toda discreción.
Al llegar marzo, los preparativos de la CIA para una invasión de Cuba ya estaban bien encaminados e incluían una organización en la isla que debía servir de fachada política. Después de crear una floreciente red clandestina, Manuel Ray quedó subsumido en la alianza de exiliados cubanos auspiciada por la CIA, que había designado al exprimer ministro Miró Cardona titular del autoproclamado Consejo Revolucionario Cubano y futuro presidente provisional. Pero tanta actividad anticastrista había generado graves problemas en otras partes.
En noviembre, los más de seiscientos combatientes cubanos en el exilio que conformaban la Brigada 2506 habían terminado un curso de instrucción guerrillera de tres meses en Guatemala, pero la prensa había denunciado su presencia, así como el hecho de que los auspiciara la CIA. El escándalo consiguiente causó dificultades al presidente guatemalteco Ydígoras Fuentes. Furiosos por la presencia de tropas extranjeras en su tierra, un grupo importante de oficiales nacionalistas se había alzado en armas; la noche del 13 de noviembre había tomado una guarnición de la capital, el cuartel Zacapa en el oriente del país y Puerto Barrios sobre el Caribe.
A pesar de sus éxitos iniciales, los oficiales rebeldes y sus tropas dudaban sobre sus pasos siguientes y rechazaban a cientos de campesinos zacapeños que pedían armas para unirse a ellos. Una flotilla naval norteamericana fondeó frente a la costa y la guerrilla cubana de la CIA fue enviada a reprimir la sublevación, mientras bombarderos B-26 de la CIA con pilotos cubanos desalojaban a los rebeldes de sus posiciones. El despliegue de fuerza logró su propósito y las tropas rebeldes capitularon rápidamente.
Pero lo que en su momento pareció un incidente secundario tendría consecuencias graves para el futuro. Dos jóvenes oficiales rebeldes que habían recibido entrenamiento en Estados Unidos no volvieron a sus cuarteles. Marco Aurelio Yon Sosa, de veintidós años, y Luis Turcios Lima, de diecinueve, pasaron a la clandestinidad, resueltos a iniciar una guerra de guerrillas contra el régimen guatemalteco. Quince meses después aparecerían a la cabeza de una insurgencia izquierdista calificada por Ydígoras Fuentes de «dirigida por Cuba»; con el tiempo, Turcios Lima se convertiría en uno de los protegidos revolucionarios preferidos del Che.
En noviembre también hubo disturbios en Venezuela, donde los miristas procubanos y los comunistas iniciaron una violenta insurrección en Caracas contra el régimen de Betancourt. El partido de centroizquierda URD dirigido por un expresidente, el almirante Wolfgang Larrazábal, desertó del gobierno de coalición y conformó un Consejo de Liberación Nacional con el MIR y los comunistas para derrocar al gobierno. Se produjeron manifestaciones estudiantiles y choques con la policía hasta que el gobierno acabó por aplastar la rebelión. Betancourt incrementó la represión; antes de fin de año suspendería las garantías constitucionales por tiempo indeterminado, cerraría las universidades, prohibiría los diarios de izquierda y mandaría tropas a ocupar los yacimientos petroleros. Así se creaba una escena propicia para una lucha armada guerrillera, que estallaría en poco tiempo con respaldo cubano.
Entretanto, la «graduación» de la brigada de exiliados cubanos basada en Guatemala coincidió con un cambio de estrategia en cuanto a las funciones futuras de la CIA en la isla. La experiencia reciente indicaba que la capacidad de la fuerza para luchar y sobrevivir como ejército guerrillero, según la intención original de la agencia, era más que dudosa. Mientras la fuerza principal se adiestraba en Guatemala, la CIA había iniciado un plan clandestino paralelo que consistía en enviar pequeños grupos de rebeldes y saboteadores a Cuba. Las fuerzas de Castro habían puesto a la mayoría fuera de acción en poco tiempo. Los envíos de provisiones por aire para mantener a los rebeldes en el monte también habían fracasado. Por consiguiente, se imponía un plan más ambicioso.
En un cambio de táctica, Richard Bissell sustituyó a los instructores guerrilleros de la brigada cubana por especialistas en guerra convencional. Según el nuevo plan, la brigada realizaría un desembarco anfibio en la costa cubana. Con apoyo de bombarderos, tomarían posiciones y proclamarían un gobierno provisional que recibiría el reconocimiento inmediato tanto de Washington como de los gobiernos latinoamericanos aliados. Así, en teoría, Estados Unidos podría intervenir «en apoyo» del nuevo «gobierno democrático» cubano. Se esperaba que para entonces Fidel, el Che y Raúl estarían muertos. La CIA ya elaboraba distintos planes para asesinar a los dirigentes cubanos en vísperas del desembarco.
Hombres seleccionados de la brigada guatemalteca habían formado siete grupos de infiltración de cinco efectivos cada uno, llamados Equipos Grises. Su cometido era reunirse con la resistencia clandestina en la isla y ayudar a coordinar los envíos de armas por aire. Una vez que desembarcara la fuerza invasora principal, los equipos debían atacar blancos determinados y provocar insurrecciones por toda la isla. Entre los elegidos estaba Félix Rodríguez, que entonces tenía diecinueve años. Los aspirantes de los Equipos Grises fueron trasladados a otro campamento en la selva guatemalteca, donde exiliados anticomunistas de Europa Oriental, todos veteranos de guerra, les enseñaron el «oficio» de espía. Poco después de Navidad, un avión de transporte militar norteamericano con vidrios opacos los trasladó a Fort Clayton, una de las bases en Zona del Canal de Panamá. Allí fueron instruidos en el manejo de las armas más modernas de origen soviético y de Europa del Este.
A principios de enero, Rodríguez comunicó a sus jefes norteamericanos un plan que había elaborado para asesinar a Fidel. Días después le dijeron que la agencia lo había aprobado. Voló con otro camarada a Miami, donde le proporcionaron un fusil de precisión alemán con mira telescópica. Ya habían elegido el lugar del atentado, una casa de La Habana que Fidel solía frecuentar. En tres ocasiones Rodríguez fue trasladado de noche en lancha rápida a la costa cubana, y las tres veces sus contactos en tierra faltaron a la cita. Después del tercer fracaso, la CIA le quitó el fusil y le dijo que había «cambiado de opinión» sobre el operativo.
Para entonces los demás Equipos Grises se encontraban en un campamento en las afueras de Miami. El 14 de febrero, el primer grupo de infiltración entró clandestinamente en Cuba. Una semana después, y cuatro días después del atentado en la puerta de la casa del Che, Rodríguez y sus cuatro camaradas, con armas, explosivos y municiones, se lanzaron en paracaídas sobre la costa norte de la isla entre el balneario de Varadero y La Habana. Allí los recogieron militantes clandestinos del MRR.
Durante el mes siguiente, Rodríguez y sus hombres se reunieron con la resistencia en La Habana y Camagüey. Se alojaban en casas clandestinas y se preparaban para recibir un gran cargamento de armas de la CIA. Recibidas y distribuidas las armas, su siguiente misión consistía en repetir lo que habían hecho el Che y Camilo durante la última etapa de la guerra contra Batista: abrir un frente guerrillero en el norte de Las Villas para tratar de partir el país por la mitad, lo que obligaría al gobierno a traer fuerzas desde la costa sur, donde debía desembarcar la fuerza invasora.
Cierto día de mediados de marzo, Rodríguez ayudó a la resistencia a trasladar armas de una casa clandestina adyacente a la sede de la Seguridad del Estado, en la Quinta avenida entre las calles Catorce y Dieciséis. Lo que no sabía era que el célebre Che Guevara vivía a menos de dos calles; si no, probablemente hubiera ideado un plan para asesinarlo.
Por cierto que era muy difícil que tanta actividad pasase inadvertida para el régimen de Castro, que había perdido rápidamente toda esperanza de que el nuevo presidente norteamericano aceptara una Cuba socialista como hecho consumado. El presidente Kennedy, que durante la campaña había atacado implacablemente al gobierno de Eisenhower y Nixon por ser complacientes con Castro, ahora parecía resuelto a dar prueba de su valor; en los dos meses transcurridos desde que tomó posesión del cargo se habían multiplicado los indicios de que se preparaba algún tipo de intervención militar con respaldo norteamericano.
En efecto, Kennedy estaba informado sobre el plan de invasión de los «exiliados cubanos» desde su triunfo electoral en noviembre y le había dado luz verde al director de la CIA, Allen Dulles. Desde que había tomado posesión de su cargo, Kennedy escrutaba el plan ambicioso de la CIA con ojo más crítico, expresaba dudas sobre su viabilidad (y algunos de sus asesores civiles se oponían con vigor), pero las advertencias y seguridades reiteradas de la CIA habían logrado el efecto deseado.
Los agentes de Dulles aseguraban a Kennedy que la fuerza de exiliados estaba preparada e impaciente por combatir; el «día D» no se podía postergar. Tal como estaban las cosas, la CIA era capaz de «eliminar» la pequeña flota cubana de bombarderos B-26 y helicópteros Sea Fury antes de la invasión para proteger a los exiliados de los ataques aéreos. Pero esa ventana se cerraba rápidamente; pilotos cubanos aprendían a manejar MiG soviéticos en Checoslovaquia, y aunque esos aviones aún no habían llegado a Cuba, probablemente lo harían en poco tiempo.
El lugar elegido por la CIA para el desembarco se encontraba en la costa sur de Cuba cerca de Trinidad, en la provincia de Las Villas, pero a Kennedy le pareció demasiado «espectacular». Optó por un lugar más discreto al oeste del primero, en la remota Playa Girón de la bahía de Cochinos. Le habían asegurado que si no lograban consolidar su posición en la playa, podían llegar al «cercano» Escambray donde se reunirían con los rebeldes de allí para iniciar un movimiento guerrillero de resistencia.
El plan tenía muchos puntos débiles. Los montes «cercanos» del Escambray estaban a más de ciento cincuenta kilómetros; el aislamiento que hacía parecer a Playa Girón el lugar ideal para un desembarco clandestino podía convertirla en una trampa mortal si las fuerzas castristas llegaban con suficiente rapidez. En caso de necesidad, había sólo dos vías de escape: por los caminos estrechos que atravesaban la vasta ciénaga de Zapata o por la costa, al descubierto. En ambos casos sería fácil emboscar, cercar y masacrar a los rebeldes. Evidentemente, los estrategas de la CIA no habían pensado en ello.
A pesar de sus recelos, Kennedy dio su autorización, pero prohibió la participación directa de tropas norteamericanas y el apoyo aéreo a gran escala una vez iniciado el asalto. Al parecer, los hombres de la CIA pensaban que una vez iniciado el asalto, el presidente cedería. Fuera como fuese, los exiliados cubanos fueron informados de este dato crucial; estaban convencidos de que Estados Unidos los respaldaría con todo su poder militar.
La CIA tampoco tenía la menor idea de hasta qué punto el servicio de inteligencia de Castro se había infiltrado en su plan «clandestino». Por lo menos uno de los treinta y cinco integrantes de los Equipos Grises infiltrados en Cuba era un doble agente castrista, y sin duda había otros. La comunidad de exiliados en Miami, donde Fidel había instalado una red eficiente, conocía las líneas generales del plan. Para colmo, Fidel estaba bien provisto de vehículos blindados. Años después, Alexeiev confesaría con regocijo que «teníamos armas soviéticas en Playa Girón. Muchas armas soviéticas participaron en Playa Girón».