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El 7 de noviembre, el Che estaba junto a Nikita Jrushov en el palco de honor que daba a la helada Plaza Roja de Moscú, donde se realizaba el desfile militar anual en conmemoración del cuadragésimo tercer aniversario de la Revolución de Octubre. Nikolái Leonov, su intérprete, se encontraba en la tribuna reservada al cuerpo diplomático.
Momentos antes el Che se encontraba a su lado, tiritando de frío, cuando un mensajero fue a informarle de que Jrushov lo invitaba a colocarse a su lado. «El Che no quiso ir —dijo Leonov—; no se sentía tan importante para estar en un lugar tan sagrado para él». El mensajero partió, pero volvió poco después. El premier soviético insistía. El Che preguntó a Leonov qué debía hacer; éste le dijo que aceptara. Que Leonov supiera, era la primera vez que alguien que no fuera un jefe de Estado «o al menos un jefe partidario», recibía la invitación a ocupar un lugar en la tribuna sacrosanta del Soviet Supremo sobre el mausoleo de mármol rojo donde yace el cuerpo embalsamado de Lenin.
José Pardo Llada, el antiguo compañero de viajes del Che, también se encontraba en la Plaza Roja, como integrante de una delegación cubana invitada por el Sindicato de Periodistas Soviéticos. Al ver a Guevara en la terraza exclusiva del Presidium junto a Nikita Jrushov y rodeado por las lumbreras del mundo comunista, observó que «en medio de la parafernalia internacional del comunismo, se veía satisfecho, radiante, feliz».
Entre las personas que le presentaron ese día estaba un boliviano moreno y delgado, de su misma edad, llamado Mario Monje Molina, líder del Partido Comunista Boliviano. Fue un encuentro breve y superficial: Monje recordaría más adelante que el Che apenas alcanzó a decirle, «he estado en tu país», antes de que continuaran las presentaciones. Siguieron sus respectivos caminos sin saber hasta qué grado sus destinos se entrelazarían en pocos años más.
En esa primera gira del bloque comunista, el Che viajó durante dos meses entre Praga, Moscú, Leningrado, Stalingrado, Irkutsk, Pekín, Shanghai, Pyongyang y Berlín. Mientras tanto, la campaña presidencial norteamericana arduamente disputada culminaba en un empate; en definitiva, John F. Kennedy derrotaría a Nixon por un margen estrechísimo.
El objetivo principal del viaje era asegurar la venta de la parte de la próxima zafra no adquirida por Moscú, una misión que adquiría cierta urgencia desde la decisión de Eisenhower de suspender las compras de azúcar cubano para el resto de 1960. Sabía que era apenas el preludio a la prohibición total de importar el producto, una perspectiva, empero, que no podía dejar de complacerlo en vista de sus esfuerzos por materializarla desde la victoria rebelde.
El Che había partido de La Habana el 22 de octubre, tres días después del anuncio del embargo norteamericano. Lo acompañaban Leonardo Tamayo, el escolta de dieciocho años que estaba a su lado desde los días en la Sierra Maestra; Héctor Rodríguez Llompart, su mensajero en las conversaciones con Mikoyán, y varios economistas cubanos, chilenos y ecuatorianos que colaboraban con él en el INRA.
En Praga, su primera escala, recorrió una fábrica de tractores, concedió entrevistas y obtuvo un préstamo de veinte millones de dólares para construir una planta de montaje de automóviles en Cuba. En Moscú, aprovechó los intervalos entre conversaciones con funcionarios económicos, militares y comerciales para pasear. Visitó el Museo Lenin y el Kremlin, colocó una ofrenda floral en la tumba de Lenin, asistió a un concierto de Chaikovski y, con Mikoyán, a una representación en el Teatro Bolshói. Leonov lo acompañaba a todas partes.
«Era un personaje altamente organizado —recordó Leonov—; no tenía en ese sentido nada de latinoamericano, era más bien alemán. Puntual, exacto, era asombroso para todos los que han conocido América Latina. Recuerdo cómo él logró disciplinar a su delegación, que era bastante floja en la disciplina, porque el día programado para comenzar las negociaciones a las diez de la mañana, él sale a los carros que estaban esperando, solo, ninguno de los miembros de la delegación había bajado; todos estaban medio dormidos. Le pregunté: “Che, ¿esperaremos a la delegación?” Le dije que no se preocupara, que llamaría al ministro para que nos esperara unos quince o veinte minutos. Él me dijo: “No, vámonos solos.” Y salió solo acompañado por mí a las negociaciones».
Comenzó la reunión y unos veinte minutos después empezó a llegar el resto de la delegación cubana, todos jadeando y sin corbata. «[El Che] no dijo nada absolutamente, ni una sola palabra de crítica, ni el más leve movimiento de los músculos de la cara, nada; pero en la noche me dijo: “Óyeme, Nicolás, organiza mañana la visita de toda la delegación al Museo de Lenin en el Kremlin, y dile a la guía que va a dar la explicación que haga hincapié en la disciplina que exigía Lenin a los miembros del Buró Político en aquel entonces, que hable de eso sobre todo.”»
Leonov dispuso todo tal como le había pedido el Che, y al día siguiente el grupo acudió al museo con entusiasmo. «La muchacha que daba explicaciones comienza a hablar sobre la disciplina en la administración de Lenin, decía que, cuando uno tardaba a la reunión del Consejo de Ministros, el primer castigo era la amonestación muy seria. La segunda vez que llegaban tarde, era la multa de dinero bastante fuerte y la publicación en la prensa del partido. Y la tercera vez, era separado de su cargo, ya sin explicaciones. Y todo el mundo lo sabía». Los camaradas del Che comprendieron perfectamente. Leonov estudió sus expresiones y la del Che, que era «grave… irónica». A partir de entonces, según Leonov, no hubo más indisciplina en la comitiva del Che.
Sin embargo, sancionó a Llompart por su desprolijidad en la corrección del texto de un tratado comercial que debía firmar con el gobierno de Rumanía, uno de los países por visitar. El Che descubrió un error que se le había escapado a Llompart y lo regañó con furia.
«Me dijo cosas horribles para mí; me sentía aplastado, no tenía excusas de ningún tipo, simplemente no había hecho las cosas como tenía que hacerlas —recordó Llompart—. En los primeros momentos reaccionó violentamente, exigiéndome explicaciones y responsabilidades… Se percató de mi vergüenza y dejó de hablar… Sabía que yo comprendía mi error y que estaba abochornado».
Sin embargo, el incidente no terminó ahí. Días después, Llompart se levantó a primera hora para ir a recorrer Leningrado con el resto de la delegación. Al verlo, el Che preguntó: «¿Y tú, adónde vas?» «Bueno, comandante —dijo Llompart—, a Leningrado…» «No —dijo el Che—, primero debes aprender a cumplir con tu deber». El grupo partió sin Llompart. Pero más adelante, cuando se aprestaban a realizar otro paseo, el Che fue personalmente a decirle que podía participar; había cumplido la sanción.
El Che siempre era más severo con aquellos que consideraba que tenían pasta de verdaderos revolucionarios, y evidentemente Llompart era uno de ellos. Si lo decepcionaban, era implacable; si pasaban la prueba, los recompensaba con su confianza. Semanas después, en China, designó a Llompart su representante en una visita a Vietnam. Y al regresar a Cuba, lo nombró jefe de la delegación que visitaría el resto de los países del bloque oriental: Polonia, Hungría, Bulgaria, Rumanía y Albania.
La franqueza del Che solía ofender a sus interlocutores, como sucedió cuando Leonov lo invitó a una cena privada antes de partir de Moscú. Como su vivienda era demasiado pequeña para semejante agasajo, pidió a la familia de Alexeiev, que aún vivía en Moscú, que preparara una cena especial en su apartamento, más grande y cómodo que el suyo. Se esforzaron por preparar esturión y otras exquisiteces de pescado dignas del huésped de honor.
Pero al llegar, el Che exclamó: «¡Madre mía! ¡Yo me quedo hambriento aquí!», y explicó a sus alicaídos anfitriones que no podía comer pescado debido a sus alergias. Le prepararon rápidamente unos huevos. Más tarde, sentados en torno de la magnífica mesa, el Che señaló los platos y echó una mirada intencionada a los comensales; los Alexeiev, que habían vivido en París, exhibían su mejor juego de loza. Alzó una ceja y observó: «Bueno, los proletarios comen aquí con la porcelana francesa, ¿eh?»
Aunque jamás lo dijo en público, sus conocidos dicen que el Che regresó de su primer viaje a Rusia consternado por el estilo de vida elitista y la evidente afición por los lujos burgueses que observó en los funcionarios del Kremlin, comparados con las condiciones de vida austeras del ciudadano soviético común. Evidentemente, cuatro décadas y media de socialismo no habían creado un nuevo Hombre Socialista, al menos en la élite partidaria; no eran ésas sus expectativas al visitar la madre patria del socialismo universal.
En un momento de seriedad, habló sobre Guatemala con Leonov. Evidentemente había sido una experiencia aleccionadora, y aunque poco antes había elogiado a Arbenz públicamente en Cuba, en la conversación con Leonov lo destrozó por «abandonar la batalla» sin luchar. En el pensamiento del Che, el liderazgo era un deber sagrado otorgado a un individuo «elegido» por el pueblo sobre la base de la confianza. Ese privilegio conllevaba la obligación de honrar esa confianza, incluso con el sacrificio de la propia vida. Así concebía su compromiso con la Revolución Cubana, e indudablemente esperaba lo mismo de Fidel.
«Yo no sé si se mantendrá la Revolución Cubana o no —dijo a Leonov—, es difícil decirlo, pero yo seguiré peleando hasta lo último… No me busquen más entre los refugiados de las embajadas. Ya he tenido esta experiencia y no la voy a repetir nunca; yo me iré con la metralleta en la mano, en la barricada».
Leonov asistió a las conversaciones del Che con Jrushov. Entre otras cosas, quería que Cuba tuviera una planta siderúrgica —la piedra angular de la industrialización— con capacidad para producir un millón de toneladas de acero. Quería que los soviéticos la financiaran y construyeran.
«Jrushov al principio se mostró muy reservado —dijo Leonov—, dijo: “Bueno, vamos a estudiarlo”, y sus expertos lo estudiaron durante varios días… Y cada vez, cuando [el Che] veía a Jrushov, le decía: “Bueno, Nikita, y qué hay del plan de la planta.” Nikita le dijo: “Mira, Che, si tú quieres podemos construir la planta, pero en Cuba no hay carbón, no hay mineral de hierro, no hay mano de obra [cualificada] y tampoco hay mercado para el consumo de más de un millón de toneladas, con la incipiente industria cubana. ¿No sería mejor que hicieran una planta chiquita para trabajar con chatarra, con los hierros más bien usados, en luar de gastar tanto?”.
»Pero él era intransigente. “Si construimos esa fábrica más rápido crearemos los cuadros necesarios. En cuanto al mineral de hierro, vamos a buscar en México, en algún lugar cercano; en cuanto al carbón, buscaremos algo… Podemos traerlo de aquí en los barcos que recogen el azúcar de Cuba.”»
Más tarde, a solas, Leonov sugirió que Jrushov podía tener razón, que sería mejor construir gradualmente, por etapas, y que una planta tan enorme podría resultar prematura. Pero el Che respondió: «Bueno, Nicolás, aquí hay más razones sociales, más razones políticas, y la revolución debe ser algo imponente, grande. Debemos combatir el monocultivo del azúcar, debemos convertirnos en industria, y ustedes aquí, en la Unión Soviética, comenzaron su programa de industrialización sin una base».
«Me parecía un poco artificial la idea, que tenía más fundamentos políticos y sociales que económicos, y no prosperó», dijo Leonov. Añadió que el Che perdió un poco de entusiasmo después de consultar con La Habana. No volvió a mencionar la idea y los soviéticos tampoco.
El Che llevó a Leonov en su viaje a Corea del Norte, pensando que harían falta sus servicios de intérprete, pero apenas llegaron a Pyongyang tuvieron que separarse. La disputa chino-soviética alcanzaba su apogeo, y Corea del Norte era aliada de Pekín.
«Pero los coreanos me aislaron, y me separaron prácticamente del Che», dijo Leonov, quien debió alojarse en la embajada soviética mientras llevaban al Che a una residencia para huéspedes del gobierno. Permaneció allí durante el viaje del Che a China y luego se reunieron para el regreso a Moscú.
Según Leonov, el viaje a Corea y China obedecía a un doble objetivo: «Para él, en primer lugar, conocer los ejemplos del socialismo asiático…, y segundo, porque esos dos países no estaban aquí en Moscú entre los futuros compradores de azúcar, y él quería asegurar algunas ventas de azúcar allá… Resolvió las dos tareas, porque vio el socialismo, un poco despótico, un poco asiático, a la usanza de ellos y logró la venta, creo que de doscientas mil toneladas de azúcar a China».
En verdad, el viaje a China fue sumamente provechoso. Logró vender un millón de toneladas de la zafra de 1961 y además obtuvo un préstamo de sesenta millones de dólares para la compra de bienes chinos. Conoció al legendario líder de la Larga Marcha, Mao Tse-tung, y cenó con su segundo, Chou En-lai. Éste elogió la Revolución Cubana y el Che respondió que la revolución china era un ejemplo para «las Américas». Sin duda, esto mortificó a los soviéticos, y su consternación sin duda aumentó cuando, al partir de China, el Che dijo que «en general no tenía una sola discrepancia» con Pekín.
Los norteamericanos tampoco pasaron por alto las declaraciones fraternales del Che. Un informe secreto de la inteligencia norteamericana comenta su estancia en China con interés. «Un aspecto notable de la visita de Guevara a Peiping [Pekín] fue que aparentemente tomó partido por los chinos en varios puntos clave de la disputa chino-soviética».
«En una recepción, el 20 de noviembre, Guevara elogió el movimiento comunal chino (atacado por los soviéticos) y dos días antes ensalzó la revolución comunista china como un “ejemplo” que ha “mostrado un nuevo camino para las Américas”. Guevara no hizo una declaración semejante sobre el ejemplo de la Unión Soviética durante su permanencia en Moscú».
Si bien en sus declaraciones el Che dejó traslucir sus propias simpatías, tanto él como Fidel se preocupaban por no tomar partido abiertamente en la confrontación entre los dos gigantes del comunismo. De regreso en Pyongyang, el Che expresó diplomáticamente a Leonov su esperanza de que las dos naciones «resolvieran sus diferencias», pero los dos líderes cubanos tenían plena conciencia de que su posición les permitía aprovechar al máximo el enfrentamiento entre Pekín y Moscú. En efecto, a su regreso a Moscú el 19 de diciembre, los soviéticos en un alarde de generosidad aceptaron comprar 2,7 millones de toneladas de la zafra siguiente a precios superiores a los del mercado mundial. El comunicado soviético-cubano difundido ese día expresaba el agradecimiento cubano por la ayuda económica soviética y subrayaba el «pleno apoyo» de la Unión Soviética a los esfuerzos de Cuba por conservar su independiencia «frente a la agresión». En términos similares a los elogios de Guevara a China, el comunicado moscovita ensalzaba a Cuba como «un ejemplo para los demás pueblos del continente americano, así como los de Asia y África».
Al día siguiente, el Che partió de regreso a La Habana con breves escalas en Praga y Budapest. Se había enterado de que un conocido de la infancia, el refugiado republicano español Fernando Barral, vivía en Hungría. Se habían visto por última vez diez años antes, cuando el gobierno argentino detuvo a Barral por «agitación comunista» y lo expulsó del país. Desde entonces, Barral había estudiado en Hungría hasta licenciarse como médico. Había vivido la insurrección húngara de 1956 y la subsiguiente invasión soviética que la aplastó. Seguía las noticias sobre la Cuba revolucionaria con gran interés. En cuanto a ese comandante argentino Ernesto Guevara, apodado «Che», se preguntaba: «¿Será realmente el loco Guevara que yo conocí?» Durante su breve estancia en Budapest, el Che pidió a la embajada cubana que encontrara a Barral, pero fue imposible. Dejó la siguiente nota, que finalmente llegó a destino:
Querido Fernando:
Sé que tenías dudas sobre mi identidad pero creías que era yo. Efectivamente, aunque no, pues ha pasado mucha agua bajo mis puentes y del ser asmático, amargado e individualista que conociste, queda el asma. Me enteré que te habías casado, yo también y tengo dos hijos,[69] pero sigo siendo un aventurero. Sólo que ahora mis aventuras tienen un fin justo.
Saludos a tu familia de este sobreviviente de una época pasada y recibe un abrazo fraterno de Che [P.D.] Qué tal es mi nuevo nombre.
Tal como le había sucedido a Granado, el contacto con Guevara imprimió un nuevo rumbo a la vida de Barral. El sistema socialista consolidado y burocrático de Hungría ya no tenía sorpresas para el exiliado, y la oportunidad de participar en la «nueva» revolución en Cuba le atraía enormemente. En su respuesta al Che, expresó su interés por vivir y trabajar en la isla. El Che le escribió en febrero de 1961 para darle la bienvenida. «Que el sueldo será decoroso sin permitir mayores lujos y que la experiencia de la Revolución Cubana es algo que me parece muy interesante para personas que, como tú, tienen algún día que empezar de nuevo en la patria de origen».
(Barral aceptó la oferta y emigró a Cuba en noviembre de 1961. Casi el primer día, el Che lo envió con Ramiro Valdés, el jefe de seguridad, quien para poner a prueba su dedicación revolucionaria lo envió al Escambray a combatir en la «Lucha contra Bandidos».)
En ese viaje, un nuevo rostro entró en la vida del Che. En Berlín conoció a una mujer germano-argentina de veintidós años llamada Haydée Tamara Bunke, intérprete en sus reuniones con los funcionarios alemanes. Era hija de judíos comunistas que en 1931 habían huido de la Alemania hitleriana para radicarse en la Argentina, donde nació Tamara dos años después. Allí pasó su infancia y a los catorce años volvió con sus padres a la República Democrática Alemana, gobernada por los comunistas. Formada por sus padres en la ideología comunista, era hija leal del Estado socialista y miembro del ala juvenil del Partido Comunista desde los dieciocho años. Gracias a su conocimiento del español la nombraron intérprete oficial, pero según una declaración firmada que presentó al partido en 1958, soñaba con volver a Latinoamérica —en lo posible a su Argentina natal— para «ayudar al partido».
Cuando la presentaron al Che, la bonita rubia Tamara ya conocía a algunos de sus camaradas. Seis meses antes Orlando Borrego había viajado a Berlín con una delegación comercial, y Tamara les había servido de intérprete; más adelante, ambos recordarían el vivo interés de la joven por Cuba y su revolución, y su deseo de trabajar allá. Cinco meses después de conocer al Che, su deseo se hizo realidad; en mayo de 1961 voló a Cuba y poco después pasó a cumplir tareas en el proyecto de revolución latinoamericana.
En el vuelo de regreso, el Che sin duda se sentía complacido. Había conocido a los líderes del mundo socialista y obtenido ventas y créditos vitales para Cuba. Durante los dos años anteriores había desempeñado un papel crucial en la consolidación de la alianza soviético-cubana. Según Alexeiev: «El Che prácticamente fue el arquitecto de nuestra amistad».
El Año Nuevo de 1961, Fidel convocó a la movilización militar general y realizó un desfile por las calles de La Habana para exhibir los tanques y armamentos recientemente adquiridos a la Unión Soviética. Al día siguiente, ordenó a la embajada estadounidense que redujera su personal a once empleados, el mismo número que la embajada cubana en Washington. Para el presidente saliente Eisenhower, fue la gota que rebasó el vaso. Sólo restaba firmar el certificado de divorcio que ponía fin a una relación agitada de sesenta años. Al día siguiente, 3 de enero de 1961, en una de sus últimas medidas antes de entregar la presidencia a John F. Kennedy, cortó las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.