AGRADECIMIENTOS
Una biografía es obra de una persona, pero sólo se puede llevar a cabo con la colaboración de otras. Un proyecto como éste, que abarcó cinco años, obliga a agradecer a muchas personas. Tal vez algunas no aprueben el resultado final. A ellas sólo les digo lo que siempre he dicho: en este libro mi única lealtad es para con el Che Guevara; escribo según mi percepción de su verdad, no la de otros. Pero a fin de tranquilizar a todos los espíritus, al llegar a este punto debo decir que «el autor es el único responsable del contenido de este libro».
En Cuba, donde pasé la mayor parte del tiempo y realicé las principales investigaciones, estoy especialmente en deuda con la viuda del Che Guevara, Aleida March, quien se atrevió a despertar de tres décadas de hibernación para atender a un «yanqui» insolente y fisgón. Sé que no fue fácil para ella y que muchos le aconsejaron que no lo hiciera. Agradezco su valentía y su confianza al permitirme sacar mis propias conclusiones de sus revelaciones. Tengo una gran deuda con María del Carmen Ariet, inteligentísima asesora y confidente de Aleida, probablemente la persona que más sabe sobre el Che Guevara en el mundo. Muchas gracias, María, del «gringo feo». Orlando Borrego, protegido y amigo íntimo del Che, puso a mi disposición sus vastos conocimientos y me trató como amigo, cosa que le agradeceré eternamente. Manuel Piñeiro Losada, alias «Barbarroja», jefe de espías y guardián de los secretos de Cuba durante treinta y cinco años, salió de las sombras para ayudarme a despejar ciertos misterios que rodean las actividades clandestinas del Che, un privilegio sin precedentes que aprecio enormemente. Muchas gracias también a Aleida Piedra, ayudante y amiga leal que se convirtió en un miembro más de la familia.
A Denis Guzmán, funcionario del Comité Central del Partido Comunista cubano, quien gestionó mi primera solicitud para trabajar en Cuba y resolvió los problemas iniciales de nuestra estancia; María Flores, Roberto de Armas, el difunto Jorge Enrique Mendoza —mi primer «anfitrión» oficial—, quien lamentablemente se suicidó poco después de mi llegada; Julie Martin y su padre Lionel Martin, una gran persona y un buen amigo que me brindó sus pensamientos, sus años de experiencia y su archivo personal sobre el Che; Manuel, Alejandro, Katia y toda la «familia Gato»; Lorna Burdsall, Pascal e Isis Fletcher, Lisette, Ron Ridenour, Veronica Spasskaya, Roberto Salas, Encarna, Fernando y Laly Barral, Leo y Michi Acosta, Micaela y Fernando, Miguel y Tanja, Julio y Olivia, Marta y Carmen, Isaac y Ana, Dinos y Maribel Philippos, Ángel Arcos Vergnes, Juan Gravalosa, Tirso Sáenz, Harry Villegas, Alberto Castellanos, Alberto Granado, Osvaldo de Cárdenas, Ana María Erra, María Elena Duarte, Estela y Ernesto Bravo, Mariano, Gustavo Sánchez, Jesús del Valle, Paco Usallán, Marta Vitorte, Cari y Margarita, la «profe». En el Consejo de Estado cubano, Pedro Álvarez Tabío me permitió acceder a los codiciados archivos del Che, donde conté con la gran ayuda de Efraín González y Heberto Norman Acosta. El historiador Andrés Castillo Bernal me proporcionó una copia de su propio manuscrito original, ampliamente documentado, sobre la Revolución Cubana.
En la Argentina debo agradecer a Calica Ferrer, Carlos Figueroa, Chicho y Mario Salduna, Pepe Tisera, Roberto y Celia Guevara, Julia Constenla, Rogelio García Lupo, Reynaldo Sietecase, Héctor Jouve, Alberto Korn, Toto Schmukler, Oscar del Barco, Benjamín Elkin, Nelly Benbibre de Castro, Emiliano Acosta, Tatiana y Jaime Roca, y a todos los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense —Anahí, Patricia, Darío y Mako— y en especial a Alejandro Inchaurregui, a quien considero un buen amigo. También Roberto Baschetti, Julio Villalonga, María Laura Avignolo y Claudia Korol.
En Bolivia, vaya mi agradecimiento a Loyola Guzmán y Humberto Vázquez Viaña. También a Rosa y Natalie Alcoba, a Martín y Matilde; Ana Urquieta, Juan Ignacio Siles, Chato Peredo, René Rocabado, Carlos Soria, Clovis Díaz, Miguel Ángel Quintanilla y Tania, del Hotel Copacabana. Mis mejores deseos de éxito para el Equipo de Baloncesto Anderson en Vallegrande. El general retirado Reque Terán me brindó generosamente su tiempo, sus documentos y su colección de fotografías secuestradas.
En Paraguay, Socorro Selich y sus hijas, en especial Zorka, me alojaron con toda confianza y develaron los secretos del difunto coronel Andrés Selich, una figura clave en las últimas horas de vida del Che Guevara. Agradezco su confianza, su cálida hospitalidad, y a Tilín por ayudarme a copiar cintas grabadas y fotografías tomadas hace treinta años.
En México, mi investigación fue coordinada o dirigida por Phil Gunson, excelente periodista, veterano estudioso de América Latina y buen amigo. Tengo con él una deuda especial de gratitud por su paciencia y su ayuda incansable para buscar personas y archivos en México, Guatemala, Nicaragua y Panamá.
En el Reino Unido, Richard Gott y John Rettie me dieron aliento, información y contactos invalorables. Gracias también a Duncan Green y Raquel del LAB, Pedro Sarduy y Jean Stubbs; Noll Scott, Landon Temple, Muhammad y Helena Poldervaart, Carlos Carrasco, Ashok Prasad y Peter Molloy.
En Moscú, Irina Kalinina, Anatoli, Esperanza, Volodia, Mario Monje y Alexander Alexeiev. En España, Henry Lerner, Carmen González-Aguilar y su difunto hermano Pepe Aguilar, quien me brindó su tiempo aunque ya estaba en su lecho de muerte. En Suecia, Ciro Bustos, quien me brindó su hogar y su confianza en nuestras largas conversaciones. En El Cairo, Carol Berger hizo grandes esfuerzos para buscar a las personas que yo deseaba entrevistar.
En Alemania, Peter Müller me ayudó con los archivos de la Stasi y me dio su apoyo también de otras maneras. El cineasta suizo Richard Dindo me porporcionó direcciones e indicaciones referentes a Bolivia y también algunas fotos para el libro.
En Washington, Peter Kornbluh del The National Security Archive, Scott Armstrong, David Corn, Sergo Mikoyán y Phil Brenner. En Miami, muchas gracias a mis amigos y mis varias veces anfitriones —todos activa y amablemente interesados en este libro y mis penurias—, Rex y Gabriela Henderson, David e Inés Adams y José y Gina de Córdoba.
Estos y otros amigos y parientes repartidos por el mundo hicieron de esta larga empresa una experiencia mucho más placentera. Entre ellos se cuentan Vanadia Sandon-Humphries, Doris Coonrad, David Humphries, Jonathan Glancey, Michelle, Tina, Meim, Nohad Al-Turki, Nick Richards, Christopher y Monique Maxwell-Libby, Colin Pease, David Ridd, Simon Tucker, Ros Bain, Laurie Johnston, Cathy Booth, Tim Golden, Jeff Russell, Chuck y Bex, Michelle Labrut, Bertha Thayer, Mike y Joan CarabiniParker, Janet y Terry Parker, María Elena, Matilde Stone, Martin y Eva Barrat, Ingrid Vavere, Colin Lizieri y Jos y Kien Schreurs-Timmermans.
Durante estos cinco años fallecieron varios de mis seres queridos. Vaya para ellos mi reconocimiento y despedida. Mi madre, Barbara Joy Anderson, quien fue mi primer mentor y querida amiga, falleció repentinamente cuando me encontraba en Cuba. Sofía Gato, quien ayudó a criar a los hijos del Che y nos ayudó a nosotros de la misma manera, se convirtió rápidamente en nuestra mejor amiga. Falleció en 1996 y todos la echamos muchísimo de menos.
Me parece singularmente apropiado que este libro lo publique Grove Press, la primera editorial que publicó los escritos del Che Guevara en Estados Unidos. Las oficinas de Grove fueron destruidas por una bomba en los años sesenta, después de que su revista de «izquierdas» Evergreen publicara en la tapa el más emblemático retrato del Che. El editor Morgan Entrekin me ha dado su apoyo durante todos estos años. Aunque jamás lo dijo, estoy seguro de que en ocasiones lo hizo a su pesar, pero le agradezco que jamás me lo hiciera saber. Lo mismo digo de mi agente Deborah Schneider. A Carla Lalli y Elizabeth Schmitz por sus esfuerzos, Anton Mueller, Kenn Russell, Muriel Jorgensen, Miwa, Judy y todo el personal de Grove Press que me hizo sentir como en casa: Joan, Eric, Jim, Scott, Lauren, Lissa, Amy, Tom, Lea y Ben, muchas gracias. Asimismo a Patty O’Connell, quien desentrañó mi sintaxis enredada y mis caídas en el spanglish. Por su respaldo y resistencia agradezco a los editores de Transworld, Emecé Editores, Baldini & Castoldi y Objetiva. Y, de igual manera, a Jorge Herralde y todo el equipo de Editorial Anagrama, para esta nueva edición.
Pocos autores tienen la suerte de contar como correctores a un hermano y un amigo íntimo que también son escritores; yo tuve el privilegio singular de que Scott Anderson y Francisco Goldman redujeran mi volumen abrumadoramente pesado. Si éste resulta legible, el mérito es principalmente suyo.
Mi esposa Erica fue mi compañera sin desmayos y me brindó su apoyo a lo largo de esta odisea. Con auténtica flema británica, consintió que nos mudáramos de Oxford a La Habana, donde instaló nuestro hogar en medio de una sociedad que parecía derrumbarse a nuestro alrededor. Aceptó sin quejas mis frecuentes viajes al exterior, algunos de los cuales duraron varios meses, y en cada ocasión, gracias a ella, me encontré al volver con una familia sana y bulliciosa. Para nuestros hijos, Bella, Rosie y Máximo, este libro se convirtió en parte inseparable de sus vidas. El Che Guevara fue para todos ellos la primera personalidad que pudieron identificar fuera de nuestra familia cercana. El idioma natal de Rosie y Máximo fue el español, y Bella iniciaba sus clases matutinas con el himno Seremos como el Che.