I
Cuando se produjeron los primeros ataques aéreos sobre la capital guatemalteca, Ernesto experimentó la emoción de hallarse bajo fuego por primera vez. En una carta a Celia confesó que se «sentía un poco avergonzado por divertirme como un mono… La mágica sensación de invulnerabilidad» que experimentaba al ver a la gente correr por la calle durante los bombardeos lo hacía «relamerse de gusto».
A pesar de la novedosa sensación de la ausencia de miedo, la violencia lo sobrecogió. «Los bombardeos más leves tienen su grandeza. Vi a uno apuntar contra un blanco relativamente cerca de donde estaba yo y se veía al avión crecer por momentos mientras desde las alas brotaban lenguas intermitentes de fuego y se escuchaba el ruido de la ametralladora y de las metralletas livianas que le devolvían el fuego. De repente se quedó suspendido en el aire, horizontal, y entonces entró en picada y uno sentía la tierra estremecerse por la bomba».
Días después, con un estado de ánimo un poco más sobrio, escribió en su diario: «Los últimos acontecimientos pertenecen a la historia, cualidad que creo que por primera vez se da en mis notas. Hace días, aviones procedentes de Honduras cruzaron las fronteras con Guatemala y pasaron sobre la ciudad en plena luz del día ametrallando gente y objetivos militares. Yo me inscribí en las brigadas de sanidad para colaborar en la parte médica y en brigadas juveniles [de la Alianza Democrática comunista] que patrullan las calles de noche».
Se había impuesto el apagón nocturno y una de las tareas de la patrulla de Ernesto era asegurarse de que nadie encendiera luces por temor a darles un blanco a los bombarderos. Por su parte, Hilda firmó un comunicado de los exiliados políticos en apoyo de la revolución guatemalteca y formó una brigada femenina en su oficina para llevar alimentos a los hombres que patrullaban las calles.
El 20 de junio, Ernesto escribió a su madre, que cumplía años: «Esta carta te llegará un poco después de tu cumpleaños, que tal vez pases un poco intranquila con respecto a mí. Te diré que si por el momento no hay nada que temer, no se puede decir lo mismo del futuro, aunque personalmente yo tengo la sensación de ser inviolable (inviolable no es la palabra pero tal vez el subconsciente me jugó una mala pasada)».
A pesar de las provocaciones de los ataques aéreos y la incursión terrestre de Castillo Armas, escribió a su madre, el gobierno de Arbenz procedía con cautela: dejaba que los mercenarios penetraran en Guatemala a fin de evitar «incidentes fronterizos» que permitieran a Estados Unidos y Honduras invocar su tratado de seguridad recíproca para repeler la «agresión» guatemalteca. Hasta entonces, Guatemala se había limitado a presentar una protesta diplomática contra Honduras y pedir una sesión especial del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. «El incidente ha servido para aunar a todos los guatemaltecos debajo de su gobierno y a todos los que, como yo, vinieron atraídos por Guatemala». Y en conclusión, formuló un juicio que poco después se revelaría lamentablemente equivocado: «El coronel Arbenz es un tipo de agallas, sin lugar a dudas, y está dispuesto a morir en su puesto si es necesario».
Las primeras noticias del frente eran alentadoras. Las fuerzas del gobierno devolvían los ataques con cierto éxito. Castillo Armas había tomado Esquipulas, la ciudad del Cristo Negro adonde se dirigían las peregrinaciones, pero en otros frentes sus tropas se habían empantanado sin alcanzar sus objetivos de Puerto Barrios y Zacapa. A pesar del pánico inicial, los aviones mercenarios de la CIA causaban daños relativamente leves ya que con frecuencia erraban el blanco. Varios habían quedado fuera de acción debido al fuego antiaéreo. Se había capturado el buque hondureño Siesta de Trujillo cuando intentaba descargar armas y municiones para los invasores. Además, como víctima de un ataque procedente del exterior, Guatemala tenía buenos argumentos para solicitar la intervención de la ONU en su defensa.
El 20 de junio, el día que Ernesto escribió esas palabras, los supervisores norteamericanos estaban alarmados por la perspectiva de una derrota de su «Ejército de Liberación». A petición de Allen Dulles, Eisenhower autorizó el envío de dos cazabombarderos adicionales. Estos aviones entraron en acción el 23; durante tres días ametrallaron y bombardearon blancos importantes en la capital y otras ciudades clave.
Al mismo tiempo Estados Unidos llevaba a cabo una maniobra para frustrar la petición guatemalteca de que se celebre una sesión especial del Consejo de Seguridad para discutir la crisis. El presidente en ejercicio del Consejo ese mes era el embajador norteamericano Henry Cabot Lodge, enfrentado sobre ese asunto con el secretario general de la ONU Dag Hammarskjöld. Lodge aceptó convocar la sesión el 25 de junio, pero para entonces los nuevos bombarderos habían causado graves daños. Las fuerzas de Castillo Armas habían ganado tiempo para reagruparse y lanzar nuevos asaltos.
El 24 de junio, los invasores tomaron el pueblo de Chiquimula, donde Castillo Armas instaló el cuartel general de su «gobierno provisional». «La voz de la liberación» batía los parches de guerra para crear la impresión en sus oyentes de que el ejército libertador era una fuerza avasallante, que obtenía victorias a diestro y siniestro mientras los defensores del gobierno caían derrotados.
Arbenz y sus jefes militares perdían confianza. Mientras tanto, el embajador Lodge presionaba a los miembros del Consejo para que votaran contra la petición guatemalteca del envío de una comisión investigadora. Francia y Gran Bretaña soportaban las mayores presiones; Eisenhower y John Foster Dulles multiplicaban los encuentros con el primer ministro británico Winston Churchill, de visita en Washington. Su mensaje era que si Londres y París no apoyaban su posición sobre Guatemala, no habría ayuda norteamericana para enfrentar las situaciones en Chipre, Indochina y Suez. El 25 de junio, en la votación del Consejo de Seguridad, Estados Unidos impuso su posición contraria a la investigación por el estrecho margen de cinco votos contra cuatro con dos abstenciones, las de Gran Bretaña y Francia. Guatemala había quedado librada a sus propias fuerzas.