VI
En Buenos Aires, Guevara Lynch alquiló un chalet para su familia en el terreno de una gran quinta colonial, propiedad de su hermana María Luisa y su esposo, situada a una distancia cómoda de su astillero en apuros en el suburbio residencial de San Isidro.
Poco después, en diciembre, Celia dio a luz a una niña a quien bautizaron con el nombre de la madre. Durante el tiempo que Guevara Lynch se ocupó del astillero, la vida familiar se centró en excursiones al club náutico San Isidro, cerca del lugar donde los ríos Paraná y Uruguay se unen para formar el delta del Plata.
Guevara Lynch halló el astillero al borde de la quiebra, presuntamente por culpa de la falta de criterio comercial de su primo segundo y socio Germán Frers. Hombre rico, independiente y campeón de regatas, Frers se dedicaba al astillero por amor. Entusiasmado con la creación de obras de arte náuticas, invertía en artesanía fina y material importado, con el resultado de que el costo de la embarcación solía superar el precio de venta convenido. La herencia de Guevara Lynch se evaporaba. Para colmo, poco después de su regreso, un incendio devoró el astillero con sus botes, madera y pintura.
Si el astillero hubiese estado asegurado, el incendio habría podido parecer un suceso fortuito. Pero Frers había descuidado el pago del seguro, y Guevara Lynch perdió su herencia de la noche a la mañana. Lo único que le quedaba de su inversión era el Kid. Para compensarlo en parte, Frers le dejó el Ala, un yate a motor de doce metros de eslora.
No todo estaba perdido. El Ala tenía algún valor y aún poseían la plantación en Misiones, que Guevara Lynch había dejado en manos de un administrador amigo de la familia. Esperaban recibir una renta anual de la cosecha. Entretanto, tenían la renta del establecimiento cordobés de Celia. Además, tenían familiares y amigos de sobra de modo que nunca pasarían hambre.
A principios de 1930, Guevara Lynch no parecía excesivamente preocupado por el futuro. Durante algunos meses llevó una vida rumbosa: pasaba los fines de semana navegando con amigos en el Ala y haciendo picnics en las numerosas islas del delta río arriba. La familia pasaba los días calurosos del verano argentino (noviembre a marzo) en la playa del club náutico San Isidro o visitaba las estancias de primos y parientes políticos adinerados.
Sucedió que un día de mayo de 1930, Celia llevó a su hijo de dos años a nadar en el club náutico, pero faltaba poco para el invierno y soplaba un viento frío. Esa noche el niño tuvo un ataque de tos. El médico diagnosticó una bronquitis asmática y recetó los medicamentos habituales, pero el ataque, lejos de disminuir, duró varios días. La familia comprendió que el joven Ernesto había contraído un asma crónica, que lo afectaría durante el resto de su vida y alteraría irrevocablemente la de sus padres.
Poco después volvieron los ataques, agravados. El resuello asfixiante de Ernesto provocaba la angustia de sus padres. Desesperados, consultaron a muchos médicos y aplicaron vanamente todos los tratamientos conocidos. El clima hogareño se deterioró. Guevara Lynch recriminaba a Celia por su imprudencia y la culpaba por haber provocado la enfermedad de su hijo.
En realidad, no era del todo justo con ella. Celia era sumamente alérgica y sufría ataques de asma. Probablemente había transmitido esa propensión congénita a Ernesto. Más adelante algunos de sus hermanos y hermanas también contrajeron alergias y asma, aunque ninguno en grado tan virulento. Probablemente la exposición al frío y el agua sólo habían activado los síntomas que ya estaban latentes en él.
Sea cual fuere la causa, el asma de Ernesto hacía imposible el regreso al clima húmedo de Puerto Caraguataí. Incluso San Isidro, tan próximo al Río de la Plata, era demasiado húmedo para su hijo. En 1931, los Guevara se mudaron nuevamente, esta vez a un apartamento alquilado en un quinto piso cerca del Parque de Palermo en Buenos Aires. Eran vecinos de Ana Isabel, la madre de Guevara Lynch, y su hermana soltera Beatriz, quien vivía con ella. Las dos mujeres se deshacían en muestras de cariño hacia el niño enfermizo, quien a su vez las prefería a los demás parientes.
En mayo de 1932, Celia dio a luz a su tercer hijo, un varón. Lo llamaron Roberto, como su abuelo paterno de California. La pequeña Celia, de un año y medio, daba sus primeros pasos, y Ernesto, de cuatro, aprendía a pedalear en su bicicleta en los bosques de Palermo.
Pero el traslado no le curó el asma. Para Guevara Lynch, la enfermedad de su hijo era una suerte de maldición: «El asma de Ernesto comenzaba a coartar nuestras decisiones. Cada día imponía nuevas restricciones a nuestra libertad de movimientos y cada día quedábamos más a merced de esa maldita enfermedad».
Cuando los médicos recomendaron un clima seco para estabilizar el asma de Ernesto, los Guevara se trasladaron a las sierras de la provincia de Córdoba. Durante varios meses viajaron ida y vuelta entre Córdoba y Buenos Aires, alojándose en hoteles y casas de alquiler, conforme los ataques de Ernesto disminuían y luego se agravaban sin una pauta aparente. Imposibilitado de ocuparse de sus asuntos o poner en marcha una empresa nueva, Guevara Lynch sentía aumentar la frustración. Se sentía «inestable, como en el aire y sin poder concretar nada».
El médico les recomendó que se instalaran en Córdoba durante por lo menos cuatro meses con el fin de asegurar la recuperación de Ernesto. Un amigo de la familia les aconsejó que probaran en Alta Gracia, un pueblo de aguas termales en las estribaciones de la Sierra Chica cordobesa cuyo clima bueno y seco atraía a pacientes de tuberculosis y otros males respiratorios. Siguieron el consejo. La familia se trasladó a Alta Gracia para una corta estancia: no imaginaban que sería su hogar durante los once años siguientes.