V

Deprimido aún por las malas noticias de Osmany, el Che se sentó con Laurent Mitoudidi a discutir los planes militares. Lo convencería de que el ataque a Albertville era prematuro, que antes debían conocer la situación real en todos los sectores del frente. Él no tenía una visión precisa y el estado mayor tampoco, ya que dependía de informes de comandantes de campo alejados; y el Che empezaba a descubrir que éstos en general no eran fiables. Finalmente, Mitoudidi aceptó su propuesta de enviar cuatro grupos de guerrilleros a los distintos frentes.

El Che inmediatamente envió a varios hombres y en pocos días empezó a recibir informes. En un par de frentes los hombres estaban bien armados y parecían dispuestos a combatir, pero la desgana y el caos generalizado reinaban en todas partes. Los jefes solían beber hasta quedar atontados y desmayarse a la vista de sus tropas como si fuera un pasatiempo normal. Los rebeldes iban y venían en jeep por los caminos que controlaban, pero se preocupaban poco por desarrollar la guerra. Ocupaban posiciones estáticas, no hacían instrucción ni salían de reconocimiento ni buscaban información. Contaban para su abastecimiento con los intimidados campesinos de la región. Éstos temían a los rebeldes que, como señaló el Che, los sometían a frecuentes «vejámenes y malos tratos». Su conclusión fue que «la característica del Ejército Popular de Liberación era la de ser un ejército parásito».

El Che empezó a descubrir que los congoleños eran gente perezosa. Durante las marchas sólo cargaban sus armas, municiones y mantas; si se les pedía que llevaran algo más, respondían, Mimi hapana motocar (no soy un camión). Con el tiempo empezaron a decir, Mimi hapana cuban (no soy cubano). Los cubanos se hicieron rápidamente una pésima opinión de sus camaradas congoleños.

En el frente de Lulimba, Víctor Dreke observó que los rebeldes ocupaban una posición elevada a siete kilómetros del puesto enemigo y hacía meses que no bajaban de allí. En lugar de realizar ataques, pasaban los días disparando un gran cañón de 75 milímetros sin retroceso hacia el enemigo, que estaba lejos del alcance del arma. El jefe de este frente, que se hacía llamar «general Mayo», no ocultaba su hostilidad hacia Kabila y Mitoudidi, que según él eran un par de «extranjeros». Mayo había desobedecido la orden de Mitoudidi de presentarse ante él.

En Lualaborg, Mitoudidi hacía lo posible por disciplinar a sus hombres: castigaba a los bebedores de pombe enterrándolos hasta el cuello, suspendía la distribución de armas y pronunciaba filípicas severas. Cuando el Che dijo que se sentía aislado de los combatientes por falta de conocimiento del idioma, Mitoudidi le envió a uno de sus ayudantes, un adolescente llamado Ernesto Ilanga, para que le diera clases diarias de swahili.

A principios de junio, el Che se sentía cada vez más angustiado por el tedio; escribió que la vista desde el campamento, enmarcada por dos colinas que permitían ver una pequeña parte del lago, se le hacía «odiosa». Envió otros grupos de reconocimiento, pero no podían emprender acciones sin la autorización de Laurent Kabila, el superior de Mitoudidi. Recibían mensajes de que Kabila estaba a punto de llegar, que se retrasaba, que llegaría mañana sin falta, o pasado mañana. «Y seguían arribando barcos con una buena cantidad de armas de gran calidad; era verdaderamente lastimoso observar cómo se desperdiciaban recursos de los países amigos, de China y de la Unión Soviética fundamentalmente, el esfuerzo de Tanzania, la vida de algunos combatientes y de civiles para realizar tan poca cosa».

El 7 de junio, el Che fue a despedir a Mitoudidi a la base de Kibamba; el campamento del estado mayor se desplazaría a un punto cercano sobre la orilla del lago, y el jefe quería inspeccionarlo. Antes de despedirlo, le pidió que le dijera la verdad sobre la ausencia de Kabila; Mitoudidi confesó que el jefe no vendría aún porque el primer ministro chino Chou En-lai era esperado en Dar es Salam, y Kabila quería conversar con él sobre sus peticiones de ayuda.

El Che inició el ascenso de la montaña, pero antes de llegar a la cima lo alcanzó un mensajero con la noticia de que Mitoudidi se había ahogado en el lago. Fue un golpe duro, porque había depositado en él sus esperanzas de hacer algo en el Congo. Este capítulo de Pasajes se titula «Muere una esperanza» y, en realidad, las circunstancias turbias que rodearon el deceso de Laurent Mitoudidi parecen una síntesis de los problemas de la «revolución» a la que el Che quería prestar ayuda.

Según un par de cubanos que estaban en el bote, soplaba un fuerte viento y había olas en el lago, y la caída de Mitoudidi al agua fue «accidental». Sin embargo, el relato despertó las sospechas del Che, quien escribió: «A partir de ese momento se suceden una serie de hechos extraños, que uno no sabe si atribuir directamente a la imbecilidad, a la extraordinaria superstición (ya que el lago está poblado de toda clase de espíritus) o a algo más serio». Mitoudidi había permanecido a flote y pidiendo auxilio durante diez o quince minutos, pero dos hombres que se arrojaron al agua para salvarlo también se ahogaron. Los hombres del bote habían parado el motor, y cuando volvieron a encenderlo «parecía que alguna fuerza mágica no les permitía acercarse a donde estaba Mitoudidi; por fin, mientras éste todavía continuaba pidiendo auxilio, la barca se dirigió a la orilla y los compañeros lo vieron desaparecer poco después».

La muerte de Mitoudidi era un revés trágico, pero había que sobreponerse. A fines de junio, después de dos meses de no hacer «absolutamente nada», los cubanos iniciaron su guerra en el Congo. El tutsi ruandés Mudandi, un comandante rebelde formado en China, llegó de Dar es Salam con órdenes de Kabila: habían abandonado el plan de atacar Albertville; el Che debía atacar la guarnición militar y planta hidroeléctrica del fuerte Bendera. El plan no le agradó; sabía por los tutsis de Mudandi que Bendera era un puesto bien fortificado, defendido por trescientos soldados y cien mercenarios blancos. Le pareció un objetivo demasiado grande para sus fuerzas mal preparadas, pero finalmente decidió llevar a cabo el plan de Kabila, ya que un poco de acción era mejor que nada. Pero ante la falta de respuesta de Kabila a su petición de que se le permitiera acompañar la fuerza de ataque siquiera en calidad de «comisario político», el Che tuvo que quedarse atrás; a fines de junio, la columna de cuarenta cubanos y ciento sesenta congoleños y tutsis ruandeses partió hacia Bendera.

Atacaron el 29 de junio, con resultados catastróficos. El jefe de asalto, Víctor Dreke, informó que al iniciarse el combate, muchos tutsis abandonaron sus armas y huyeron, mientras que muchos congoleños se negaron a combatir. Más de un tercio desertó antes del inicio de las acciones. Además, murieron cuatro cubanos y el diario personal de uno de ellos cayó en manos enemigas. Debido a ello, los mercenarios y la CIA norteamericana —que había enviado a exiliados anticastristas en misiones de bombardeo y reconocimiento para las fuerzas del gobierno— se enteró de que había cubanos combatiendo con los rebeldes. En efecto, el comandante mercenario Mike Hoare escribiría más adelante que la audacia del ataque había despertado sus sospechas de que los rebeldes recibían ayuda del exterior; el diario secuestrado, que entre otras cosas mencionaba un itinerario de viaje de La Habana a Praga y Pekín, fue la primera prueba irrefutable de la presencia de guerrilleros cubanos en la región.

Al hacer el balance del fiasco, el Che tuvo que confrontar la perniciosa dawa en todo su vigor. Los africanos atribuían la derrota a una «mala dawa» y decían que su muganga (brujo) era «ineficiente». «Éste trató de defenderse echándoles la culpa a las mujeres y al miedo, pero allí no había mujeres, y no todos (algunos más sinceros sí) estaban dispuestos a confesar sus debilidades —escribió—. El brujo se las vio negras y fue sustituido».

La derrota de Bendera humilló y desmoralizó a los congoleños y ruandeses, pero los cubanos estaban furiosos; si los congoleños no combatían por su propia causa, ¿por qué habrían de hacerlo ellos? El Che había abrazado el espíritu del «internacionalismo proletario» con profunda convicción, pero las circunstancias adversas revelaron que no todos sus camaradas cubanos lo habían asimilado en el mismo grado, y se oyó decir a varios que querían volver a su país.

«Se palpaban síntomas de descomposición en nuestra tropa —confesó el Che—… Mantener la moral [de los cubanos] era una de mis preocupaciones fundamentales». Ansioso por entrar en acción, envió una carta al estado mayor en Kibamba en la que expresó su disgusto por la labor de las tropas en Bendera y preguntó qué querían que hiciera con el nuevo contingente de cubanos a punto de llegar. En carta a Kabila, dijo que debía permitirle participar en futuras operaciones militares.

Hacia finales de mes el Che escribió en su diario: «Es el balance más pobre hasta el momento actual. Cuando todo parecía indicar que iniciábamos una nueva era, sucede la muerte de Mitoudidi y la nebulosa es más densa. El éxodo [de combatientes] hacia Kigoma continúa, Kabila ha anunciado su ingreso en reiteradas oportunidades y nunca lo ha hecho, la desorganización es total».

Mientras evacuaban a los heridos del campo de batalla, desde la base de Kibamba junto al lago llegó un cuarto grupo de cubanos. Entre los treinta y nueve estaba Harry Villegas, su joven escolta de Sierra Maestra, excluido de la misión de Masetti por ser negro. Fidel lo había escogido personalmente para que velara por la seguridad del Che y lo librara de peligros en el Congo. Villegas se había casado con una de las secretarias del Che, una bonita mulata de origen chino llamada Cristina Campuzano, pero había abandonado a ella y a su hijo recién nacido para acompañar a su jefe y maestro. Recibió el seudónimo de «Pombo», que con el tiempo sería más famoso que su propio nombre.

El Che aprovechó la llegada del contingente para dirigirles unas palabras de ánimo y a la vez una solemne advertencia. Apeló a la «combatividad» para aplacar la disuasión entre los cubanos. «Enfático sobre la necesidad de mantener una disciplina rígida», escribió. A continuación criticó públicamente a uno de los cubanos por sus «manifestaciones derrotistas». «Fui muy explícito con respecto a lo que nos esperaba; no solamente hambre, balas, sufrimientos de toda clase, sino, incluso, en algunas oportunidades, el ser muerto por los propios compañeros [africanos] que no tenían nociones de tiro. La lucha sería muy difícil y larga; hacía esta advertencia porque estaba dispuesto en ese momento a aceptar que los recién llegados plantearan sus dudas y retornaran [a Cuba], si así lo deseaban; después no sería posible».

Ninguno de los recién llegados dio «señales de debilidad», pero para su consternación, tres de los participantes en el asalto a Bendera sí lo hicieron. «Les recriminé su actitud y les previne que iba a pedir las más fuertes sanciones contra ellos».

La indignación se trocó por una sensación de deslealtad personal cuando Sitaini, escolta suyo durante los últimos seis años y combatiente de la Sierra, también pidió el regreso. Fue «más doloroso aún porque utilizó argumentos mezquinos pretendiendo desconocer lo que a todo el mundo le había prevenido sobre la duración de la guerra, vaticinando tres años con buena suerte, de lo contrario, cinco. Ése era un estribillo que tenía para hacer las prevenciones de la duración y dureza de la lucha y Sitaini lo conocía mejor que nadie porque continuamente me acompañaba. Le negué la salida, tratando de hacerle comprender que sería un desprestigio para todos; él tenía la obligación de quedarse allí».

A partir de entonces, escribió, Sitaini fue «casi cadáver». Un par de meses después, el Che le dio permiso para partir, pero evidentemente no volvió a dirigirle la palabra. Sus conocidos en Cuba dicen que Sitaini nunca se recuperó de su abrupta y humillante caída en desgracia.

Desde lejos llegaron otras malas noticias. El 19 de junio, su amigo el presidente argelino Ben Bella había sido derrocado por un golpe de Estado encabezado por su propio ministro de Defensa, Houari Boumedienne. Era un mal presagio para las operaciones cubanas en África; Argelia era un socio esencial de las operaciones multilaterales en apoyo de los rebeldes congoleños contra el régimen prooccidental de Leopoldville. La inmediata y furiosa condena de Fidel al golpe y el nuevo gobierno parecían poner fin de una tacada a la laboriosa «unidad» entre los dos Estados revolucionarios.

Antes de que el Che tuviera la oportunidad de organizar una fuerza combatiente eficaz, la operación pareció derrumbarse. Muerto Mitoudidi, debía tratar con hombres carentes de formación política, del sentido de su misión y, por supuesto, de espíritu combativo. Habían pasado tres meses y Kabila no aparecía. En los últimos tiempos el comandante congoleño había adquirido el hábito de enviarle breves notas mordaces en las que lo instaba a tener «coraje y paciencia», le recordaba en tono condescendiente, «usted es un revolucionario, debe soportar todas las dificultades» y desde luego, repetía que llegaría de un momento a otro.

Aunque seguramente estaba indignado, el Che respondía con exquisita diplomacia, reiterando su lealtad y respeto tanto por la causa congoleña como por Kabila como «su» comandante, insistiendo en que debía hablar con él y disculpándose por haber llegado de manera clandestina. Para entonces sospechaba que Kabila estaba ofendido por su presencia y que tal vez ése era el motivo de su ausencia del frente. «Hay indicios serios de que no le causa la menor gracia mi presencia —escribió—. Falta saber si es miedo, celos o sentimientos lastimados por el método [empleado para legar]».

Las tropas del gobierno con sus jefes mercenarios empezaban a adentrarse profundamente en el territorio rebelde en sus incursiones, enviaban aviones de reconocimiento a sobrevolar el lago y ametrallar los botes y la base de Kibamba. Esto alarmó al estado mayor, y en respuesta a su petición el Che envió con reticencia a varios cubanos a manejar las ametralladoras pesadas a modo de defensa antiaérea.

«Mi ánimo estaba bastante pesimista esos días —confesó—, pero bajé con cierta alegría el 7 de julio, cuando se me anunció que había llegado Kabila. Por fin estaba el jefe en el lugar de operaciones».

En efecto, Kabila había llegado, llevando consigo al comandante Ildefonse Masengo para reemplazar a Mitoudidi. Pero en una nueva señal de que las cosas no marchaban bien en el seno de la dirección rebelde, tuvo fuertes críticas para su jefe político Gaston Soumaliot, a quien calificó de demagogo, entre otras cosas. Volvió a Tanzania al cabo de cinco días con la explicación de que debía reunirse con Soumaliot para resolver la situación. Durante esos días, su presencia motivó a las tropas, que se pusieron a cavar trincheras de defensa antiaérea y construir una nueva clínica con todo entusiasmo. Sin embargo, tras su partida —algunos cubanos amargados habían hecho apuestas sobre la duración de su permanencia— todo se derrumbó. Los congoleños abandonaron las palas y se negaron a trabajar.

La verdad era que en el seno del Consejo de Liberación se libraba una lucha por el poder entre los dirigentes políticos, cada uno de los cuales derivaba su fuerza de su presunto poder militar por medio de alianzas variables con los dirigentes guerrilleros regionales. Esos hombres eran los rostros visibles de la rebelión congoleña ante el mundo exterior (realizaban conferencias cimeras, se entrevistaban con jefes de Estado como Nasser, Nyerere y Chou En-lai) y recibían enormes cantidades de ayuda exterior. Los chinos todavía eran los principales proveedores de armas y, en algunas zonas, incluso de asesores militares, pero los soviéticos y búlgaros competían con ellos, enviando ayuda como el cargamento de medicamentos soviéticos que el Che había visto desparramado en la orilla. Combatientes congoleños asistían a cursos de instrucción militar y política en los tres países.

En el frente aparecían nuevos problemas: las relaciones entre los congoleños y los tutsis ruandeses estaban más deterioradas que nunca. Mudandi, el comandante tutsi a quien el Che consideraba responsable de la lamentable actuación de los combatientes en Bendera, expresó sus propias quejas. Sus hombres no combatieron en Bendera, dijo, porque los congoleños no lo hicieron a pesar de que se trataba de su país y su guerra. El rencor de Mudandi fue creciendo hasta extenderse a Kabila y todo el consejo, a cuyos dirigentes acusó de abandonar deliberadamente a los hombres en el frente.

La situación empeoró aún más. Llegó la noticia de que Mudandi había matado a tiros a su propio lugarteniente, culpándolo aparentemente de la «mala dawa» en Bendera. Un oficial rebelde congoleño fue al campamento de Mudandi a investigar el informe y lo echaron sin miramientos. Este oficial amenazó con irse del Congo si no fusilaban a Mudandi, quien mantuvo su actitud de rebeldía frente a Kabila y el Consejo de Liberación: declaró desde su zona que sus hombres no volverían a combatir a menos que lo hicieran los congoleños.

Para colmo de males, además de maltratarse entre ellos y a los campesinos, tanto los tutsis como los congoleños trataban a sus prisioneros con extraordinaria crueldad. Un día el Che se enteró de que habían capturado a un mercenario francés en el lago y, de acuerdo con la costumbre, lo habían enterrado hasta el cuello en el campamento. Cuando envió mensajeros a pedir su liberación con el fin de interrogarlo, el comandante respondió con evasivas. Al día siguiente les dijeron que el hombre había muerto.

Entre los cubanos cundía el disentimiento. Cuatro hombres más, entre ellos dos médicos, pidieron permiso para retirarse. «Fui menos violento y mucho más hiriente con los dos médicos que con los simples soldados, que reaccionaban ante los hechos en una forma más o menos primitiva», escribió el Che. Pero el espectro de una deserción masiva de sus hombres lo indujo a una reflexión más profunda.

«Lo real era que al primer revés serio… varios compañeros se descorazonaron y decidieron retirarse de una lucha a la que venían a morir, si era necesario, voluntariamente además, rodeados de un halo de bravura, espíritu de sacrificio, de entusiasmo; de invencibilidad en una palabra. ¿Qué significado tiene la frase: “Hasta la muerte, si es necesario”? La respuesta entraña la solución de problemas serios en la creación de nuestros hombres del mañana».

En cuanto a la situación militar, el Che había llegado a una encrucijada. Hasta entonces se había aferrado obstinadamente a la esperanza de que de alguna manera podría poner en marcha a los congoleños y revertir el deterioro de la situación, pero después de Bendera comprendió que se necesitaban medidas drásticas para mejorar la capacidad combativa de los rebeldes; en caso contrario, estaban perdidos. A fines de julio comprendió que el plazo inicial que había calculado para la victoria de la «revolución congoleña» estaba muy alejado de la realidad, y reflexionó que «cinco años constituían una meta muy optimista…».

Mientras tanto, trataba de mantener la presión sobre el enemigo por medio de emboscadas conducidas por cubanos; además, en vista de la inutilidad de la red de información rebelde, estas patrullas trataban de descubrir las posiciones enemigas. Estas misiones producían resultados tragicómicos. Un pelotón conducido por el cubano Aly atacó una unidad policial, pero, como apuntó el Che con malhumor, «de los 20 congoleses que fueron con él… 16 se dieron a la fuga». En otra acción con mejor fortuna, Papi Martínez Tamayo montó una emboscada de cubanos y congoleños en el camino que unía el fuerte de Albertville con el de Bendera. Dio un golpe respetable al destruir un convoy de dos vehículos blindados con un jeep y matar a siete de los mercenarios blancos que lo conducían. Pero en otra emboscada con los ruandeses a un camión militar, éstos huyeron despavoridos, disparando sus armas al aire, y el «fuego amigo» le arrancó un dedo a uno de los cubanos. En compensación, el comandante ruandés sacó su cuchillo y ofreció amputarle los dedos al culpable, pero Papi lo disuadió. A continuación, el comandante y sus hombres procedieron a beber el whisky y las cervezas que hallaron en el camión emboscado. Totalmente borrachos, mataron a un campesino que pasaba, asegurando que era un «espía».

El 12 de agosto, en un mensaje franco a sus combatientes cubanos, el Che reconoció que la situación era mala y pasó revista a las debilidades de la organización rebelde a la que pretendían ayudar. Los dirigentes no iban al frente, los combatientes no combatían ni tenían el menor sentido de la disciplina o el sacrificio. «Naturalmente, con esas tropas no se gana una guerra», confesó. Por otra parte, comprendió que su plan original de traer guerrilleros de otros países a formarse en la «escuela» congoleña de la guerra de guerrillas era inconcebible. (Unos días después, Pablo Ribalta le hizo saber que enviaba a un grupo de cubanos a organizar una base de instrucción para las guerrillas de Mozambique y otros países africanos. El Che le aconsejó que no lo hiciera, ya que se encontrarían con un panorama «de indisciplina, de desorganización, de desmoralización completa».)

Desde la derrota en el fuerte Bendera, el Che había redoblado sus esfuerzos para convencer a los congoleños de que aceptaran sus propuestas. Esbozó un plan que incluía una nueva estructura de mando militar central unificado, un riguroso programa de instrucción, un sistema eficiente y disciplinado de abastecimientos y una red de comunicaciones. Propuso que se formara un pelotón rebelde para perseguir y desarmar a los desertores que asolaban la región, tanto para restaurar el orden como para recuperar armas valiosas. Importunaba a Kabila con una andanada constante de peticiones que habitualmente recibían respuestas indirectas o evasivas y perseguía sus objetivos en reuniones frecuentes con Masengo. El nuevo jefe del estado mayor congoleño parecía abierto a sus sugerencias, pero carecía de autoridad para tomar decisiones y la situación se prolongaba sin solución.

Cuando pidió una vez más que se le permitiera visitar el frente, Masengo reaccionó alarmado, invocando su inquietud por la «seguridad personal» del Che. Éste rechazó la explicación y preguntó perentoriamente si el problema verdadero era la «desconfianza» en él. Masengo, que lo negó con vehemencia, acabó por acceder a llevarlo a conocer algunos comandos regionales. La conclusión del Che fue que en realidad Masengo y Kabila sabían que su ausencia había generado rencor entre los combatientes y temían que una visita suya a los frentes que ellos jamás habían pisado los «pondría en evidencia».

Masengo cumplió su promesa de llevarlo en una breve gira de inspección de las bases cercanas, pero entonces llegó un mensaje de Kabila que exigía la presencia del jefe del estado mayor en Kigoma. La lucha por el poder en el seno de la dirección rebelde había alcanzado su clímax. A principios de agosto, Gaston Soumaliot destituyó a Christophe Gbenye como jefe del Consejo Nacional Revolucionario Congoleño con el argumento de que había traicionado a sus camaradas al negociar clandestinamente con el régimen. Masengo prometió regresar al día siguiente. Pero una semana después aún no había regresado, y entonces el Che partió hacia el frente rebelde cerca del fuerte Bendera para conocer la situación de primera mano. Era el 18 de agosto.

Che Guevara
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