III
En medio de las fuertes tensiones provocadas por los rumores de invasión, los ataques aéreos nocturnos y una serie de bombardeos a tiendas habaneras expropiadas, el Che pronunciaba discursos, escribía artículos y recibía delegaciones extranjeras. Cuando los chinos, que no estaban dispuestos a dejarse ganar por los soviéticos, realizaron una Exposición de Edificación Socialista en el Hotel Habana Libre, asistió a las ceremonias de inauguración y clausura. Cortó la cinta en una fábrica de lápices recientemente adquirida a la Unión Soviética y visitó la mina de níquel nacionalizada de Nicaro, donde instó a los trabajadores a «trabajar mucho y sacrificarse para producir más».
El trabajo voluntario era la bandera que había empezado a enarbolar el Che en sus esfuerzos por crear un «Hombre Nuevo Socialista» en Cuba. Había iniciado esa práctica en pequeña escala poco después de la muerte de Camilo con la construcción de una escuela en memoria del camarada muerto, pero después de ver las brigadas de trabajo voluntario en la China de Mao, había abrazado con toda convicción la idea de emularlas en Cuba. Desde su regreso, el Che pasaba los sábados trabajando en las líneas de producción de las fábricas, cosechando caña, apilando ladrillos en las obras en construcción, e instaba a sus colegas del Ministerio de Industrias a que «dieran el ejemplo» mediante el trabajo voluntario en la zafra. Los empleados del ministerio advirtieron rápidamente que para granjearse el favor del Che había que sacrificar el sábado en familia para unirse a él en el trabajo.
El programa del Che, que con el tiempo se llamaría «emulación comunista», se basaba en el principio de que al trabajar voluntariamente para la sociedad sin pensar en la remuneración, el individuo da un paso importante hacia la construcción de una auténtica «conciencia» comunista. El Che empleaba todos los medios para inculcar este concepto en sus camaradas. Un día, al ver que no tenía reloj, su amigo Oscarito Fernández Mell le dio el suyo, una hermosa pieza con pulsera de oro que había comprado después de licenciarse como médico. Poco después, el Che entregó a Oscarito una hoja de papel; éste advirtió que aún tenía el reloj, pero la correa era de cuero. El papel era un certificado del Banco Nacional según el cual Oscar Fernández Mell había «donado» su pulsera de oro a las reservas de oro de la nación.
Todos sabían que el Che se había negado a cobrar su sueldo de presidente del Banco Nacional y que continuaba esa práctica en el Ministerio de Industrias; sólo recibía su minúscula paga de comandante. Orlando Borrego, que para entonces era viceministro, retenía una suma equivalente de su salario y donaba el resto a un fondo para la reforma agraria; le parecía indecoroso ganar más dinero que su jefe.
Según Borrego, el histrionismo revolucionario del Che disgustaba a algunos camaradas, e incluso a sus pares del gabinete de ministros; él mismo se había visto obligado a renunciar al coche de sus sueños. Al huir del país, los cubanos ricos dejaron una enorme flota de automóviles, que el gobierno nacionalizó y distribuyó entre los ministerios para uso de los funcionarios y de algunos empleados. Pero Borrego había tenido más suerte. En una visita a una fábrica de cigarrillos «intervenida», un gerente había señalado un flamante coche deportivo Jaguar abandonado por su dueño y lo había ofrecido a Borrego, ya que nadie sabía conducirlo. Enamorado del coche a primera vista, Borrego lo condujo encantado durante una semana, hasta que un día el Che lo vio en el garaje donde ambos guardaban sus vehículos. «¡Eres un chulo!», vociferó.
Le preguntó cómo era posible que condujera semejante coche. Era un «coche de chulo», un vehículo ostentoso; un «representante del pueblo» no podía andar en semejante vehículo. Con desazón, Borrego dijo que lo devolvería. «Está bien —dijo el Che—, te doy dos horas».
Más tarde, en la oficina, le dijo que debería conducir un coche como el suyo, un modesto Chevy Impala verde del año anterior. Poco después Borrego recibió un coche idéntico al de su jefe, aunque de dos colores, y lo conservaría durante doce años.
Mientras el Che se creaba sin cesar nuevos aliados y enemigos, algunos viejos amigos y conocidos se presentaban en La Habana. Alberto Granado había traído a su familia de Venezuela y enseñaba bioquímica en la Universidad de La Habana. También apareció Ricardo Rojo, aunque por otros motivos. Flamante diplomático enviado a Bonn por el gobierno argentino de Arturo Frondizi, que había intentado sin éxito mediar en la creciente disputa entre Cuba y Estados Unidos, Rojo sin duda esperaba que su relación con el Che le permitiría descubrir las intenciones de La Habana. Pero los preparativos de guerra saltaban a la vista. Los milicianos abrían pozos en las calles para instalar cargas explosivas y por todas partes se veían hombres y mujeres armados. Después de atravesar el vestíbulo entre dos filas de hombres barbudos y armados, encontró a su viejo amigo Chancho Guevara en una oficina a medio amueblar. Habían pasado seis años desde su encuentro anterior en México. Rojo le dijo que parecía más gordo. Guevara respondió que la redondez de su cara se debía a la cortisona que tomaba para tratar el asma crónica.
Probablemente informado de que todo cuanto mostrara o dijera a Rojo, un hombre con buenos contactos, llegaría a los responsables de la política occidental, el Che se lo llevó en un viaje de trabajo por el campo cubano: le mostró las fábricas, los cañaverales, lo presentó a los soldados campesinos que combatían a los contrarrevolucionarios en el Escambray. Incluso lo forzó a participar en una jornada de trabajo voluntario en los cañaverales. Rojo confirmó varias cosas: que Cuba estaba decididamente encaminada hacia el comunismo; que la Revolución estaba bien armada y contaba con el apoyo de la mayoría de los cubanos; y, a juzgar por varias insinuaciones de su viejo amigo, que el Che quería extender la revolución a Sudamérica.
A finales de marzo, el Che lo acompañó al aeropuerto. Cuando pasaban ante los emplazamientos de los cañones antiaéreos, se volvió hacia Rojo: «Ya vienen —dijo en alusión a los norteamericanos—. Les daremos un buen recibimiento. Lástima que te vas ahora, cuando la fiesta está por empezar».
El 3 de abril, la Casa Blanca difundió un «informe oficial» según el cual Cuba representaba un «peligro inminente» para las Américas. De esa manera el gobierno de Kennedy llamaba a las armas para la expedición militar que en poco tiempo se conocería como la invasión de bahía de Cochinos.
Cinco días después, cuando las tensiones ante la inminencia de la invasión alcanzaban un grado febril, el Che publicó un artículo en Verde Olivo con el título de «Cuba, ¿excepción histórica o vanguardia en la lucha anticolonialista?». En respuesta a su pregunta escribió que Cuba, lejos de ser una excepción, era sólo la primera nación latinoamericana que rompía los moldes comunes de la dependencia económica y la dominación imperialista. Su ejemplo señalaba el camino que debían seguir sus vecinos hacia el objetivo de la libertad revolucionaria.
¿Qué hicimos nosotros para liberarnos del gran fenómeno del imperialismo con su secuela de gobernantes títeres en cada país y sus ejércitos mercenarios, dispuestos a defender a ese títere y a todo el complejo sistema social de la explotación del hombre por el hombre? Aplicamos algunas fórmulas que ya otras veces hemos dado como descubrimiento de nuestra medicina empírica para los grandes males de nuestra querida América Latina, medicina empírica que rápidamente se enmarcó dentro de las explicaciones de la verdad científica.
Éste era el descubrimiento «científico» que Ernesto Guevara estaba destinado a realizar, culminación de un proceso de búsqueda que había iniciado con sus estudios de medicina. Pero jamás le había interesado tratar los males de los individuos; su motivación permanente había sido la del investigador científico que busca una cura, un medio para prevenir; y en política le había sucedido lo mismo que en la medicina. En su proceso de búsqueda, al eliminar diversas soluciones de la lista de posibilidades —«reformismo, democracia, elecciones» había descubierto a Marx, luego Guatemala, luego Cuba, y en ese bautismo de fuego sus descubrimientos en «medicina empírica» lo habían conducido a la «verdad científica». Esa verdad, la cura para los males del hombre, era el marxismo-leninismo, y la guerra de guerrillas era el medio para alcanzarla.
Antes de la Revolución Cubana, explicó: «Faltaron en América condiciones subjetivas de las cuales la más importante es la conciencia de la posibilidad de la victoria por la vía violenta frente a los poderes imperiales y sus aliados internos. Esas condiciones se crean mediante la lucha armada que va haciendo más clara la necesidad del cambio (y permite preverlo) y de la derrota del ejército por las fuerzas populares y su posterior aniquilamiento (como condición imprescindible a toda revolución verdadera)… Sobre la base ideológica de la clase obrera, cuyos grandes pensadores descubrieron las leyes sociales que nos rigen, la clase campesina de América dará el gran ejército libertador del futuro, como lo dio ya en Cuba».
El Che había creado una «verdad científica» a partir de la experiencia cubana, y la verdad científica es una ley natural que no responde a las teorías. La esencia de su argumento era que su fórmula de alcanzar el socialismo por medio de la lucha armada equivalía a un descubrimiento científico, y que a través de éste llegarían el fin de la injusticia y la creación de una nueva forma de hombre.