VII

Aleida no quería que el Che partiera, pero sabía que no podría detenerlo. Lo había conocido como combatiente revolucionario y jamás había dejado de serlo. Desde el principio le había dicho con toda claridad que tarde o temprano iría a llevar la revolución a su patria.

Hasta 1962, su partida había parecido una abstracción, pero desde que se constituyó el grupo de Masetti y empezó a entrenarse, ya no podía pasar por alto esa perspectiva.

En mayo de 1962 nació Camilo, su segundo hijo. Así como Aliusha había heredado el pelo oscuro del Che, el nuevo bebé era rubio como su madre. Conservaría ese pelo rubio, pero con la frente amplia y la mirada intensa de su padre. Durante la crisis de los misiles Aleida quedó embarazada nuevamente y se mudaron a una casa más grande en la calle 47, en el barrio residencial de Nuevo Vedado, a pocas manzanas del zoológico y cerca de los edificios públicos en torno de la Plaza de la Revolución. El 14 de junio de 1963, cuando el Che cumplió treinta y cinco años, Aleida dio a luz a otra hija a quien llamaron Celia, como su abuela.

El nombre era un homenaje conmovedor a la madre del Che porque en ese momento Celia madre estaba en la cárcel. Los había visitado en Cuba durante tres meses a partir de enero de 1963; a su regreso en abril, la habían detenido y acusado de poseer propaganda subversiva cubana y ser una agente del infame de su hijo.

El 9 de junio, Celia le escribió desde el Correccional de Mujeres de Buenos Aires. «Querido mío, me pediste que te escribiera y desde entonces ha pasado mucho tiempo. El correccional no es un lugar demasiado bueno para escribir una carta…»

«Comparto mi reino actual con 15 personas, casi todas comunistas». Eran buenas compañeras, observó Celia, aparte de «una disciplina excesivamente férrea y un dogmatismo irredento» que le resultaba molesto. Fuera de eso no lo pasaba mal. No sabía cuándo la liberarían, «pero sabés que si hay alguien bien constituido para sobrellevar la prisión con buen humor, soy yo. También me servirá como ejercicio en la humildad…».

«Lo único que me incomoda es no tener un momento de intimidad en todo el día. Comemos, dormimos, leemos y trabajamos en nuestra celda de 14 por 6 y [hacemos ejercicios] en una galería donde se ve el cielo a través de los barrotes y de donde nos echan cuando viene un preso común. Parece que podemos infectarlos con una terrible enfermedad contagiosa…»

«Desayuno a las ocho, [hago] ejercicios; de tres a cuatro jugamos al voleibol en el patio. Soy prácticamente la más vieja [del equipo], aparte de Consuelo, una detenida de setenta años, y hay un grupo de seis jovencitas, todas estudiantes. Me proclamaron por unanimidad la mejor jugadora y mi equipo es el campeón [de la cárcel]». Aprendió a hacer muñecos de papel maché. «Son horribles, pero es la mejor manera de pasar el tiempo».

Tenía una buena cama, una manta decente y la comida era aceptable y los guardias no aplicaban «castigos innecesarios». Su mayor queja, aparte de la falta de intimidad, eran los cacheos a los que la sometían antes y después de cada visita; sobre todo le parecía humillante que leyeran sus cartas. «Estos cacheos incluyen caricias dudosas: casi todas las presas son lesbianas y sospecho que las celadoras eligieron este trabajo maravilloso porque tienen las mismas inclinaciones…»

«No sé, o mejor dicho sí sé por qué el gobierno ha querido colocarme en este lugar… Te digo como cosa curiosa que una de las preguntas que me hicieron en la DIPA [policía secreta] es “¿cuál es su función en el gobierno de Fidel Castro?”».

Para tranquilizar al Che, le aseguró que no la habían maltratado. Los agentes que la habían interrogado ni siquiera le habían «levantado la voz», pero igual pensaba que eran unos «hijos de puta». En cuanto a la junta militar que gobernaba el país, esperaba que les dieran «una buena patada en el culo» en las elecciones convocadas para julio.

«Como ves, siempre provocan pensamientos elevados. [La cárcel] es un deformatorio maravilloso, tanto para los presos comunes como para los políticos: si sos tibio, te volvés activo; si sos activo, te volvés agresivo; y si sos agresivo, te volvés implacable».

En verdad, desde que su hijo Ernesto se había transformado en el «Che», Celia había sufrido una drástica radicalización política. En los últimos tiempos apoyaba a Ismael Viñas, un exradical que había roto con Frondizi para formar un partido de izquierda. Se decía «socialista», pero no comunista, y según sus íntimos no sentía estima ni confianza por Fidel. Le disgustaban sobre todo esa dominación que parecía ejercer sobre su hijo y la subordinación del Che a Fidel, pero a pesar de sus íntimas reservas sobre la desorganización y la incompetencia cubanas, defendía enérgicamente por principio el derecho del país a decidir su destino. Sobre todo, defendía la revolución debido al papel que cumplía su hijo en ella.

Fueran cuales fuesen las sospechas de las fuerzas de seguridad argentinas, había una amarga ironía en el hecho de que la hubieran encerrado con militantes del Partido Comunista argentino. Aunque en su carta restó importancia al hecho, lo cierto era que la vida con sus compañeras de cautiverio tan doctrinarias era extremadamente penosa. Su nuera María Elena Duarte dice que le hacían la vida «imposible», hasta el punto de que Celia lloraba al relatarlo durante las visitas.

«Compartían todas la celda y disposiciones que los carceleros no ponían… Celia pedía por favor que la dejaran leer y había que apagar las luces a tal hora y se apagaban las luces; o Celia quería practicar un deporte en el patio, a la hora que Celia lo quería practicar, ese deporte no se practicaba, pero era una cosa tan obviamente contra ella, era una cosa tan cruel, que Celia me llegó a decir que eran peores que los carceleros».

La dirigente de las comunistas, y según María Elena Duarte la principal responsable del maltrato que sufría Celia, era Fanny Edelman, veterana activista del partido y fundadora de la Unión de Mujeres Argentinas, un grupo que servía de pantalla para las actividades del partido. Muchos años después, Edelman reconoció que habían «organizado la vida en la cárcel» e impuesto «normas de conducta muy rigurosas». Pero le indignó la sola idea de que hubieran perseguido a Celia. «Éramos un grupo armonioso. Al contrario, la respetábamos muchísimo, precisamente porque era la mamá del Che».[81]

Poco después de escribir esa carta al Che, Celia quedó en libertad, pero su vida había cambiado. La habían separado de sus raíces, sus hijos eran adultos y vivían sus propias vidas y ya no tenía un hogar verdadero.

Después del incidente de la bomba el año anterior, Celia y su hijo menor Juan Martín, de diecinueve años, habían dejado la casa de la calle Aráoz al cuidado de su doméstica india Sabina Portugal y alquilado un apartamento pequeño. Allí fue a vivir también la novia de Juan Martín, María Elena. Cuando Celia estaba en la cárcel, María Elena había dado a luz un bebé; una vez liberada, para no causarles inconvenientes les cedió el apartamento y se fue a vivir con su hija Celia en una casa vieja y sombría de la calle Negro.

Apenados, María Elena y Juan Martín le pidieron que viviera con ellos. «Justamente como nos llevamos tan bien —dijo Celia— no vamos a vivir juntos, para seguir llevándonos bien». Se veían con frecuencia, pasaban los fines de semana en la casa de Roberto, pero Celia llevaba una vida sumamente solitaria, desconocida en ciertos aspectos por sus propios hijos. Por ejemplo, le encantaba ir al cine, pero después de su muerte encontraron talones de entradas en los bolsillos de sus abrigos y descubrieron que generalmente iba sola.

Desde luego, el hecho de ser la madre del Che había puesto su vida patas arriba. La transformación de Ernesto en líder revolucionario había alterado las vidas de todos los Guevara. Sus amistades dicen que fue una «explosión» que obligó a todos a asumir posiciones políticas propias y a sufrir persecuciones por el solo hecho de ser parientes del célebre «comandante comunista». Para Celia madre, las consecuencias fueron más drásticas que para los demás. Así como la revolución y la guerra eran parte de la vida del Che, las bombas, la cárcel y la persecución política entraron en la suya. De una manera extraña, esa singular simbiosis entre madre e hijo que Ernesto había roto durante sus años de introspección y de trotamundos se había recompuesto.

Celia estaba en conflicto con su propia sociedad, así como el Che se encontraba ante una nueva vertiente en su patria adoptiva. En la carta desde la cárcel, Celia le deseaba un feliz cumpleaños; imaginaba que lo pasaría «sumergido en el Ministerio y sus problemas» y añadía: «Casi me olvido, ¿puedes contarme sobre el progreso de la economía de Cuba?»

Sin duda, sabía que no había tal progreso. La visita más reciente de Ricardo Rojo a la isla había coincidido con la suya, y él había advertido una decadencia notable desde su viaje anterior. Los carteles de neón que antes iluminaban La Habana estaban apagados; en lugar de cigarrillos norteamericanos, se vendían Criollos, Dorados y otras marcas locales; los automóviles y autobuses estaban arruinados por falta de repuestos y mantenimiento, cientos de tractores norteamericanos abandonados se oxidaban en el campo por la misma razón.

Evidentemente, los revolucionarios cubanos no habían ponderado exhaustivamente las consecuencias de una ruptura total con Estados Unidos. El viejo sistema había dejado de funcionar y el nuevo aún no satisfacía las necesidades presentes —por no hablar de los ambiciosos planes para el futuro— del país. El petróleo soviético, con su alto contenido de azufre, corroía las tuberías de las refinerías construidas por los norteamericanos, y los técnicos del bloque oriental carecían de los conocimientos para manejar la moderna tecnología norteamericana abandonada en la isla. El menor detalle logístico causaba problemas inmensos: por ejemplo, las herramientas soviéticas eran métricas y no se adaptaban a la maquinaria de fabricación norteamericana.

Abundaban los motivos de desilusión: buena parte de la maquinaria adquirida en el bloque soviético era tosca y anticuada. Oscar Fernández Mell recuerda la indignación que embargó al Che al ver el torno para pulir que había comprado en Rusia. «El Che exclamó: “¡Ésa es la mierda que hemos comprado!”» Decía que el sistema sólo servía para producir unas piezas metálicas toscas y alargadas que se sumergían luego en una pintura plateada.

Acosado por una multitud de problemas prácticos, el Che dijo a Rojo que para iniciar la industrialización tenía que producir materiales para la construcción, pero que tenía dos enormes hornos ociosos debido a la falta de ladrillos refractarios. «Tenemos que improvisar hasta los tornillos», dijo. Las plantas textiles habían cerrado porque la calidad del hilo que producían era «demasiado desigual». Y así sucesivamente.

«Si tuviera que sacar una conclusión sobre el estado de ánimo de Guevara durante esos meses, diría que la lucha minaba su optimismo —escribió Rojo—. Su ingenio parecía embotado, su espíritu sofocado bajo la montaña de estadísticas y métodos de producción».

Según Alberto Granado, el malestar del Che también se debía a la pérdida de fe en el modelo soviético defectuoso que en un principio había abrazado con tan ingenuo fervor. Lo enfurecía la desidia con que se intentaba trasplantarlo a Cuba con toda su ineficiencia, burocracia y retórica triunfalista. Granado recordó cómo el Che había descrito su conversión al marxismo en Guatemala y México. Había sido un «escéptico» hasta que «descubrió a Stalin» en los libros y esas lecturas le cambiaron la vida. «Empezó a descubrir un mundo que no era puras consignas y manifiestos, un mundo importante, y creo que eso lo intoxicó, le hizo pensar que en la Unión Soviética estaba la solución a la vida, que allá se había aplicado lo que había leído en los libros. Pero en 1963 y 1964, cuando comprendió que lo habían engañado (el Che no toleraba la mentira, sabe) se produjo la reacción violenta».

Como había observado Sartre, la «luna de miel» de la revolución había terminado a fines de 1960, lo que en términos revolucionarios significaba mucho tiempo atrás. En el umbral de la edad madura, padre de cuatro hijos, ministro del gobierno, el Che se encontraba en el pináculo de su carrera en la Cuba revolucionaria. Su aire era grave, menos alegre que antes. Estaba envejecido. Se había cortado los largos bucles que le habían crecido en el monte y había conservado durante el primer año de la «Cuba libre». Bajo la boina, su cara estaba redonda e hinchada. Le había dicho a Ricardo Rojo que la hinchazón se debía a la «cortisona», pero en verdad había engordado. También Aleida estaba más gorda después de la serie de embarazos.

Iconoclasta sin remedio, el Che llevaba los faldones de la camisa por fuera del pantalón del uniforme verde oliva y el cinturón encima de ésta: era el único comandante que se negaba a vestir reglamentariamente. Generalmente llevaba los pantalones por fuera de las botas. Desde luego, nadie se atrevía a criticarlo. «El Che es como es», decían sus colegas, y se encogían de hombros.

En casa, pasaba horas encerrado entre las estanterías cargadas de libros del austero despacho instalado en la planta alta; allí leía, escribía y estudiaba. Los únicos adornos eran un bajorrelieve en bronce de Lenin, una estatuilla de bronce de Simón Bolívar y un gran retrato enmarcado de Camilo Cienfuegos. Cuando le preguntaban por qué nunca se tomaba un descanso, pretextaba el exceso de trabajo. Nunca tenía mucho tiempo para Aleida y los niños. Con frecuencia el deber lo alejaba durante largos días. En Cuba inspeccionaba fábricas, unidades militares, cooperativas y escuelas; pronunciaba discursos; recibía a dignatarios extranjeros; asistía a recepciones diplomáticas. Cuando era posible, Aleida lo acompañaba. La semana laboral comenzaba los lunes, terminaba los sábados e incluía las noches; los domingos por la mañana participaba en el trabajo voluntario. Sólo dedicaba a su familia los domingos por la tarde.

Entonces se tendía en el suelo de la sala a jugar con sus hijos y su perro, un pastor alemán llamado «Muralla», que lo acompañaba a la oficina. Su hija mayor, Hildita, pasaba los fines de semana en la casa; juntos miraban el boxeo o el fútbol por televisión y apostaban en broma sobre quién ganaría. A veces visitaba a Hilda. Ella advertía su cansancio extremo. Años después recordaría que alzaba a su hija en brazos y prometía llevarla consigo en algún viaje, pero nunca lo hizo.

Otras veces afloraba su vena disciplinaria. En una ocasión, cuando Aliusha tuvo un berrinche, el padre le dio una fuerte zurra en el trasero. Los chillidos se volvieron más fuertes. Sofía, la niñera, quiso cogerla y reconfortarla, pero el Che le ordenó que la dejara en el suelo para que recordara por qué la había castigado. Era sumamente severo con los escoltas, que ocupaban un anexo de la casa. La novia de uno recuerda el día que el Che obligó a Harry Villegas, su favorito, a desnudarse y encerrarse en un armario como castigo por alguna falta. Celia madre, que estaba de visita, le gritó que no debía ser tan estricto. El Che le dijo que no se metiera, que él sabía lo que hacía.

Así era «Che el Implacable», el ángel vengador y máximo comisario político de la Revolución Cubana, que exigía lo imposible a sus prójimos pero a quien nadie podía reprochar una falta porque era el primero en obedecer sus propias normas estrictas. Era objeto de respeto y admiración, de odio y miedo, pero nunca de indiferencia. Para sintetizar la personalidad singular de su antiguo camarada, Manuel Piñeiro dijo: «En el Che había algo de misionero».

Acaso su innovación disciplinaria más polémica fue Guanacahabibes, que al igual que las jornadas de trabajo voluntario formaba parte de su plan para forjar una nueva moral revolucionaria. Era un campo de rehabilitación en el extremo occidental de Cuba, un páramo remoto, rocoso y sumamente caluroso adonde enviaba a los transgresores del Ministerio de Industrias a rehabilitarse mediante el trabajo físico extenuante. Eran sanciones «voluntarias» que duraban de un mes a un año según la gravedad de la ofensa, generalmente la violación de una norma ética. Quien practicara el nepotismo, ocultara intencionalmente un error o tuviera una aventura con la esposa de un camarada debía comparecer ante el Che. Éste le daba la opción de «aceptar» el castigo de una temporada en Guanacahabibes o bien renunciar al ministerio. Los que cumplían la sanción y demostraban que habían adquirido conciencia de sus faltas podían volver al ministerio sin una mácula en su hoja de servicios. Los que se negaban, perdían el puesto. (Con el tiempo, a raíz de los excesos de su director, Guanacahabibes adquirió fama de ser el equivalente cubano de los gulag de Siberia. A pesar de la destitución del director no mejoraron las cosas, y alrededor de la época en que el Che se fue de Cuba, Guanacahabibes fue clausurado.)

Otro proyecto preferido por el Che era la Granja Experimental Ciro Redondo en la provincia de Matanzas. Era una granja cooperativa cuyos miembros, en su mayoría guajiros analfabetos de su antigua columna en la sierra, llevaban una vida comunal acorde con su doctrina de los incentivos morales. Insistía en que debían progresar mediante la alfabetización y les había asignado un maestro. Los visitaba con frecuencia en la avioneta Cessna que su piloto particular, Eliseo de la Campa, le había enseñado a pilotar.

En una ocasión, acompañado por el economista Regino Boti, hizo un examen de lectura a varios hombres. Uno de ellos lo hizo tan mal que el Che lo insultó: «Tú a lo que estás aspirando es a sustituir a un buey dentro de veinte años». Se alejó, y el guajiro, humillado, se fue a llorar. Boti le dijo al Che que no debía haberse mostrado tan duro, que volviera a hablar con el hombre y le levantara el ánimo.

Semejantes episodios eran de lo más comunes. Con frecuencia un amigo o acompañante debía ejercer un poco de diplomacia para atemperar la severidad del Che. Parecía no tener conciencia de cómo sus palabras intimidaban a la gente. Al mismo tiempo, su prestigio solía dar lugar a incidentes graciosos.

Uno de esos incidentes se produjo en el Malecón de La Habana cuando el Che, un pésimo conductor, chocó contra el coche que lo precedía. El hombre reaccionó a la manera cubana: salió del coche maldiciendo al padre y la madre de quien lo había golpeado. Al ver al Che, su furia se trocó inmediatamente por adulación servil, y su rostro colérico se volvió beatífico: «Comandante —dicen que suspiró—, ¡es para mí un honor que usted me haya chocado!» Acarició la abolladura y dijo que jamás la haría reparar, la conservaría como valioso recuerdo de su encuentro personal con el Che Guevara.

Cuentos como ése perduran en el folclore habanero. La mayoría ilustra sus famosas jornadas de trabajo, su desdén por los aduladores y su austeridad personal. Evidentemente era tan estricto con Aleida como con sus subordinados en el Ministerio de Industrias. Se dice que una vez Celia Sánchez, la gran dispensadora de favores de Fidel, le envió a Aleida un par de zapatos italianos, y el Che la obligó a devolverlos. ¿Acaso el común de los cubanos podía calzar zapatos importados de Italia? No. Pues ella tampoco.

Cuando se mudaron de la calle 18 de Miramar a su nuevo hogar en Nuevo Vedado, el Che la sorprendió instalando lámparas decorativas en las paredes. Cuando explicó que las había traído de su antigua casa, el Che tuvo un ataque de cólera y la obligó a devolverlas. En otra ocasión, cuando uno de los niños estaba enfermo, Aleida pidió el coche para llevarlo al hospital. El Che le dijo que tomara «el ómnibus como todo el mundo»; la gasolina era «del pueblo», para usarla en sus funciones públicas, no para fines «personales».

Iniciado el racionamiento, cuando un colega se quejó, el Che lo criticó por ello y dijo que su familia comía bien con lo que les asignaba el gobierno. El colega replicó que el Che comía bien gracias a una ración suplementaria. Éste investigó la acusación, descubrió que era verdad y exigió que se eliminara el privilegio; su familia no recibiría favores especiales.

Circulaban rumores de que a veces los Guevara no tenían suficiente para comer y que Aleida pedía dinero furtivamente a los escoltas para poder arreglárselas. Timur Gaidar, corresponsal de Pravda en Cuba en esa época, recuerda que en una recepción diplomática un funcionario de la embajada soviética introdujo algunos entremeses en la cartera de Aleida tras asegurarse de que el Che no podía verlo. ¿Era el Che tan severo como sugieren estas anécdotas? Hoy su viuda se niega a responder; se siente en el deber de proteger la imagen del hombre convertido en mito internacional e insiste que era «un hombre sin defectos».

La relación del Che con Aleida despertaba la curiosidad de muchos, ya que era difícil encontrar mayor contraste en una pareja. Él era un intelectual, un estudioso y lector asiduo. Ella prefería el cine y las reuniones sociales. Él era austero y desdeñaba los placeres de la vida; Aleida, como la mayoría de las personas, los disfrutaba y anhelaba las comodidades que poseían la mayoría de las esposas de los comandantes, incluso en la Cuba revolucionaria. Esto originaba frecuentes disputas.

Algunos cubanos que los conocieron bien comparan su relación con la de Karl Marx y su esposa Jenny Westphalen, carente de intereses intelectuales. Mientras el Che trabajaba, filosofaba y elaboraba teoría revolucionaria con la cabeza en las nubes, Aleida manejaba la casa, pagaba las cuentas y se ocupaba de los niños. Era una compañera devota. Y a pesar de las diferencias, disfrutaban de su mutua compañía, sentían una fuerte atracción física el uno por el otro y, según el consenso general, eran fieles. Ambos disfrutaban de la conversación sin inhibiciones, a veces con otros. Una vez, cuando visitaba a su suegra en Santa Clara, la anciana le preguntó si quería bañarse y él respondió con una sonrisa maliciosa: «Sólo con Aleida».

Ambos eran románticos de corazón, aunque este rasgo del Che rara vez afloraba en público. De noche, en la intimidad de la alcoba, él solía leerle poesía, hábito que encantaba a Aleida. Como siempre, su autor preferido era Pablo Neruda.

Otro rasgo común era la franqueza. Aleida sabía ser aún menos diplomática y más brutalmente frontal que el Che. Si alguien le disgustaba, se lo decía en la cara. El Che solía decir que era uno de los rasgos que amaba en ella.

Pero sus amigos íntimos dicen que el Che la amaba sobre todo porque Aleida le había brindado un «hogar», algo que nunca había tenido en el sentido convencional. El Che sentía cariño por su padre que tanto se había ocupado de él en su infancia, pero que con sus «locuras» le parecía un hombre inmaduro, incluso más joven que él. (Aleida misma nunca prestó demasiada atención a Guevara Lynch y reconoció que después de la muerte del Che tuvieron un enfrentamiento en público: en una reunión, oyó decir al anciano que era él quien había inculcado las primeras inclinaciones socialistas en su hijo. Ella le reprochó la mentira, cosa que él jamás le perdonó.)

Distinta era la relación con Celia. Madre e hijo eran «astillas del mismo palo», como dicen los latinoamericanos. Según Aleida, durante sus visitas a La Habana, conversaban durante horas y «peleaban» constantemente. Discutían sobre todo, desde la situación latinoamericana hasta opiniones sobre figuras de prestigio mundial; por ejemplo, Celia aún defendía a su héroe «imperialista» de la Segunda Guerra Mundial, Charles de Gaulle. «Celia era muy política, tenía opiniones firmes, y al escucharlos uno tenía la impresión de que estaban arreglando el mundo, pero era sólo su manera de discutir».

Pero a pesar de su amor por su madre, Celia nunca mostraba físicamente sus sentimientos como él anhelaba. Así como en su adolescencia el Che había buscado afecto maternal en su tía Beatriz, en la madurez lo buscaba en Aleida. Consciente de esa necesidad suya, Aleida se la brindaba con mimos, lo vestía e incluso lo bañaba.

Aleida dijo que todas las mañanas, antes de que se fuera a la oficina, ella se aseguraba de que estuviera «todo en orden» porque él era muy negligente con su aspecto personal. El motivo para llevar los faldones de la camisa fuera del pantalón, el cinturón sobre ésta a la manera cosaca y el botón del cuello desabrochado era que la alta humedad cubana agravaba su asma. Jamás tuvo alfombras en su casa ni en su oficina. Muchos visitantes recuerdan que se sentaba en el suelo porque era el lugar más fresco. Como le disgustaban los climatizadores, la solución en la oficina era sellar las ventanas para que el aire no pudiera entrar ni salir. Era la única manera de controlar el asma, dijo Aleida. (El asma del Che fue una herencia perdurable: la «heredaron» dos de sus cuatro hijos y ahora, una generación después, algunos de sus nietos son asmáticos.)

Estas excentricidades alimentaban el mito popular que ya se creaba en torno a su figura en Cuba. El Che lo sabía, y aparentemente no le importaba que algunos lo consideraran un «bicho raro». Según una cubana que lo conoció, «el Che era un tipo verdaderamente extraño en Cuba. Un hombre cuya diversión preferida eran las matemáticas y cuyo deporte favorito era el ajedrez».

En realidad, a pesar del mito póstumo que se creó en Cuba, el Che se diferenciaba de casi todos cuantos lo rodeaban. Algunos cubanos veían en ello un desdén por la cultura nacional. No le gustaban las fiestas —el pasatiempo preferido en la isla—, rara vez recibía visitas en su casa ni visitaba a otros. Borrego, uno de sus amigos más íntimos, dice que en todos los años que vivió en la isla el Che pasó por su casa una sola vez, aunque estaba a escasas dos casas de la suya. En un país que ama el baile y los sensuales ritmos afrocaribeños son la sangre misma de su cultura, el Che escuchaba tangos, pero no tenía oído musical ni bailaba. En una isla caribeña con playas hermosas, adonde huyen los cubanos para escapar del calor del verano, el Che no nadaba. En un país donde el ron es el medio preferido para amenizar el descanso y la charla con los amigos, el Che no bebía. A lo sumo bebía vino tinto cuando podía conseguirlo. Era otro hábito que llamaba la atención, porque a la mayoría de los cubanos no les gusta el vino. En una nación de bebedores de café, donde el común de los habitantes bebe varias tazas de espresso dulce y caliente a lo largo del día, el Che prefería la infusión de yerba mate, propia del Cono Sur. La comida preferida de los cubanos es, de lejos, el cerdo asado; la del Che era un bistec a la parrilla. El sentido del humor de los cubanos es desinhibido, libidinoso y escatológico; el del Che era irónico, ingenioso y filoso.

A pesar de la ciudadanía honorífica y el paso del tiempo, desde el punto de vista cultural el Che nunca dejó de ser un argentino de pies a cabeza. Consecuente con su concepción de la fraternidad socialista de las naciones del hemisferio, le gustaba enfatizar su carácter de «latinoamericano». Pero en el fondo era argentino y aun en Cuba sus mejores amigos, aquellos con quienes se sinceraba, eran los de su mismo origen, como Alberto Granado, su amigo más entrañable.

Granado era uno de los pocos que podían criticarlo abiertamente y con impunidad. Solía fustigarlo por «irreflexivo», por ejemplo, al humillar públicamente a los que consideraba «cobardes», mentirosos o aduladores. Y aunque lo ayudó a reclutar gente para la expedición de Masetti y evidentemente le sirvió de enlace con varios guerrilleros venezolanos, Granado no creía como él que fuera posible «detonar» un clima de revolución en América Latina mediante la guerra de guerrillas. Discutieron el asunto muchas veces y jamás se pusieron de acuerdo.

En una conversación que tuvieron, Granado expuso lo que consideraba que era la diferencia fundamental entre los dos. Cuando veía a un soldado a través de la mira de su fusil, el Che era capaz de apretar el gatillo porque al matarlo ayudaba a reducir la represión y «salvar a 30 000 niños futuros de una vida de hambre»; en cambio, lo que veía Granado era un hombre con esposa e hijos.

Con su afición al baile, la bebida y la diversión, Granado se adaptó de buen grado a la sociedad cubana. No así el Che, cuya naturaleza cáustica disgustaba a mucha gente, según reconoce Granado a pesar de la inquebrantable lealtad que aún profesa por su amigo. Para muchos, su absoluta seriedad en materia de la revolución revelaba a un moralista inflexible, un verdadero santurrón.

El hábito intrínsecamente cubano que el Che sí adquirió fue el del habano, a pesar del mal que le hacía a su asma. Pero aun en esto demostraba una determinación singular, consumía los «tabacos» hasta la colilla para no «derrochar» un producto del trabajo humano.

El asma era otra paradoja de su presencia en la isla. Con su clima húmedo, Cuba tiene una incidencia altísima de asma y es uno de los peores lugares del mundo para quienes padecen el mal.

Si bien muchos de sus subordinados intentaban emularlo —en verdad, infructuosamente—, su «austeridad» constituía un reproche vivo y constante a la vida de placeres y amoríos que llevaban muchos de sus colegas revolucionarios. En un país donde muchos hombres tenían segundas y hasta terceras «esposas» aparte de sus matrimonios, engendraban hijos con varias mujeres y no ocultaban sus aventuras, todos los relatos coinciden en que el Che era consecuentemente monógamo a pesar de que las mujeres lo acosaban en tropel como las adolescentes a las estrellas del rock.

Dada la indudable atracción que ejercía sobre las mujeres, Borrego le preguntó una vez, con la franqueza propia de los cubanos, por qué se había casado con una mujer tan «fea» como Hilda Gadea. El Che le regañó por ello, pero reconoció que no era físicamente hermosa. Sin embargo, dijo que había sido una gran «compañera» para él y añadió en su defensa que la belleza no era condición indispensable para ser una amante apasionada.

Uno de sus ayudantes asistió a una reunión social donde una joven bonita coqueteó descaradamente con el Che. En lugar de sentirse halagado y responder con galanteos, la regañó severamente y le dijo que se «portara bien». Pero no siempre era tan estricto; sabía apreciar la belleza de una mujer. Otro amigo asistió con él a una cena en una embajada extranjera, donde les asignaron la mesa presidida por la bellísima hija del diplomático. Era evidente que el anfitrión «ofrecía» a su hija como prenda para «hacerse amigo» del Che. Según el amigo, era «tan hermosa» que cualquier hombre hubiera sacrificado sus votos matrimoniales o revolucionarios para pasar una noche con ella. Y el Che había llegado al límite de su resistencia, porque se volvió hacia él y le dijo: «Busca una excusa para sacarme de aquí antes de que ceda. Ya no puedo más».

El Che sospechaba de todos los que le hacían un favor no solicitado, ya que veía en ello una señal de adulación servil o, peor aún, de corrupción moral. Abundan las anécdotas de su tiempo en la sierra y durante toda su vida en Cuba. Un ejemplo clásico es el del escolta bisoño que le lustró las botas. El Che le dio un puntapié en el trasero y lo llamó guataca (adulador). Humillado, el soldado arrojó las botas al medio de la calle. Para castigarlo, el Che le retrasó una semana la paga del salario.

Pero el afecto que demostraba por quienes ganaban su confianza era recompensado con una lealtad férrea. Llamados por todos «los hombres del Che», entre ellos había escoltas, contables, economistas, combatientes revolucionarios. Para ellos, el Che era «la revolución» personificada, y por eso, a pesar de todo, hombres como Hermes Peña, Alberto Castellanos y Jorge Ricardo Masetti abandonaron de buen grado trabajo, esposa e hijos para combatir en sus guerras.

Che Guevara
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