I
«Un buen día aparecí en Dar es Salam —escribió el Che—. Nadie me conoció; ni el mismo embajador [Pablo Ribalta], viejo compañero de lucha… pudo identificarme a mi llegada».
El 19 de abril, el Che aún disfrazado, llegó a Dar es Salam por una ruta indirecta que lo llevó previamente a Moscú y El Cairo. Lo acompañaban su emisario guerrillero itinerante Papi Tamayo y Víctor Dreke, un oficial cubano —negro, como correspondía— que había sido designado comandante «oficial» de la brigada internacionalista.
El Che conservaba su anonimato, pero estaba lleno de esperanzas al regresar al continente que alguna vez había soñado visitar al cabo de un viaje de diez años por el mundo: «África por las aventuras, y después se acabó el mundo», había escrito a su madre diez años antes. Paradójicamente, desde entonces había conocido más mundo de lo que jamás hubiese imaginado, pero generalmente dentro de las restricciones impuestas por sus funciones de ministro y su imagen de personalidad internacional. En aquel momeno se abría un capítulo nuevo, viajaba de incógnito y había recuperado la libertad para ser él mismo, aunque no dejaba de pensar con nostalgia en la vida y los seres queridos que había dejado atrás. Más adelante escribiría en Pasajes: «Dejaba atrás casi once años de trabajo para la Revolución Cubana al lado de Fidel, un hogar feliz, hasta donde puede llamarse hogar la vivienda de un revolucionario consagrado a su tarea, y un montón de hijos que apenas sabían de mi cariño. Se reiniciaba el ciclo».
Había iniciado un primer ciclo al separarse de su familia y sus raíces en Argentina para formarse como revolucionario; éste había culminado con el abandono de Hilda y su hija recién nacida para consumar la transformación en el «Che». Era mucho más lo que abandonaba al poner fin a su ciclo cubano: su esposa Aleida, sus hijos, su ciudadanía cubana con el grado de comandante y el puesto de ministro, además de los amigos y camaradas, las vivencias compartidas durante una década intensa.