II
Durante el primer año en la universidad, Ernesto fue llamado al servicio militar. En la revisión médica detectaron su asma y lo rechazaron por «deficiente en sus aptitudes físicas». Así se salvó de perder un año de estudios en un cuartel militar. Jubiloso, decía a sus amigos que «agradecía a sus pulmones de mierda que hubiesen hecho algo útil para variar».
En la facultad, cursaba las materias habituales de anatomía y fisiología. Una de sus primeras amistades fue la joven Berta Gilda Infante, llamada Tita. Hija de un difunto abogado y político cordobés cuya familia acababa de mudarse a la capital, Tita se sintió atraída por Ernesto, a quien describe como «un muchacho joven, guapo y desinhibido».
Una fotografía bastante horripilante de 1948 muestra a Ernesto y Tita —una de las dos mujeres— con otros estudiantes de medicina ataviados con sus batas blancas detrás del cadáver desnudo de un hombre tendido sobre una mesa de mármol en primer plano. La cabeza rapada y boquiabierta cuelga sobre el borde de la mesa y la cavidad torácica está abierta como la de un pollo destripado. El cuadro seguramente sedujo a Ernesto por su incongruencia: la mayoría de los estudiantes tienen la mirada seria, adusta que consideran propia de su futura profesión; algunos sonríen levemente; sólo Ernesto, de frente a la cámara, muestra los dientes en una amplia sonrisa.
En la clase de anatomía se inició una amistad profunda, platónica, entre Ernesto y Tita. Él podía confiarle sus penas en una época afectivamente inestable de su vida, y ella aceptaba ese papel con placer. Todos los miércoles asistían a una clase sobre el «sistema nervioso» en el Museo de Ciencias Naturales, donde disecaban peces bajo la guía de un anciano profesor alemán. Se encontraban en cafés o en la casa de Tita para conversar sobre las clases o sobre sus problemas personales. Intercambiaban libros, los discutían y recitaban sus versos preferidos.
La relación de Ernesto y Tita aparentemente se basó en su necesidad común de una amistad estrecha y sin compromisos. Los dos se sentían solos y ávidos de afecto, sus familias estaban rotas —el padre de Tita había muerto tres años antes— y eran prácticamente forasteros en la gran capital de cinco millones de habitantes. Su relación se prolongó; después de que Ernesto se marchara de la Argentina, mantuvieron una correspondencia casi tan fluida como las que mantuvo con su madre y con su tía soltera Beatriz.
Ernesto escapaba de su casa, que siempre se hallaba atestada de gente, y pasaba mucho tiempo en el apartamento de su tía Beatriz. Durante su infancia, ella había sido más madre que Celia en muchos sentidos: le enviaba libros y regalos, remedios nuevos para el asma, lo alentaba en sus estudios y se preocupaba por él. Ahora, como antes, Beatriz estaba a su disposición.
La visitaba regularmente en su apartamento de la calle Arenales, a veinte manzanas del suyo en la calle Aráoz, para cenar y estudiar de noche. Ella le cocinaba, lo mimaba, se preocupaba de que se sintiera bien, comiera lo suficiente y estuviera provisto de remedios para el asma. Dice Guevara Lynch: «Mi hermana no dormía mientras él estudiaba; tenía siempre lista su pava para cebarle mate y acompañarle en los momentos de descanso, y todo lo hacía con el mayor cariño».
El mejor testigo de la relación especial de Ernesto con Beatriz fue Mario Saravia, un primo siete años menor que él. En 1951, llegó de la ciudad austral de Bahía Blanca, donde vivía su familia, para cursar estudios en la capital. Se alojó en casa de los Guevara, en el cuarto que compartían Ernesto y Roberto. Mario, que era el otro consentido de Beatriz, solía comer en casa de ella con Ernesto.
Beatriz era tan remilgada que se ponía guantes para tocar el dinero, y si estrechaba la mano de un extraño, después se lavaba las suyas, dice Saravia. Desconfiaba de la «moral» de las clases bajas, y cuando su criada se retiraba a dormir, Beatriz cerraba su puerta con llave y colocaba una pinza en el picaporte para que no lo pudiera girar. A Ernesto le encantaba escandalizarla. Una noche, durante la cena, dijo que «saldría» con una chica. «Y fulanita, ¿hija de quién es?», preguntó Beatriz, y quedó sumamente mortificada cuando su sobrino respondió alegremente que no lo sabía.
Ernesto jamás inició una discusión agria con la mujer que le brindaba un amor tan desinteresado. Se acomodaba a sus gustos y luego hacía lo que le apetecía, y con frecuencia hacía alusiones a ciertas supuestas actividades non sanctas a fin de escandalizarla. Saravia dice que Beatriz «se hubiera muerto de un ataque cardíaco» si hubiera conocido la verdad, porque una de esas actividades consistía en seducir a la criada a quien nunca olvidaba de encerrar todas las noches en su cuarto.
Durante un almuerzo, entre un plato y otro, Mario Saravia observó atónito desde la mesa cómo Ernesto hacía rápidamente el amor con la criada sobre la mesa de la cocina, a espaldas de su tía, que no sospechaba nada. Después Ernesto volvió a la mesa y siguió comiendo, sin ser descubierto por su tía. «Era un poco como los gallos —dice Saravia—, que pisaba y seguía en otra función».