I
Por primera vez en su vida, Ernesto se identificaba abiertamente con una causa política. Para bien o para mal, había elegido la revolución izquierdista guatemalteca. Escribió a su familia que a pesar de sus muchas deficiencias y defectos, en ese país se respiraba el «aire más democrático» de América Latina. Era el punto de inflexión: el francotirador escéptico, el «disector ecléctico de doctrinas y psicoanalista de dogmas» se había comprometido.
La valla siguiente era la de arraigarse y hallar una ocupación útil. Paradójicamente, jamás la salvaría. Su estancia en Guatemala resultaría valiosa como inmersión en los aspectos prácticos de la política, pero con la búsqueda infructuosa de puestos que le permitieran ser útil a la revolución. Los seis meses siguientes se volverían una sucesión frustrante de días «sin pena ni gloria. Estribillo que lleva características de repetirse en forma alarmante», como anotó en su diario.
Con todo, conocía a muchas personas. Hilda Gadea, que tenía buenas conexiones, trataba de ayudarlo a conseguir un puesto de médico y con ese fin le presentaba a altos funcionarios de gobierno. Entre ellos se encontraban Alfonso Bauer Paiz, el aristocrático ministro de Economía, y Jaime Díaz Rozzoto, secretario del presidente Arbenz. En sus encuentros interrogaba a estos hombres acerca de la revolución guatemalteca a la vez que les expresaba su deseo de hallar un puesto de médico. En esos primeros días tenía esperanzas de trabajar en un centro de tratamiento de la lepra en la remota selva del Petén, donde estaba también el conjunto de templos mayas de Tikal, el yacimiento arqueológico más rico del país.
Hilda también le presentó al profesor Edelberto Torres, exiliado político nicaragüense y estudioso de la obra del difunto poeta Rubén Darío. Su bonita hija Myrna había pasado un año en California estudiando inglés y trabajaba con Gadea en el Instituto de Fomento de la Producción, una agencia de créditos agrícolas creada por el gobierno de Arbenz. El hermano de Myrna, Edelberto hijo, secretario general de la Juventud Comunista Guatemalteca, acababa de volver de China. El hogar acogedor de los Torres, un lugar de reunión de Hilda y otros exiliados, recibió con agrado a Ernesto y Gualo. En su primera velada allí Ernesto conoció a varios exiliados cubanos que habían llegado meses atrás. Eran Antonio «Ñico» López, un hombre sumamente alto y delgado; Armando Arencibia, Antonio «Bigotes» Darío López y Mario Dalmau. Exaltados, informales, sin pelos en la lengua, los cubanos eran un soplo de aire fresco en la comunidad de exiliados en Guatemala.
Los cubanos destacaban entre los demás expatriados políticos. Sólo ellos habían protagonizado una sublevación armada contra una dictadura, y a pesar del fracaso, su intrepidez y valentía les había granjeado admiración, además de mucha publicidad para su campaña contra Batista. Seis meses antes, Ñico y sus camaradas habían participado en los asaltos a los cuarteles Moncada y Bayamo dirigidos por el joven abogado Fidel Castro Ruz, y habían evitado la detención al refugiarse en la embajada guatemalteca en La Habana. El régimen de Arbenz había otorgado asilo político a los llamados moncadistas, quienes como huéspedes del gobierno aguardaban con impaciencia que su organización les enviara nuevas instrucciones. Entretanto, eran celebridades, huéspedes de rigor en las cenas y los picnics de la colonia de exiliados.
En ese momento, las perspectivas no parecían buenas para los cubanos. Su líder Fidel Castro, condenado a quince años de prisión por un tribunal cubano, cumplía la pena en una celda de aislamiento en la isla de Pinos. Pero a pesar de las circunstancias adversas, los cubanos en Guatemala, y Ñico en particular, se expresaban con vehemente convicción sobre el futuro de su lucha.
«Ñico estaba seguro de que su estadía en Guatemala sería breve —escribió Hilda—. Que en poco tiempo partiría hacia otro país para reunirse con Fidel y trabajar por la revolución. Su fe era tan grande, que quienquiera que lo escuchara estaba obligado a creerle».
Causó una fuerte impresión a Ernesto, quien rápidamente empezó a sentir afecto por Ñico, tan cordial y extrovertido. Se encontraban en reuniones sociales y se hicieron amigos. Para ganar dinero, Ñico y sus camaradas se unieron a Ernesto en la venta de mercadería a comisión. Ñico le puso el mote de «el Che argentino» debido al hábito típicamente argentino de su amigo de usar la palabra guaraní «che», y le contó sobre la incipiente lucha cubana y su dirigente Fidel Castro.
Un día, otro exiliado cubano, José Manuel «Che-Che» Vega, que vivía en el mismo hospedaje, se quejó de dolores agudos en el estómago. Ñico y Dalmau llamaron a Ernesto, quien lo examinó, llamó una ambulancia y lo acompañó al hospital, donde mejoró al cabo de unos días de tratamiento. A partir de entonces, dijo Dalmau, los cubanos se encontraban con Guevara «casi todos los días, en el Parque Central o en la pensión».
Pero por el momento, la prioridad de Ernesto no era Cuba sino Guatemala. Sus esfuerzos por ejercer la medicina resultaron vanos porque en el Ministerio de Salud Pública le dijeron que debía concurrir a la facultad durante un año a fin de revalidar su título argentino. Ernesto rechazó la alternativa, dijo que la comunidad médica guatemalteca era un «círculo oligárquico cerrado» contra el cual «rompería lanzas» y empezó a buscar otras posibilidades.
En las cartas a su familia se burlaba de sus propias penurias económicas. El 15 de enero escribió: «Por ahora vendo en las calles una preciosa imagen del Señor de Esquipulas, un Cristo negro que hace cada milagro bárbaro… Ya tengo un riquísimo anecdotario de milagros del Cristo y constantemente lo aumento; entre broma y broma me le mando algún pechacito “per si cola” [por si cuela]».
Si sus familiares creían que bromeaba, se equivocaban. Ñico López y él habían elaborado un plan emprendedor para ganar dinero con la amplia devoción que suscitaba el Cristo Negro guatemalteco. A Ñico se le había ocurrido una idea que le parecía rentable: colocar un pequeño retrato del ídolo en un marco e instalar una bombilla eléctrica en la base para iluminarlo. Ñico los fabricaba y Ernesto los vendía.
Entretanto, a pesar de sus bromas, la familia se preocupaba. La tía Beatriz le envió dinero en un sobre que nunca llegó y luego una carta para preguntar si lo había recibido. La respuesta de Ernesto a la segunda carta, el 12 de febrero, era obstinadamente irónica. Dijo que sólo cabía suponer que «el democrático empleado de correos hizo una justa distribución de las riquezas. No mandés más plata, a vos te cuesta un Perú y yo encuentro aquí los dólares por el suelo; con decirte que al principio me dio lumbago de tanto agacharme para recogerlos. Ahora sólo tomo uno de cada diez, como para mantener la higiene pública, porque tanto papel volando y por el suelo es un peligro».