VI
Durante su cuarto curso en la facultad, Ernesto aprobó cinco asignaturas de la carrera de medicina y continuó sus investigaciones en la Clínica Pisani. También siguió practicando rugby, así como el vuelo sin motor con su tío Jorge.
Pero el hambre de explorar el mundo se había despertado en él, y después del éxito de su raid argentino, como él lo llamó, empezó a trazar planes de futuros viajes. Sin embargo, en octubre, poco antes de finalizar el año, sucedió algo nuevo para él. Por primera vez en su vida se enamoró.
Carmen, una de las hijas de los González Aguilar, iba a casarse, y el clan Guevara en pleno viajó a Córdoba para asistir a la boda. Durante la fiesta conoció a María del Carmen «Chichina» Ferreyra, de dieciséis años, la bella hija de una de las familias más antiguas y adineradas de Córdoba. Se habían conocido cuando él vivía en Córdoba, pero entonces ella era una niña. A los dieciséis años se había convertido en una jovencita sumamente atractiva, de cabello castaño, tez blanca y tersa y labios gruesos. Pepe Aguilar, testigo presencial de la escena, dice que la impresión que causó en Ernesto fue «uno de esos impactos fulminantes de la juventud».
Según Chichina, la atracción fue recíproca. A ella la fascinaban «el físico obstinado» y el carácter juguetón e informal de Ernesto. «Su desaliño nos hacía reír y al mismo tiempo nos causaba un poco de vergüenza… Éramos tan sofisticados que Ernesto parecía un oprobio. Recibía nuestras bromas sin inmutarse».
En todo caso, para Ernesto se trataba de una relación para tomarla en serio. Sus conocidos coinciden en que Chichina, aunque muy joven, no era pura coquetería femenina sino inteligente e imaginativa, y Ernesto al parecer estaba convencido de que era la mujer de su vida.
Era casi una aventura romántica de cuento de hadas. Ernesto era de una familia de aristócratas empobrecidos mientras que Chichina pertenecía a la más rancia nobleza argentina; era una heredera del imperio familiar de los Ferreyra, la cantera de piedra caliza Malagueño y su complejo fabril, una de las pocas industrias radicadas entonces en Córdoba. En la ciudad, la familia poseía un imponente château francés, el Palacio Ferreyra, que se alzaba en medio de un parque cerrado al pie de la avenida Chacabuco. Construido a fines de siglo, era la sede familiar y la residencia de la abuela de Chichina, matriarca del clan Ferreyra. Chichina y sus padres vivían en una gran casa vecina, a dos manzanas del antiguo hogar de los Guevara. En las afueras de Córdoba se encontraba su enorme estancia llamada Malagueño, donde la familia pasaba los veranos.
«Las dos mil hectáreas de Malagueño —dice Dolores Moyano— comprendían dos canchas de polo, cuadras de caballos árabes y una villa feudal de obreros de la cantera de la familia. Todos los domingos la familia iba a misa en la iglesia del pueblo y ocupaba una capilla privada a la derecha del altar con su propia entrada y una baranda donde comulgar, lejos de la masa de trabajadores. En muchos sentidos, Malagueño ejemplificaba todo lo que Ernesto detestaba. Sin embargo, impredecible como siempre, Ernesto se había enamorado locamente de la princesa de este pequeño imperio, mi prima Chichina Ferreyra, una niña extraordinariamente hermosa y encantadora que, para consternación de sus padres, se sentía igualmente fascinada por él».
Las dos familias ya se conocían desde que los Guevara habían residido en Córdoba, debido a los contactos profesionales de Guevara Lynch y a las amistades de sus hijos.[5] Fuese o no un buen partido para su hija, al principio los padres de Chichina no lo rechazaron. Su excentricidad y su inteligencia eran cautivantes. Pepe Aguilar, quien presenció el noviazgo, recuerda cómo los Ferreyra se reían del desaliño de Ernesto, pero también cómo escuchaban atentamente cuando hablaba de literatura, historia o filosofía o relataba anécdotas de sus viajes.
La imaginación de Ernesto y sus ansias de viajar no escandalizaban a los Ferreyra, una familia bastante pintoresca. Pepe Aguilar dice que era una familia singular y seductora, gente culta, mundana y sensible que sobresalía en medio de una conservadora sociedad provinciana que los idolatraba y envidiaba. Rico y de espíritu aventurero, el padre de Chichina había recorrido el Amazonas, una travesía que aún hoy es peligrosa. Participaban en carreras de automóviles cuando las carreteras eran casi inexistentes y pilotaban los primeros aviones bajo la atenta mirada de la abuela, quien, según la leyenda familiar, les recomendaba que «volaran bajo». Un tío de Chichina había muerto en la Segunda Guerra Mundial cuando el barco que lo llevaba a Europa, donde pensaba unirse a las tropas del general De Gaulle, fue hundido por los alemanes.
El «clima Ferreyra» debió de ser sumamente estimulante, a la vez que fascinante para Ernesto. Empezó a viajar a Córdoba con frecuencia, y durante 1951 fue un visitante asiduo en la casa de los Ferreyra en la ciudad, así como en Malagueño, donde Chichina se reunía con su gran grupo de amistades.
Las amistades dicen que entre todos los parientes de Chichina, quien «más quería» a Ernesto era el excéntrico tío Martín. Éste era un anciano solitario que vivía en Malagueño, donde criaba sementales árabes. Jamás abandonaba la estancia. Durante la Segunda Guerra Mundial había apoyado a la Alemania nazi hasta el final, mientras que el resto de los Ferreyra eran partidarios acérrimos de los aliados. Era un ave nocturna, un consumado pianista clásico que solía tocar para Ernesto, Chichina y sus amigos mientras conversaban y bailaban, a veces hasta el amanecer.
Pero, intempestivamente, Ernesto empezó a hablarle de matrimonio y de una luna de miel a través de Sudamérica en una «casa rodante». Según Pepe Aguilar: «Los conflictos surgieron porque Ernesto quería concretar aquel romance… Chichina tenía sólo dieciséis años, y ni ella estaba tan decidida, ni los padres vieron este proyecto con buenos ojos».
A partir de la propuesta de matrimonio, la presencia de Ernesto empezó a adquirir una connotación subversiva en el clan Ferreyra. «La oposición familiar era enconada —recuerda Dolores Moyano—. En cualquier reunión social, la franqueza, el candor, la cualidad burlona de sus opiniones hacían de su presencia algo peligroso. Cuando Ernesto venía a casa a cenar, esperábamos que sucediera lo peor con una mezcla de terror y deleite».
Tatiana Quiroga retrata a Ernesto como «una especie de hippy enfermizo» que concurría a las cenas formales de la familia Ferreyra «con su asma y su inhalador siempre presente… y vistiendo su camisa de nailon horrorosamente sucia» ante el silencio pasmado de sus anfitriones. En su opinión, Ernesto era perfectamente consciente de las censuras que suscitaba su aspecto personal, y eso lo llevaba a hacer observaciones ultrajantes «para no sentirse tan denigrado».
Las tensiones alcanzaron un pico durante una cena en Malagueño en la que estuvieron presentes Dolores y Pepe Aguilar. Conversaban sobre Winston Churchill, un nombre venerado por los Ferreyra, que eran anglófilos acérrimos. Mientras los mayores de la familia relataban sus anécdotas preferidas sobre Churchill, Ernesto escuchaba sin ocultar una sonrisa burlona, dice Dolores.
Sin poder contenerse, Ernesto intervino para tachar al venerado estadista de «un politiquero más». Pepe Aguilar recuerda la tensión del momento. «Horacio, el padre de Chichina, dijo: “Esto ya no lo puedo aguantar”, y se fue de la mesa. Yo miré a Ernesto, pensando que los que teníamos que irnos éramos nosotros, pero él se limitó a sonreír como un chico travieso y comenzó a comer un limón a mordiscos, con corteza y todo…»
Chichina aún salía con Ernesto, pero en secreto. Una vez, cuando la familia viajó a Rosario donde su padre jugaba un partido de polo, Chichina dispuso que Ernesto se reuniera allí con ella, después de viajar oculto en otro coche entre sus amigas. Se encontraron clandestinamente mientras su padre jugaba al polo.
Lola, la muy devota madre de Chichina, conocía los sentimientos de su hija, y estaba tan asustada por la posibilidad de tener por yerno a Ernesto Guevara que, según Tatiana Quiroga, hizo una promesa a la Virgen del Valle, en Catamarca. Si Chichina ponía fin al noviazgo, haría una peregrinación al remoto santuario de la Virgen. (Finalmente, Lola cumplió su promesa, pero la peregrinación resultó una experiencia sumamente penosa, ya que su coche, conducido por un chófer, tuvo una avería en medio del tórrido desierto, y pasó a formar parte del folclore familiar de los Ferreyra.)
Al finalizar el curso académico en diciembre de 1950, en lugar de visitar a Chichina en Córdoba como cabía esperar, Ernesto obtuvo una credencial de enfermero en el Ministerio de Salud Pública y pidió trabajo como «médico» de a bordo en la flota de la petrolera estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales, YPF.
A primera vista, podría parecer que el ansia de viajar fue más fuerte que los encantos de Chichina, pero es probable que al embarcarse buscara ganar «méritos varoniles» a los ojos de su novia, acaso para competir con las hazañas osadas de sus venerados padres y tíos.
El 9 de febrero de 1951 zarpó hacia Brasil en el buque cisterna Anna G en una travesía de seis semanas. Desde entonces hasta junio, cuando realizó su cuarto y último viaje, pasó más tiempo en el mar que en tierra firme. Sus viajes lo llevaron hacia el sur hasta el puerto patagónico de Comodoro Rivadavia y hacia el norte, bordeando la costa atlántica de Sudamérica, hasta la colonia británica de Trinidad y Tobago. Por el camino tocó Curaçao, la Guyana Británica, Venezuela y varios puertos brasileños.
Chichina nunca estaba lejos de sus pensamientos. Cuando tocaba puerto, llamaba inmediatamente a su hermana Celia para averiguar si tenía cartas de ella. «Me pedía que fuera corriendo hasta los muelles, y yo corría y corría como él me pedía y le llevaba las cartas —diría ella años después—. Una vez me pidió que corriera mucho porque el barco estaba por zarpar, y corrí mucho con la carta en la mano, pero cuando llegué, el barco ya se alejaba de la costa, entonces, él estaba mirando… hasta que me vio con la carta en la mano que lo despedía».
Entre sus amigos y hermanos, Ernesto alimentaba fantasías de una vida romántica, les traía recuerdos exóticos de los puertos y relatos de la vida en alta mar. Y en verdad vivió algunas aventuras. Carlos Figueroa recuerda el relato de una pelea con un marinero norteamericano en un puerto de Brasil (aunque su hermana Celia dice que fue con un inglés en Trinidad), incidente que parece confirmar su hostilidad latente hacia los anglosajones. Y le contó a Osvaldo Bidinosd que en alta mar realizó una apendicectomía con un cuchillo de cocina porque el único bisturí a bordo había sido utilizado en una pelea a cuchillo y embargado luego como prueba judicial.
Pero a pesar de sus intentos de evocar el romanticismo de la vida marinera, ésta no satisfizo sus expectativas. Para desilusión suya, los buques cisterna permanecían poco tiempo en puerto y el tiempo para recorrer los lugares era escaso. En mayo, cuando comenzaban las clases de quinto año de medicina, zarpó por última vez y al volver a mediados de junio abandonó el trabajo de marinero.
Es evidente que durante sus viajes dedicó mucho tiempo a leer y reflexionar, porque volvió a Buenos Aires con un curioso presente para su padre. En un cuaderno había escrito un ensayo autobiográfico dedicado a él, titulado Angustia (Eso es cierto). Está lleno de citas filosóficas y lo encabeza una frase de Ibsen: «La educación es la capacidad de enfrentar las situaciones que plantea la vida».
Redactada bajo una capa enigmática de metáforas densas, Angustia es una indagación introspectiva y existencialista en las causas y la naturaleza de una depresión que Ernesto padeció y superó mientras navegaba. El centro del relato es una salida con algunos compañeros de a bordo al puerto tropical de Trinidad en el Caribe. Aunque el prólogo dice que ha superado la depresión y nuevamente «sonrío optimista y aspiro con fuerza el aire que me rodea», la historia expresa una soledad profunda y, aparentemente, la angustia causada por la relación con Chichina, así como la irritación provocada por las restricciones sociales y el deseo de liberarse de ellas.
«Caigo de rodillas, cansado de buscar una solución, una verdad, un motivo. Pensar que nací para amar, que no nací para permanecer frente a un escritorio preguntándome si el hombre es bueno puesto que sé que el hombre es bueno porque me codeo con él en el campo, en la fábrica, en el obraje, en el ingenio, en la ciudad. Pensar que se es físicamente sano, que se tiene espíritu de cooperación, que se es joven y rijoso como un macho cabrío, y verse excluido del panorama por años y años: eso es angustia… Que se sea un sacrificio estéril, que no se ayude a levantar una nueva vida: eso es angustia».
Los pasajes tomados de los filósofos aparecen a lo largo del texto como axiomas destinados a sustentar el aparente argumento moral central de este ensayo introspectivo: que la vida debe tener un propósito y que el objetivo más alto del individuo debe ser ayudar a los demás, en especial a los desposeídos: «Sólo cuando se ve que se es útil a otro ser, se comprende el sentido y la misión de la existencia propia» (Stefan Zweig).