VII
A fines de abril de 1962, Alexander Alexeiev fue emplazado por Nikita Jrushov para volver a Moscú. La urgencia de la convocatoria y la falta de explicaciones eran razones para alarmarse. Hijo de la era estalinista, Alexeiev dice que pensó en lo peor y se preparó para recibir algún castigo mientras se devanaba los sesos para descubrir cuál había sido su error.
Para ganar tiempo, pidió que le permitieran asistir a los festejos del Primero de Mayo en La Habana. Se esperaba que una multitud de medio millón de personas se concentrara en la Plaza de la Revolución, donde se cantaría por primera vez La Internacional ahora que el Estado se proclamaba socialista. Se le permitió asistir al evento, pero debía partir inmediatamente hacia Moscú.
El tercer día de mayo, Alexeiev voló a México, donde el embajador soviético le dijo que tenía órdenes de alojarlo en la embajada, no en un hotel. Lo mismo sucedió en Londres, la escala siguiente. Era evidente que el Kremlin quería vigilarlo estrechamente, y llegó a Moscú sumido en la angustia. En el aeropuerto lo aguardaba un jefe de departamento del Ministerio de Relaciones Exteriores, que no era una tarea habitual para un funcionario tan encumbrado. Para entonces Alexeiev estaba totalmente perplejo, y el funcionario no hizo nada por aliviar su angustia ya que se limitó a decirle que «mañana» se enteraría de los motivos de la convocatoria.
A la mañana siguiente lo escoltaron a la oficina de Mijail Suslov, el lugarteniente de Jrushov, en el Kremlin. No lo aguardaba éste sino dos secretarios del Comité Central: Yuri Andropov y el jefe del KGB, Alexander Shelepin.
Éste lo llevó a su despacho y le dijo que lo habían designado embajador soviético en Cuba: la decisión era del mismísimo Nikita Jrushov. En ese momento llamó el primer ministro y dijo que se presentara en su despacho inmediatamente.
Hablaron a solas durante aproximadamente una hora. El premier ratificó el nombramiento, que Alexeiev trató de rechazar con humildad: dijo que dados los problemas actuales, Cuba necesitaba un embajador entendido en economía, materia en la cual era «analfabeto».
«No me importa —replicó Jrushov—. Más importante es que usted tiene amistad con Fidel, con los dirigentes… Y te creen, que es lo más importante». Si Fidel quería economistas, le enviaría todos los especialistas que fueran necesarios. En ese preciso instante, Jrushov ordenó por teléfono que se conformara un equipo de asesores ministeriales de todos los sectores de la economía para acompañar a Alexeiev a Cuba. A continuación le dijo que la reunión había terminado por el momento, pero que volvería a convocarlo en un par de semanas para hablar más «en concreto».
Jrushov lo convocó por segunda vez a fines de mayo. En esta ocasión, el dirigente soviético lo esperaba con otros seis funcionarios: su asistente Frol Koslov, el viceprimer ministro Mikoyán, el canciller Andréi Gromiko, el ministro de Defensa Rodion Malinovski y el miembro suplente del Buró Político Sharif Rashidov. Lo invitaron a tomar asiento.
«Fue una conversación muy rara —dijo Alexeiev—… Jrushov me preguntó sobre Cuba, sobre los compañeros cubanos, y yo le cuento sobre cada uno, y en un momento dado, cuando yo no sospechaba nada, me dijo: “Camarada Alexeiev, nosotros hemos decidido, para ayudar a Cuba, para salvar la Revolución Cubana, colocar cohetes en Cuba. ¿Qué te parece? ¿Cómo va a reaccionar Fidel? ¿Aceptará o no?»
Alexeiev estaba atónito. Respondió que en su opinión Fidel no aceptaría la oferta porque siempre había dicho públicamente que el propósito de su revolución era conquistar la independencia cubana. Habían expulsado a los asesores militares norteamericanos, y si aceptaban el emplazamiento de los cohetes soviéticos en su territorio, darían la impresión de que violaban sus principios. Además, la opinión pública internacional y en especial los vecinos latinoamericanos de Cuba lo considerarían un grave abuso de confianza. «Por eso me parece que no aceptarán», dijo Alexeiev en conclusión.
La respuesta enfureció a Malinovski. «Me atacó —recordó Alexeiev—. ¿Qué clase de revolución es ésta que no aceptaría? Yo luché en la España republicana, burguesa, y aceptó nuestra ayuda… ¡y con más razón la Cuba socialista!» Otro funcionario defendió a Alexeiev, que estaba mudo de temor, pero Jrushov no abrió la boca y la discusión quedó en nada. Cambiaron de tema y por fin interrumpieron la reunión para almorzar en la sala contigua.
Durante el almuerzo Jrushov anunció que si bien tal vez Fidel no aceptaría la oferta, de todas maneras dos altos oficiales —Sharif Rashidov y el mariscal Serguéi Biryusov, comandante de las Fuerzas Misilísticas Estratégicas— viajarían a La Habana con Alexeiev para conversar con el dirigente cubano. «Porque de otra manera no podemos defenderlo —dijo Jrushov—. Con los americanos únicamente se puede conversar por la fuerza. Nosotros podemos darles el mismo remedio, la misma medicina que ellos nos dieron en Turquía [donde Estados Unidos había emplazado misiles nucleares que apuntaban a la Unión Soviética]. Kennedy es pragmático, es un intelectual, él comprenderá que no va a atreverse a la guerra porque la guerra es la guerra. Nuestro gesto es para evitar la guerra, porque cualquier tonto puede empezarla, pero no se trata de eso, sino de un susto nada más… porque ellos saben que nosotros tenemos cohetes que pueden atacar a Estados Unidos… Ellos tienen que tragar esa píldora, como nosotros tragamos la de Turquía».
Jrushov aludía a la amenaza que suponía el emplazamiento de misiles Júpiter con ojivas nucleares en la vecina Turquía ese mismo mes; el gobierno de Eisenhower había negociado ese acuerdo con su socio de la OTAN en 1959, y Kennedy lo había respetado, aunque con reticencia.
Jrushov dijo que el operativo de emplazamiento de misiles en Cuba se llevaría a cabo con el máximo sigilo para que los norteamericanos «no sospecharan nada» hasta después de las elecciones parlamentarias de noviembre. No se podía permitir que el asunto fuera utilizado en la campaña. Si se hacían las cosas bien, los norteamericanos, absortos en su campaña, no advertirían nada hasta que los misiles estuvieran emplazados.
Un par de días antes de la partida hacia Cuba, el Kremlin avisó a Alexeiev que Nikita Jrushov quería verlo una vez más. Lo llevaron a su dacha de Peredelkino, un bosque de las afueras de Moscú, donde estaban reunidos el premier y el Buró Político en pleno. «Alexeiev dice que Fidel no aceptará nuestro planteamiento», dijo Jrushov después de presentarlo. Sin embargo, se le había ocurrido una idea y ya la había discutido con los funcionarios.
Le diría a Fidel que los misiles serían un último recurso; la Unión Soviética intentaría disuadir a los norteamericanos de atacar a Cuba, pero en su opinión, el único medio para conseguirlo serían los misiles. Dijo a Alexeiev que transmitiera la propuesta, que esperaba que Fidel aceptaría.
Días después, convencido aún de que los cubanos rechazarían la propuesta, Alexeiev regresó a La Habana con su «delegación agrícola» que incluía a Rashidov y también al mariscal Biryusov, quien se hacía pasar por un ingeniero de nombre «Petrov». Cuando llegaron, Alexeiev fue a ver a Raúl Castro, a quien dijo que Jrushov le había encomendado una misión por la cual debía hablar con Fidel inmediatamente. «El ingeniero Petrov no es ningún ingeniero Petrov —dijo—. Es un mariscal, comandante del [plan] de misiles soviético».
Raúl comprendió la alusión y fue derecho a la oficina de Fidel, donde permaneció dos o tres horas. Luego se reunieron con Fidel en el despacho de Dorticós. «Por primera vez vi que Raúl escribía algo en un cuaderno», dijo Alexeiev.
Fidel escuchó a los soviéticos exponer la propuesta misilística de Jrushov sin pronunciarse, pero sus gestos eran alentadores; dijo que les daría su respuesta al día siguiente. Alexeiev comprendió que quería consultar con el Che.
Al día siguiente Fidel lo convocó nuevamente al despacho de Dorticós. Esta vez estaban presentes el Che, Dorticós, Carlos Rafael Rodríguez y Blas Roca. Después de estudiar la propuesta, estaban dispuestos a aceptar el emplazamiento de los misiles, ya que no había otra manera de impedir una invasión norteamericana de Cuba. A continuación discutieron las probabilidades de que ésta se produjera; el Che tomó una parte «muy activa» en la conversación, recuerda Alexeiev, y expresó con toda claridad su posición sobre los misiles. «Cualquier cosa que pueda detener a los americanos vale la pena», dijo.
Mientras los soviéticos y sus colegas cubanos se abocaban a la búsqueda de un emplazamiento para los misiles, Fidel dijo a Alexeiev que quería formalizar el asunto mediante un «pacto militar», que Raúl firmaría en Moscú. Según Vitali Korionov, un asesor del Comité Central, Fidel quería incluir en el pacto una serie de objetivos cubanos que los soviéticos debían negociar con los norteamericanos una vez que se hiciera pública la presencia de los misiles. Además de un compromiso de Washington de que no invadiría la isla, quería «el desmantelamiento» de la base naval norteamericana en la bahía de Guantánamo. Los soviéticos aceptaron la petición y durante la semana siguiente Alexeiev colaboró con Raúl en la versión en español del acuerdo. A continuación, dijo Alexeiev, Raúl y el mariscal Malinovski firmaron cada página del acuerdo.
El 2 de julio de 1962, Raúl ya se encontraba en Moscú con el borrador del tratado. Según Alexeiev, durante la semana siguiente se reunió dos veces con Jrushov. Pero la versión de Vitali Korionov es distinta. Dijo que el viceprimer ministro Alexéi Kosiguin lo envió al aeropuerto a recibir a Raúl y su esposa Vilma Espín. De allí fueron a una casa oficial, donde con Kosiguin y Raúl entraron en un salón donde había un piano de cola. Sólo estaban presentes ellos tres. «Raúl colocó el documento de los reclamos de Fidel traducidos al ruso sobre el piano y él y Kosiguin lo firmaron de pie». Kosiguin partió inmediatamente, no sin decirle a Korionov que se quedara para «tranquilizar» a Raúl, que estaba sumamente nervioso.
«Su estado era de tensa expectativa —dijo Korionov— [como si se preguntara] “¿ahora qué va a suceder?”. Porque los camaradas cubanos comprendían en qué podía terminar todo esto». Tal como lo instruyeron, Korionov permaneció allí y pasó toda la noche bebiendo coñac armenio con Raúl.
Fidel había dicho a su hermano que quería transmitirle una pregunta a Jrushov: ¿qué sucedería si los norteamericanos se enteraran del operativo antes de que concluyera? Según Alexeiev, la respuesta fue tan lacónica como despreocupada: «No se preocupe que no sucederá nada. Si los norteamericanos se ponen nerviosos, enviaremos la flota del Báltico para demostrar nuestro apoyo». Raúl consideró que la respuesta revelaba un compromiso firme de apoyo, y dijo a Alexeiev: «¡Qué bueno, está bien! Fidel aceptará todo; va a corregir algo pero, en principio, sí».
En verdad, era un acuerdo bélico temible y bastante pesado: veinticuatro lanzadores de misiles balísticos de mediano alcance y dieciséis de alcance intermedio, equipado cada uno con dos misiles y una ojiva nuclear; veinticuatro baterías de misiles tierra-aire SAM-2; cuarenta y dos interceptores MiG; cuarenta y dos bombarderos IL-28; doce buques misilísticos clase Komar con misiles de crucero de defensa costera. Con el arsenal irían cuatro regimientos de combate de élite que sumaban cuarenta y dos mil efectivos. El acuerdo, renovable cada cinco años, estipulaba que los misiles quedarían bajo el mando exclusivo de los militares soviéticos.
Alrededor del 15 de julio, antes de que Raúl partiera de Moscú o Fidel leyera el acuerdo, los primeros misiles partieron subrepticiamente de los puertos soviéticos del Mar Negro ocultos a bordo de buques de carga. También partieron los primeros contingentes de oficiales y tropa. El 17 de julio Raúl regresó a La Habana. Tres semanas después lo hizo Alexeiev, ya en calidad de embajador soviético, llevando consigo el acuerdo ratificado por aquél.
Antes de su partida, Jrushov le informó de que «ya» había misiles soviéticos en Cuba e insistió en la necesidad de mantener la operación en total secreto hasta noviembre o más adelante. No debía enviar despachos desde La Habana; si tenía algo importante que comunicar, debía viajar a Moscú o enviar un emisario.
Jrushov aún no había firmado el acuerdo, a la espera de la aprobación definitiva de Fidel. Su plan era viajar a Cuba para asistir en enero a la celebración del aniversario del triunfo revolucionario, y después de firmar el acuerdo juntamente con Fidel, divulgarlo espectacularmente al mundo. Para entonces todo estaría emplazado, y el hecho consumado le daría a Jrushov una poderosa palanca estratégica para el regateo con Washington.
Por cierto que los planes no se cumplieron. En primer lugar, el borrador disgustó a Fidel, que lo consideró «demasiado técnico» y carente de un «marco político». Según Alexeiev, Fidel objetó sobre todo la versión original de un pasaje del preámbulo: «En el interés de asegurar su soberanía y mantener su libertad, Cuba solicita a la Unión Soviética que considere y acepte la posibilidad de instalar misiles [en su territorio]…»
Alexeiev dijo que con las enmiendas de Fidel, el peso de la decisión de instalar los misiles no recaía exclusivamente sobre la petición cubana sino que constituía una responsabilidad compartida por las dos naciones. En esencia, quería dejar asentado lo que hasta entonces era apenas una promesa retórica de Jrushov: que la Unión Soviética consideraría un ataque a Cuba como un ataque a su propio territorio. Por consiguiente, el nuevo preámbulo decía: «Es necesario y se ha resuelto dar los pasos necesarios para la defensa conjunta de los derechos legítimos del pueblo de Cuba y la Unión Soviética, teniendo en cuenta la necesidad urgente de adoptar medidas para garantizar la seguridad mutua en vista de la posibilidad de un ataque inminente contra la República de Cuba y la Unión Soviética».
A finales de agosto, una vez redactado el borrador enmendado, Fidel no envió a su hermano a la Unión Soviética sino al Che y a Emilio Aragonés, un antiguo camarada del 26 de Julio y entonces uno de sus principales asesores. El 30 de agosto se reunieron con Jrushov en su dacha de verano de Crimea. Éste aceptó la versión enmendada del acuerdo, titulado, «Acuerdo entre el Gobierno de la República de Cuba y el Gobierno de la Unión Soviética sobre Cooperación Militar para la Defensa del Territorio Nacional de Cuba en la Eventualidad de una Agresión», pero retrasó la firma: dijo que lo haría en unos meses, cuando viajara a Cuba.
Probablemente el Che temía una traicion soviética, porque reclamó la divulgación del acuerdo, pero Jrushov se negó porque, dijo, aún debía permanecer en secreto. El Che y Aragonés repitieron la persistente preocupación de Fidel —compartida por el canciller Andréi Gromiko y otros altos funcionarios soviéticos— de que los norteamericanos descubrieran la operación prematuramente. Según el relato posterior de Aragonés, Jrushov se mostró tan despreocupado entonces como anteriormente con Raúl. «[Nos] dijo al Che y a mí, en presencia de Malinovski: “No se preocupen, no habrá problemas con los Estados Unidos. Y si los hay, enviaremos la flota del Báltico.”»
Al oír la respuesta, «el Che y yo nos miramos y alzamos las cejas». Evidentemente, Jrushov no los había convencido, pero en ese momento no les quedaba otra alternativa que creer en su promesa.
Mientras tanto, aleccionada sobre la necesidad de seguir de cerca los movimientos del Che, la inteligencia norteamericana vigilaba estrechamente sus actividades en Rusia. El 31 de agosto, un despacho de la CIA advirtió que la «composición» de la delegación del Che Guevara a la Unión Soviética «indica que [ésta] podría tener una misión más amplia que es [sic] su agenda anunciada, relacionada con asuntos industriales. Guevara está acompañado por Emilio Aragonés, quien aparentemente no tiene formación ni experiencia en asuntos económicos o industriales. La misión Guevara fue recibida en el aeropuerto por funcionarios económicos soviéticos y por el viceprimer ministro Kosiguin, miembro del Presidium del partido soviético».
Cuando el Che volvió a La Habana, el 6 de septiembre, los norteamericanos ya habían detectado la creciente presencia militar soviética. Los aviones de reconocimiento U-2 habían descubierto el emplazamiento de los nuevos SAM-2 y los misiles crucero de defensa costera. Los especialistas aseguraban a Kennedy que éstos no amenazaban la seguridad nacional de Estados Unidos, pero su presencia era una señal que no se podía pasar por alto. El 4 de septiembre, Kennedy había enviado a su hermano menor Robert, ministro de Justicia, a discutir la escalada con el embajador soviético en Estados Unidos, Anatoli Dobrinin. Éste le había transmitido el mensaje de Jrushov de que no se había emplazado «armamento ofensivo» en Cuba sino armas destinadas exclusivamente a la «defensa» de la isla.
Pero la Casa Blanca sospechaba. Las últimas fotografías aéreas indicaban la posible construcción de una base de submarinos soviéticos. Kennedy anunció públicamente que Estados Unidos había detectado la presencia no sólo de los SAM sino también de un número creciente de personal militar soviético. Admitió que no tenía pruebas de la presencia de tropas de combate del bloque soviético ni de misiles ofensivos tierra-tierra, pero advirtió que su presencia daría lugar a una «situación gravísima».
Al día siguiente, Kennedy pidió al Congreso que autorizara la convocatoria de hasta ciento cincuenta mil reservistas de ejército. Washington anunció su intención de realizar ejercicios militares en el Caribe a mediados de octubre, que Cuba denunció como una prueba de sus intenciones de invadirla. Dobrinin repitió que Moscú proporcionaba «solamente» armas defensivas a la isla.
La tensión aumentaba día a día, a medida que se filtraban más detalles sobre la concentración de fuerzas soviéticas. Estados Unidos, la Unión Soviética y Cuba cruzaban acusaciones y desmentidos. Pero el 9 de septiembre, los analistas de la inteligencia norteamericana tomaron nota de ciertas frases inquietantes del Che durante una recepción en la embajada brasileña en La Habana. En declaraciones a un periodista, dijo que el acuerdo de ayuda militar soviética a Cuba era «un suceso histórico» que anunciaba una modificación de las relaciones de fuerza entre Oriente y Occidente; en su opinión, la balanza se inclinaba a favor de la Unión Soviética. Según un despacho secreto, llegó a decir que «Estados Unidos no tiene más remedio que ceder». El despacho dijo en conclusión: «Aparentemente cree que la ayuda militar soviética a Cuba es un gesto de gran importancia».
Efectivamente, lo fue, como Estados Unidos y el mundo entero estaban a punto de comprender. En pocas semanas más, el acuerdo concertado por el Che llevaría al mundo al borde de la guerra nuclear.