II
Si el hecho de hallar al Che durmiendo a esas horas despertaba su curiosidad, Leonov no tardaría en conocer los motivos. Además de trabajar en el INRA, para entonces era presidente del Banco Nacional de Cuba.
Era una carga pesadísima, y en aquella época su larga jornada laboral adquiría dimensiones legendarias. En la capital circulaban anécdotas sobre dignatarios extranjeros a quienes concedía entrevistas a las tres, pero cuando llegaban a su oficina a esa hora Manresa les informaba de que era a las tres de la mañana, no de la tarde. Las audiencias de madrugada como la de Alexeiev en octubre ya no eran la excepción sino la norma.
En una carta a sus padres, en Navidad, el Che trató de hacerles comprender la clase de vida extraña que llevaba:
Queridos viejos:
Saben cuánto me cuesta escribir. Me tomo un respiro a las seis y treinta de la mañana, no al comienzo sino al final del día, para desearles todo lo deseable en estos días. Cuba vive un momento que es decisivo para América. Alguna vez quise ser un soldado de Pizarro; pero [para satisfacer] mi afán de aventuras y mi anhelo de vivir momentos culminantes eso ya no es una necesidad; hoy todo está aquí y con un ideal por el cual luchar, junto con la responsabilidad de dejar un ejemplo. No somos hombres sino máquinas de trabajo, luchando contra el tiempo en medio de circunstancias difíciles y luminosas.
El Departamento Industrial fue mi propia creación; lo entregué a medias, con el dolor de un padre agotado, para hundirme en mis aparentes dones divinos para las finanzas. También tengo el puesto de Jefe de Instrucción del E. Rebelde y el mando directo de un regimiento en Oriente. Caminamos sobre pura historia de la más alta categoría americana; somos el futuro y lo sabemos, construimos con felicidad aunque hemos olvidado los afectos individuales. Reciban un abrazo afectuoso de esta máquina que dispensa amor calculador a 160 millones de americanos, y a veces, el hijo pródigo que vuelve en el recuerdo.
Che
Su vida con Aleida también seguía una rutina establecida. Se veían en la oficina, ya que ella era su secretaria, pero tenían escasa intimidad durante las breves horas que pasaba en casa. El guatemalteco Patojo vivía intermitentemente con ellos desde principios de 1959 y Oscar Fernández Mell ocupaba el cuarto para huéspedes en la casa de Ciudad Libertad; como jefe de servicios médicos del nuevo ejército, trabajaba cerca de ahí, en la vieja sede del comando naval.
Aleida se acostumbró a la rutina, pero lo que sí le fastidiaba era la presencia incesante de Hilda Gadea. La exesposa del Che trabajaba en otro piso del INRA, en una oficina creada para asistir a los campesinos que habían perdido sus viviendas por causa de la guerra. Aleida sospechaba que Hilda no perdía las esperanzas de reconquistar al Che y aprovechaba la menor oportunidad para hacerse presente con Hildita, a quien llevaba a jugar o almorzar en la oficina del padre. A éste no le importaba: su única hija despertaba en él un sentimiento complejo, mezcla de afecto paternal y culpa por ser la víctima inocente de su fracaso matrimonial y su ausencia prolongada. Para compensarla por ello, la tenía consigo siempre que podía, y cuando Hilda lo permitía, la llevaba a su casa a pasar los fines de semana.
Aleida aceptaba la presencia de la niña para no contrariar al Che, pero cuando las visitas a la oficina eran excesivamente frecuentes e Hilda parecía aprovecharlas para coquetear y conversar con el Che, ella hervía de rabia contenida. Las interrupciones constantes de Hilda también enfurecían al Che, quien se contenía para evitar una escena. Pero un día no pudo soportarlo, salió furioso de la oficina y vociferó en presencia de una secretaria: «Daría lo mismo que no me hubiera divorciado».
Hilda solía conversar con la joven secretaria, a quien confiaba sus sentimientos y de paso hablaba mal de Aleida. Ésta a su vez regañaba a la secretaria y exigía saber de qué hablaban. Al cabo de unos meses, la secretaria no pudo soportar más la sensación de ser el «jamón del sándwich» y pidió que la transfirieran a otro departamento.
En los meses que siguieron al regreso del Che de su gira de «buena voluntad», un clima de división se apoderó gradualmente de Cuba. El país vivía en un torbellino de cambios drásticos a medida que Fidel radicalizaba su política y extendía el control revolucionario a los sectores hasta entonces sacrosantos de la sociedad cubana. El Che lo impulsaba a ello, con ruegos y lisonjas en privado y aplausos en público. Los observadores empezaban a advertir una pauta curiosa: las propuestas aparentemente «extremistas» del Che era en realidad señales tempranas de advertencia, porque Fidel casi siempre las traducía en política revolucionaria oficial.
En enero y abril de 1959, el Che había dicho que Cuba necesitaba nacionalizar el petróleo y los recursos minerales. En septiembre del mismo año, Fidel se hizo eco al decir que el asunto requería un «estudio cuidadoso». Nueve meses después, se apoderó de las refinerías de las empresas norteamericanas Texaco y Esso y la británica Shell.
En noviembre de 1959, la embajada estadounidense tomó nota de una entrevista en Revolución, según la cual quedaba claro que: «… diga lo que diga la ley de reforma agraria sobre convertir a los campesinos en pequeños propietarios, Guevara quiere orientar la reforma hacia la creación de cooperativas o comunías [sic]».
Tres meses después, en enero de 1960, Fidel decretó la expropiación de todas las plantaciones azucareras y los grandes establecimientos ganaderos para convertirlos en cooperativas administradas por el Estado. Por otra parte, el «no pago y la expropiación ilegal» de propiedades norteamericanas en violación de la constitución cubana de 1940 y la ley de reforma agraria de 1959, el asunto que motivaba las mayores quejas de Washington, no debía sorprender a nadie: las primeras señales se remontaban a las semanas inmediatamente posteriores al triunfo de la revolución, cuando el Che exigía públicamente la derogación de la cláusula constitucional de indemnizaciones.
Octubre de 1959 había sido un mes particularmente crucial, porque hacia los últimos días la escena quedó preparada para lo que Hugh Thomas ha llamado «el eclipse de los liberales» y el predominio definitivo del ala «extrema» y antinorteamericana de la revolución. El rumbo por el que el Che había abogado durante largo tiempo era el que Fidel empezaba a seguir de manera cada vez menos disimulada.
Con el argumento de la «unidad revolucionaria», que había adquirido fuertes connotaciones, Fidel tomó el control del centro estudiantil de la Universidad de La Habana a través de Rolando Cubela, excomandante del Directorio que acababa de regresar de Praga, donde había ocupado el puesto de agregado militar del nuevo gobierno durante algunos meses. Con la victoria electoral de Cubela el gobierno se apoderó de facto de una universidad tradicionalmente autónoma e históricamente caldo de cultivo de conspiraciones antigubernamentales. Fidel lo sabía mejor que nadie, ya que allí se había iniciado su propia carrera política.
El Che llevó el mismo mensaje a la Universidad de Santiago, la segunda del país, donde anunció sin ambages que la autonomía universitaria era cosa del pasado y en lo sucesivo el Estado diseñaría el programa de estudios. La planificación central era una necesidad de la industrialización cubana, que requería técnicos calificados —agrónomos, peritos agrícolas, ingenieros químicos—, no una nueva camada de abogados.
«¿Quién tiene derecho a decir que solamente pueden salir diez abogados por año y deben salir cien químicos industriales? [Algunos dirían que] eso es dictadura, y está bien: es dictadura». Los estudiantes debían enrolarse en el «gran ejército de los que hacen, dejando de lado esta pequeña patrulla de los que solamente dicen».
(En diciembre, al recibir un profesorado honorario en la Universidad de Las Villas, el Che dijo a la asamblea de docentes y estudiantes que los días en que la educación era un privilegio de la clase media blanca quedaban atrás. «La universidad debe ser flexible, pintarse de negro, de mulato, de obrero, de campesino». En caso contrario, advirtió, el pueblo derribaría sus puertas «y pintará la universidad con los colores que le parezca».)
El discurso de Santiago estaba rodeado por el clima de tensión causado por los primeros estallidos reales de actividad contrarrevolucionaria: en Pinar del Río, un avión no identificado bombardeó un ingenio azucarero; entre los sospechosos detenidos había dos norteamericanos. Además, el asunto de Huber Matos, largamente contenido, estaba a punto de estallar.
El 20 de octubre, tras la designación oficial de Raúl como ministro de las Fuerzas Armadas, Matos envió a Fidel una carta desde Camagüey en la que presentó su renuncia, lo instó a cambiar de rumbo y lo acusó de «enterrar la revolución». Quince oficiales pensaban seguir su ejemplo.
Fidel no demoró su respuesta. Repudió las denuncias de Matos, lo acusó de «deslealtad», «ambición» y otras ofensas. A continuación, ordenó a Camilo que volara a Camagüey a detener a Matos y sus camaradas disidentes. Camilo obedeció la orden; Matos y sus oficiales se entregaron sin ofrecer resistencia. Fidel también voló a Camagüey, donde pronunció un discurso en el que denunció la «traición» de Matos y sus planes para una rebelión armada. Una vez trasladados a La Habana, Matos y sus oficiales quedaron detenidos en La Cabaña.
Para los «conspiradores» de Matos, el momento no podía ser menos oportuno. Mientras Fidel, de vuelta en La Habana, se disponía a dirigir la palabra a una convención de más de dos mil agentes de turismo de Estados Unidos para alentar la expansión del turismo norteamericano en Cuba, el desertor Pedro Luis Díaz Lanz sobrevoló la capital en un bombardero B-26 desde el cual lanzó panfletos en los que reclamaba a Fidel la expulsión de elementos comunistas del régimen. La fuerza aérea cubana envió aviones a interceptarlo y la guarnición de La Cabaña abrió fuego con sus baterías antiaéreas, pero Díaz Lanz escapó ileso.
Desde una ventana del edificio del INRA que daba a la Plaza de la Revolución, el Che y sus compañeros de oficina, Manresa y una secretaria llamada Cristina, contemplaron el vuelo rasante de Díaz Lanz, a tan baja altura que pudieron verlo en la cabina del piloto. El Che no abrió la boca, pero estaba helado de rabia e impotencia. Sus escoltas pidieron permiso para subir a la terraza y disparar contra el avión, pero él lo prohibió: causarían más daño que el mismo avión. Díaz Lanz se alejó y entonces el incidente tomó un giro gracioso. Una de las secretarias, una muchacha gorda y excesivamente miedosa, se había ocultado debajo de un escritorio. Cuando los demás volvieron a sus tareas, la hallaron ahí, atascada e incapaz de liberarse por sus propios medios. Entre las risas de todos, los escoltas la ayudaron a salir.
Para Fidel y sus relaciones públicas, el incidente constituyó un desastre, ya que su plan de promover el turismo murió antes de nacer. Mientras los alarmados agentes se apresuraban a partir, Fidel y los medios cubanos denunciaron el «bombardeo» por un avión norteamericano que dejó un saldo de varios civiles muertos y heridos. En Estados Unidos, Díaz Lanz confesó que había realizado el vuelo, pero que sólo había arrojado panfletos sobre La Habana: los probables causantes de las bajas, si las había, eran las balas perdidas de los soldados cubanos. Sin embargo, se adoptó la versión oficial del bombardeo. Al día siguiente, una nutrida multitud se concentró frente a la embajada estadounidense y Fidel, en un discurso televisado, acusó a Matos de planificar una revuelta militar en Camagüey con la complicidad de Díaz Lanz. (El día anterior se había producido un hecho significativo, cuando un avión no identificado arrojó bombas sobre un ingenio en Camagüey.) También acusó a Estados Unidos de dar refugio a «criminales de guerra» y proporcionar el avión militar a Díaz Lanz.
A continuación, el 26 de octubre, repitió las acusaciones ante medio millón de cubanos concentrados en la Plaza de la Revolución y juró que Cuba se defendería de cualquier ataque. El pueblo recibiría armas e instrucción; el país obtendría los aviones y las armas necesarios. Al día siguiente, Washington rechazó las acusaciones en una nota oficial de protesta entregada por el embajador Bonsal al canciller Raúl Roa; al mismo tiempo, el gabinete aprobó la reinstauración de los tribunales revolucionarios.
El 28 de octubre, después de reorganizar el mando militar en Camagüey, Camilo Cienfuegos salió en su avión Cessna para regresar a La Habana. Nunca llegó. Fidel y el Che participaron en la búsqueda aérea de tres días sobre una zona muy vasta en la que se rastreó el avión perdido, pero no se hallaron restos. ¿Qué había sucedido? El piloto de Camilo era un profesional experimentado; el día del vuelo había hecho buen tiempo. Enseguida aparecieron las teorías conspirativas: Fidel había eliminado a Camilo por complicidad con Matos o bien porque era demasiado popular. Según otra versión, un caza de la fuerza aérea cubana lo había derribado al confundirlo con un intruso hostil. Cualquiera que fuera la causa, no cabía duda de que Camilo estaba muerto, su avión había desaparecido para siempre bajo las azules aguas del Caribe que había intentado sobrevolar y la Revolución había perdido a una de sus personalidades más carismáticas y populares.[67]
Durante noviembre, Fidel siguió consolidando su base de poder. Logró armar la «unidad» de la central sindical CTC a expensas de los anticomunistas del 26 de Julio al imponer su propio comité ejecutivo y derogar el derecho de los afiliados a elegir sus delegados; así allanó el camino para la absorción gradual de la CTC por el Partido Comunista cubano. Se anunció la creación de «Milicias Nacionales Revolucionarias», el primer paso hacia la realización del sueño del Che de convertir a Cuba en una «sociedad guerrillera». El canciller Roa negó el contenido de un artículo de Carlos Franqui en Revolución según el cual el viceprimer ministro soviético Mikoyán había viajado a Cuba por invitación del gobierno.
La postergación de la visita de Mikoyán, prevista para noviembre, resultó una medida afortunada, porque el congreso de laicos católicos se convirtió en una expresión abierta de oposición clerical al comunismo. Aunque hasta entonces la jerarquía eclesiástica había mantenido en público una actitud de «prudente expectativa», el giro de la revolución alarmaba a la Iglesia, cuyos activistas juveniles no tenían semejantes escrúpulos a la hora de manifestarse. Algunos sacerdotes habían huido para reaparecer con bombo y platillos en Miami, donde repetían la acusación de Díaz Lanz de que Cuba se volvía «roja». Mientras tanto, en Washington, la CIA empezaba a analizar discretamente los medios y arbitrios para eliminar a Castro.