I
Después de una semana de marcha hacia la Sierra Maestra con su ejército de novatos doloridos y quejumbrosos, el Che se reunió con Fidel en la remota aldea serrana de La Derecha. De nuevo recibió un rapapolvo de Fidel, esta vez por no haber impuesto su «autoridad» a Jorge Sotús, dirigente de los voluntarios nuevos. La soberbia del advenedizo había irritado al Che y provocado las protestas de sus hombres durante la marcha, pero éste se había limitado a darles un sermón sobre la «disciplina»; evidentemente, prefería que Fidel se ocupara de Sotús.
Pero Fidel consideró que el Che no había sabido «tomar el mando» y expresó su disgusto con una nueva reorganización del estado mayor tras la llegada. Otorgó algunos ascensos y dividió a la tropa en tres pelotones ampliados bajo el mando de Raúl, Juan Almeida y Jorge Sotús, a la vez que confirmó al Che en su cargo modesto de «médico del estado mayor». El Che comentó en su diario que «Raúl trató de que yo también fuera comisario político pero Fidel se opuso».
Este notable detalle, jamás incluido en los relatos publicados del Che sobre la guerra, es revelador no sólo del respeto que Raúl sentía por él sino también de la astucia política de Fidel. Batista acusaba a Fidel de comunista, calificación que éste rechazaba con vehemencia. Designar comisario político a un marxista confeso como el Che le habría hecho el juego al dictador y además habría ofendido a buena parte de la base del 26 de Julio, mayoritariamente anticomunista.
A continuación, Fidel celebró un cónclave con sus ocho jefes, el Che entre ellos, para elaborar sus planes de guerra inmediatos. Éste propuso un ataque al ejército para que los hombres recibieran su bautismo de fuego, pero Fidel y los demás se opusieron, ya que preferían una adaptación gradual. Entonces se resolvió «caminar por el monte hasta el [Pico] Turquino, tratando de no dar batalla», escribió el Che en su diario.
Entonces, el 25 de marzo, llegó un correo con un mensaje que Frank País había logrado enviar desde su celda en la cárcel de Santiago, con informes alarmantes sobre Crescencio Pérez. Según sus fuentes, escribía País, Crescencio había hecho un trato con el mayor Joaquín Casillas: le revelaría la posición del campamento cuando todos los rebeldes se encontraran allí para que el ejército pudiera aniquilarlos. Al relatar el hecho en su diario, el Che pareció dar crédito a la denuncia de País. Tenía sus motivos para dudar de la lealtad de Crescencio, ya que el caudillo guajiro había estado ausente durante cierto tiempo con la misión de reclutar combatientes campesinos y en los últimos tiempos había informado que tenía consigo a «140 hombres armados». Sin embargo, durante la marcha desde la granja de Díaz, el Che se había desviado para hablar con él y había hallado sólo cuatro hombres —todos convalecientes de sus heridas— y ningún recluta. Asimismo, Crescencio estaba confundido y consternado por el decreto de Fidel de incendiar los cañaverales. Este desacuerdo ponía de manifiesto las divergencias sobre la estrategia revolucionaria entre el liderazgo rebelde y su aliado campesino más importante en un momento crucial. La dirección no sabía a ciencia cierta si esas divergencias lo habían conducido a la traición, pero no podía correr riesgos. Fidel reunió a su grupo de confianza y les dijo que se movilizarían esa misma noche.
Pero la primera marcha del reconstituido Ejército Rebelde pareció una escena de Keystone Kops. Al ascender la primera cuesta escarpada, uno de los elementos más exóticos entre los voluntarios nuevos (uno de tres adolescentes norteamericanos fugados de la base naval de la bahía de Guantánamo) sufrió un desmayo. Durante el descenso, dos integrantes del grupo de vanguardia se desviaron del camino y todo el segundo pelotón los siguió. A continuación se extraviaron el pelotón de Sotús y el grupo de retaguardia. «Fidel se pescó un berrinche terrible, pero al fin llegamos a una casa ya fijada», escribió el Che.
Pasaron un día de descanso, comiendo yuca y plátanos que robaron de un campo, y luego iniciaron «una penosa marcha ascendente» (en palabras del Che) hasta Los Altos de Espinosa, la loma donde habían sufrido la emboscada. En la tumba de Julio Zenón Acosta realizaron una breve guardia de honor. Colgada de un espino cercano, el Che halló una manta que había perdido, recuerdo de su «veloz retirada estratégica», y juró que jamás volvería a perder una pieza de su equipo «de esa manera». Agregaron al grupo del estado mayor a otro recluta —«un mulato llamado Paulino»—, encargado de llevar el pesado botiquín del Che, porque el esfuerzo de cargarlo le provocaba asma.
Así sería la vida de los rebeldes durante las semanas siguientes. La intención de Fidel era aprovechar la tregua momentánea para acumular reservas de alimentos, armas y municiones y extender la red de apoyo campesino, pero antes debían conseguir comida para vivir de un día a otro. En sus marchas por la sierra, negociaba con los campesinos para que le reservaran una parte de sus futuras cosechas a fin de abastecer al ejército, pero ahora que superaban los ochenta efectivos, los rebeldes no podían llegar en masa a la casa de un campesino y esperar que les dieran de comer. La carne se volvió un lujo; la dieta consistía sobre todo en plátanos, yuca y malanga, el tubérculo púrpura, rico en almidón, que formaba parte de la dieta campesina. Para Fidel, que disfrutaba de la buena mesa, la época de «vacas flacas» fue un período particularmente desagradable que lo ponía de mal humor. El 8 de abril, el Che apuntó que estaba irritado por tener que partir del campamento en una misión a la hora de la cena. Fidel «volvió tarde, encojonado porque habíamos comido arroz y no le había salido todo como él esperaba».
La falta de comida los impulsó a realizar más acciones desesperadas, algunas rayanas en el bandidaje liso y llano. Una noche salieron varios hombres para asaltar una tienda de comestibles y otra partida fue a darle «un susto» a un presunto chivato llamado Popa y confiscar una de sus vacas. Cuando volvieron, el Che comentó que «habían dado un buen golpe y tomado un caballo a Popa, pero sacando la impresión de que éste no era chivato. El caballo no se le pagó pero se le dio promesa de pagarlo si él se portaba bien». El caballo fue a parar a la olla, pero al principio los guajiros se negaron a comerlo, furiosos porque se había sacrificado a un animal de labranza con ese fin. Luego salaron los restos para hacer tasajo. Los prolongados preparativos que esto requería demoraron los planes de Fidel de trasladar el campamento. El Che observó irónicamente que «la consideración sobre el tasajo [hizo] cambiar de parecer a Fidel».
Mientras tanto, lejos de la Sierra Maestra, crecía la inestabilidad política. Ante la creciente violencia política, los partidos exigían la convocatoria de elecciones. Algunos políticos reclamaban «negociaciones con los grupos insurreccionales» y sugerían que se prestara mayor atención a los rebeldes, pero Batista declaró que las conversaciones eran innecesarias, «ni siquiera existían los rebeldes». Pero poco después resultó evidente que era sólo una baladronada porque el mayor Barrera Pérez, el «pacificador» de la sublevación de noviembre en Santiago, fue ascendido a coronel y puesto al mando de mil quinientos hombres para limpiar la Sierra Maestra.
Mientras las ciudades eran escenario de maniobras políticas, los rebeldes recorrían la sierra. Fidel recibió un mensaje algo confuso de Crescencio Pérez. El dirigente guajiro reconocía que no tenía tantos hombres como había dicho ni estaban armados, pero había reunido algunos voluntarios, y pedía a Fidel que fuera a «recogerlos». Él mismo no podía hacerlo, dijo, debido a que estaba «mal de una pierna». El Che comentó enigmáticamente: «Fidel le contestó que aceptaba todas las ofertas que fueran serias y que debía venir más adelante con [los] hombres armados». Evidentemente, Fidel se mostraba cauto y deseoso de evitar cualquier situación que pudiera transformarse en una trampa, ya que el guajiro bien podía tener un pie en cada bando.
La necesidad obligó a los rebeldes a desplegar mayores esfuerzos para relacionarse con los habitantes de la sierra. El Che empezó a realizar consultorías médicas al aire libre. «Era monótona», recordaría mucho después. «Pues no tenía muchos medicamentos que ofrecer y no presentaban una gran diferencia los casos clínicos de la Sierra: mujeres prematuramente avejentadas, sin dientes, niños de vientres enormes, parasitismo, raquitismo, avitaminosis en general». El Che atribuyó sus síntomas al exceso de trabajo y la desnutrición: «Allí, en aquellos trabajos, empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio definitivo en la vida del pueblo. La idea de la reforma agraria se hizo nítida y la comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva de nuestro ser». Acaso sin ser consciente de ello, el Che se había convertido en el «médico revolucionario» que soñaba ser. Desde luego, sus ideas sobre políticas revolucionarias como la reforma agraria ya estaban presentes, pero la experiencia de vivir entre los campesinos ayudó a que estos conceptos cristalizaran en su mente.