—¿Me quieres contar algo de tu vida? —inquirí al coger el vaso lleno de la máquina.
—Depende de lo que quieras saber —dijo.
Sonreía mientras removía el azúcar de su café.
—¿Cómo os fue la terapia? —le pregunté.
Estábamos solos en un pasillo largo, al lado de la máquina de café. Las puertas de los despachos cercanos estaban cerradas y no se veía a gente por ningún lado. Me pregunté cuántos trabajarían en esa planta, en que parecía reinar el silencio y el color gris.
Bebió un sorbo de café y su mirada se perdió en algún punto indefinido. Lo noté solitario.
—Ana, eres una de las pocas personas con las que he hablado de este tema —Hizo una pausa mientras posaba su mirada felina en mí y yo me cohibí un poco ante esa profundidad—. Fue tan fuerte, penoso e íntimo, que a veces me preguntaba si tenía sentido hacernos sufrir tanto en vez de pasar página.
—Lo siento, Marc —murmuré.
Quería hacerle mil preguntas, saber de él, de su vida. ¿Por qué su mujer le había sido infiel? ¿Tendría él la culpa? ¿Le habrían dicho algo a su hija? ¿Cómo llevaría el día a día? ¿Seguiría estando en su piso de soltero o habría vuelto con Cristina y Carla? Pero me di cuenta de que Marc guardaba las distancias. El ambiente era tenso y él no pretendía abrirse. Me dio pena. Durante el tiempo en que nos distanciamos, me había imaginado que el día en que retomáramos el contacto sería un día alegre, positivo, que los dos estaríamos contentos y compartiríamos una conversación abierta y sincera. Mi imaginación había sido demasiado deseosa, demasiado cándida.
—¿Estáis juntos? —pregunté simplemente.
—Sí —asintió, pero no sonaba positivo.
—¿Y cómo lo lleváis? —pregunté.
—Vamos tirando —Se encogió de hombros—. Lo importante es que Carla está bien.
Me quedó claro que no me decía toda la verdad.
—¿Cómo ves el futuro? —pregunté soplando el café, pues estaba demasiado caliente.
Si mi pregunta le incomodó, no lo supe. Eso sí, se tomó de nuevo un largo minuto para contemplarme.
—Indefinido.
Su voz estaba llena de contradicciones. Lo observé con los ojos entrecerrados. Su respuesta me preocupó y no tanto por lo que decía, sino por lo que callaba.
—¿Cómo cambiaste de opinión en cuanto a tener hijos? —preguntó de repente, sorprendiéndome.
«Si tú supieras…», pensé.
—Me convenció.
—¿Eres feliz? —preguntó.
Asentí despacio y noté de nuevo una sombra de decepción en sus ojos.
—Me alegro —dijo entonces en tono más distante.
Tiró el vaso vacío a la papelera.
—Solo quería saber si estabas bien.
Pensé que el accidente de Jay había sido un pretexto oportuno para llamarme. Marc buscaba acercamiento, pero mi felicidad lo desalentó. Al despedirse de mí, miré como se alejaba por el pasillo. Esperaba que lograra reconstruir su vida.