Roma

A veces tenía remordimientos. Me sentía culpable por la felicidad que me llenaba. Sentía que debía estar triste y desolada por haberme separado de Thomas y, sin embargo, estaba más radiante que nunca. Las pocas veces que pensaba en él era por trabajo y, si el recuerdo ocurría en momentos de nostalgia, su imagen en seguida se reemplazaba en mi mente por la de Russ.

Otras veces pensaba que había sido un error involucrarme de nuevo emocionalmente con tanta rapidez y me preguntaba si ese amor duraría o si solo sería un clavo para sacar otro clavo. Pero bastaba con verlo para que mis dudas se despejaran. Estaba muy enamorada de Russ, lo quería con locura. Tenerlo a mi lado me llenaba de alegría, seguridad y emoción, sin importar si pasábamos el tiempo haciendo el amor, paseando por Barcelona o discutiendo sobre algún tema. Él se convirtió en mi inspiración y me ayudó a fortalecer la confianza en mí misma. Si bien Thomas siempre me apoyó en el momento de tomar decisiones y me daba su opinión sobre lo que debía hacer, Russ me guiaba para descubrir las respuestas correctas por mi propia cuenta.

Mi trabajo seguía siendo muy intenso y me llevaba muchas horas. Con frecuencia se extendía a los fines de semana. Los cuatro consultores ya se habían ido y, en vez de contratar a gente nueva, volví a negociar plazos de entrega de resultados con los clientes y redistribuí los proyectos entre los consultores que quedaban. La carga adicional de trabajo fue bien recibida por todos, porque significaba más ingresos. La nueva organización de trabajo me permitía facturar lo mismo pero con todos trabajando al máximo rendimiento. Sospechaba que antes de finales de verano se iría algún consultor más, pero no me importaba. Había creado una red de consultores freelance con mucha experiencia en proyectos y, si hacía falta, me podía valer de ella.

Pasaba todo mi tiempo libre con Russ y, si el trabajo me lo permitía, viajábamos. Visitamos Madrid, París, Londres y Lisboa. Hicimos una degustación de vinos en la zona de Ribera del Duero y un tour gourmet por el País Vasco. Russ era fantástico como amante y amigo y, además, cada vez se mostraba más espléndido en todo. A veces me hacía regalos baratos, detalles pequeños, como un nuevo collar antipulgas para mi gato (al que tenía alergia y, por eso, cada vez que venía a mi piso, no se separaba de su inhalador), o un envío de comida japonesa en días de mucho trabajo en que no podía salir a comer. Otras veces, me hacía regalos caros, como joyas. Estas últimas las aceptaba con recelo y después de mucha insistencia por su parte. Cada vez que aparecía una cajita sobre la mesa del restaurante donde cenábamos o encima de la almohada después de hacer el amor, me entraba el pánico al compromiso. Lo adoraba, pero seguía pensando que no hacía falta ir tan deprisa. Mis temores se desvanecieron poco a poco, ya que Russ no hablaba de compromiso a corto plazo, ni siquiera quería que nos mudáramos a vivir juntos. De un forma extraña parecía querer asegurarse de que yo iba a estar con él para siempre, aunque no de inmediato.