Los
maletines
Mi móvil sonó muchas veces hasta que consiguió sacarme de la apatía. María se había ido hacía una hora, no sin antes cubrirme con una manta y asegurarse de que estuviera cómoda en el sofá.
—¿Diga? —contesté con desgana.
—Hola, Ana. ¿Estás bien?
Era el padre de Russ.
«¡Qué pregunta!», pensé irritada. Ellos mejor que nadie sabían que no estaba nada bien.
—Sí, gracias —contesté escuetamente.
Miré el reloj, eran las doce del mediodía. Supuse que estaban saliendo de la cárcel.
—Acabamos de ver a Russ —dijo.
Su voz sonaba cansada. Se me encogió el corazón al recordar la pared del cuarto de visitas.
—Está muy mal —prosiguió—. Lo único que ha hecho es hablar de ti, de vuestra relación y de lo estúpido que ha sido al comportarse como lo hizo.
Cerré los ojos, pero ya estaba llorando. No dije nada.
—Me ha pedido que te diga que te quiere mucho.
Su voz se tornó triste.
—Gracias —logré murmurar.
—Ahora vamos a ir a conocer a la trabajadora social.
—Vale.
—Ana, por favor, llámanos si necesitas cualquier cosa.
—Gracias. Colin… —vacilé—. De hecho, necesito ayuda con algo.
—Dime, lo que sea.
—Tengo que desalojar el apartamento de Russ. No sé, no creo que pueda hacerlo sola.
—Por supuesto que no. Hablaré con Delia, su hermana. Ella iría encantada a Barcelona a ayudarte.
«Quiero que conozcas a mis hermanas», recordé que me había dicho Russ.
—¿Cuándo podrá venir?
—Se lo preguntaré. ¿Hasta cuándo hay tiempo?
—¿Podría venir este fin de semana?
—Hablaré con ella y te diré algo.
—Gracias —contesté con timidez.
—Cuídate y, por favor, cuenta con nosotros.
—Gracias —repetí y colgué.
Me levanté del sofá a pesar del insistente dolor de cabeza. Tenía trabajo. Encendí el portátil y, mientras esperaba que se iniciaran los programas, mi mente evocó un recuerdo…
Russ y yo estábamos en el local del restaurante pocos días antes de su viaje a Italia. Marisol había cocinado casi la totalidad de la carta en pequeñas porciones para que la degustáramos. La comida estaba exquisita y muy bien presentada. Saboreé varios platos, pero después de cuatro ensaladas y cinco principales, ya no podía ni respirar. Russ, sin embargo, seguía atracándose.
—Todo está delicioso —decía entre bocados.
—La verdad es que sí —comenté.
—Amor, este restaurante va a funcionar de maravilla. Ya verás. Con esta comida, y por la ubicación, será todo un éxito. Lo único malo es que vamos a pasar mucho tiempo aquí y no vamos a poder viajar.
Me encogí de hombros.
—Tal vez al principio. Creo que más adelante conseguiremos a un encargado de confianza que lleve el negocio. Está presupuestado en el plan.
Sonreí y bebí de mi copa de vino, un excelente Ribera del Duero. Los ojos de Russ, brillantes, me observaban.
—¿Qué? —le pregunté sonriendo—. ¿Qué te traes?
—Te estoy imaginando con esta misma copa en la mano, pero desnuda, recostada a mi lado.
—¡Russ! —exclamé entre risas.
Él parpadeó como para despejar la imagen de su mente.
—Quiero que vivamos juntos —anunció con expresión soñadora.
Sus palabras me sobresaltaron.
—¿Qué te ha picado? —pregunté algo nerviosa.
—Quiero que nos mudemos juntos. No quiero despertarme sin ti por las mañanas ni acostarme solo por las noches. Quiero pasar mi tiempo libre contigo. Siento que he tardado años en encontrarte y no quiero desperdiciar más el tiempo.
Yo no contesté. Me imaginé cómo sería una vida con él a diario. Perfecta.
El sonido típico del Outlook anunció que tenía e-mails pendientes y el recuerdo de esa escena se esfumó. Me había costado casi dos años separarme de mi marido y estar con Russ. Llevábamos juntos apenas ocho meses y ahora iba a pasar mucho tiempo antes de poder estar con él de nuevo. Apreté los dientes para reprimir la desilusión y me concentré en los correos. Uno llamó mi atención de inmediato.
Buenos días, Ana:
Espero que hayas tenido un buen viaje de regreso. Adjunto encontrarás mis datos bancarios. Ruego transfieras la cantidad de EUR 9.000 a la brevedad para proceder a ocuparme de lleno del caso de Russell Edwards.
Atentamente,
Anton Medino
Abrí los ojos como platos. ¡Nueve mil euros! Pensé que había algún error. Tal vez se refería a novecientos euros.
«Págale a Medino», había dicho Russ. «De mi cuenta.»
«Por Dios, ¡qué cantidad de dinero!», pensé. «Tengo que averiguar qué cuenta.»
Miré mis apuntes. Tenía que encontrar el maletín marrón con los documentos personales de Russ. Quizá eso me ayudaría a empezar a desenredar la maraña de incógnitas que me atormentaban. Pero antes me tenía que poner al día con mi trabajo.
Kiko me aseguró que todo iba normal en la consultoría y que si quería me podía ausentar por dos meses más, porque no iba a haber cambio alguno en la carga de trabajo. Yo era consciente de que pronto comenzaba la época de ventas. Octubre y noviembre eran los meses en que los clientes decidían sobre los presupuestos futuros. En pocas semanas, ya tendría que haber organizado planes de negocios.
Ya un poco más animada, me vestí con mis fieles vaqueros, una camiseta blanca y unas cómodas bambas. Me detuve frente el espejo a observarme la cara. Seguía teniendo las ojeras marcadas y la piel pálida. No quedaba nada del bronceado veraniego. Me cubrí la cara con maquillaje y los labios con brillo, lo que me aportó algo de tono, y me recogí el pelo con una goma. Me volví a observar en el espejo. Entonces, regresé al dormitorio y abrí el cajón de mi mesita de noche. Saqué la cajita roja de Cartier y la contemplé largo tiempo. Al final, la abrí y miré maravillada un instante la joya: la sortija Triniti. Russ me la había regalado en señal de compromiso y de amor en el viaje a Roma. Lentamente me la coloqué en el anular derecho mientras apreciaba el brillo de los diminutos diamantes. Era un regalo hermoso y especial, como Russ. Me quedé un rato más sentada y recordé algunos momentos felices compartidos con él. Luego suspiré y me incorporé: tenía mucho que hacer. Metí el portátil en la bandolera y cogí el casco. El sol me acogió apenas salí del edificio y, con algo de energía, conduje en moto por la Diagonal.
Cuando entré por la puerta del restaurante, supe de inmediato que había problemas. Claudia discutía con un técnico casi a gritos. Marisol los observaba desde el lado de la barra con los brazos cruzados sobre el pecho. Me acerqué a ellos y cogí la pila de correspondencia que alguien había dejado en la barra.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Claudia en seguida ignoró al técnico y volcó toda su atención en mí. Habían descubierto que la potencia eléctrica era inferior a la necesaria para abastecer todos los aparatos que teníamos. Saltaba el diferencial. En la cocina no podían encender la campana. Era necesario solicitar un incremento de potencia, lo cual iba a llevar un tiempo. Además, si teníamos mala suerte nos podían llegar a exigir el cambio completo del cableado por uno con más protección que pudiera soportar mayor entrada de corriente.
—Claudia, ¿en el proyecto de reforma estaba hecho el cálculo de la necesidad de potencia? —pregunté atónita.
—Sí, pero no había tenido en cuenta el aire acondicionado.
—¿Por qué no?
Se quedó callada buscando una respuesta, lo que me hizo pensar que había sido un error suyo. En ese momento, empecé a observarla con otros ojos. Sospeché que ella podía traer problemas. A pesar de su entusiasmo, haber cometido un fallo de ese tipo significaba que obviamente no tenía la experiencia requerida.
—¿Nos vamos a retrasar con la apertura?
Exasperada, me lanzó una mirada y luego miró a Marisol.
—Sí, creo que sí —reconoció al final.
La noticia me enfureció, porque cada día de retraso conllevaba perder dinero. El coste de las obras se había salido de lo presupuestado. Además, al personal que había contratado se le tenía que pagar aunque no abriéramos el restaurante.
—Ana, no te preocupes —dijo Claudia—. El problema es tratable. Ya he hablado con la compañía de electricidad, Fecsa, y tardarán siete días en darnos el aumento de potencia. Retrasaríamos la apertura solo pocos días.
—Bueno —dije después de un silencio mientras me intentaba calmar.
Miré a mi alrededor. En el local seguía reinando un caos de construcción.
—¿Se está avanzando en algo? —pregunté amargada.
—Claro que sí —dijo frunciendo el ceño.
«¿En qué?», pensé.
—Ven —añadió.
Se dirigió al fondo del local, donde estaban las escaleras que llevaban al sótano. La seguí. Para mi sorpresa, los escalones ya estaban recubiertos de madera fina. Claudia se limpió los pies en un trapo sucio que había en el suelo. Hice lo mismo. Una vez abajo, la oscuridad no dejaba ver nada. Ella encendió la luz. La imagen me impresionó. La sala que podía abarcar treinta comensales estaba completamente lista. Era un área de sesenta metros cuadrados en un sótano sin luz natural, pero la decoración disimulaba ese desperfecto con finura. La pared de enfrente estaba cubierta por unas cortinas gruesas de terciopelo granate que caían con elegancia. Las demás paredes estaban pintadas en color blanco roto. A la izquierda colgaban dos espejos rectangulares con marcos clásicos de color dorado. Estaban suspendidos en ángulo a un palmo de la pared con unos alambres casi imperceptibles. Reflejaban el suelo desnudo. Del alto techo colgaba una enorme lámpara de diseño moderno con decenas de pequeños focos que iluminaban toda la sala. La lámpara giraba a una lentísima velocidad, casi inapreciable. Parecía un pequeño ovni que desprendía luz suave a medida que iba descendiendo hacia la tierra. El suelo estaba cubierto por baldosas gris oscuro que simulaban piedra. El efecto de la decoración, de estilo casi barroco con detalles minimalistas, era fascinante.
—¡Claudia…! —exclamé.
Ella tan solo sonrió y me hizo una señal con la cabeza para que la siguiera. Al lado de las escaleras estaba la puerta de entrada a la cocina. Ya sabía que estaban a punto de terminar con la instalación, pero me sorprendió que todo estuviera listo.
—Ana, voy lo más rápido que puedo —se justificó ella.
La observé con más detención. Se la veía cansada y ojerosa, al igual que yo. Seguro que dormía pocas horas por el estrés. Suspiré.
—Vale, lo siento. Estoy segura de que entiendes que tengo prisa por abrir, porque cada día de retraso me cuesta un dinero que no es mío. Necesito que me digas una fecha para la apertura y que no me la cambies. Tengo que preparar la inauguración con la prensa —Alcé los brazos—. Pero esto es fantástico.
—Gracias… —Se sonrojó—. Para ir sobre seguro, cuenta una semana de retraso.
Asentí apreciando a mi alrededor, fascinada por lo nuevo que se veía todo.
—Bien. ¿Necesitas algo de mí? —le pregunté y de inmediato me arrepentí.
Me tendió un fajo de facturas a pagar. Fruncí el entrecejo. Revisé por encima las facturas y la correspondencia. El sobre de mi contable me llamó la atención y lo abrí al momento. Era el resumen financiero de la situación del restaurante desde que se invirtió el primer euro. Durante el vuelo de regreso de Mónaco había considerado abandonar la iniciativa, a pesar de lo avanzado que estaba el proyecto. No obstante, me bastó un solo vistazo a las cuentas y a la tesorería para recordar que tirar la toalla no era una opción. Había invertido mucho dinero y se perdería casi todo. Me quedaría una deuda importante con el banco. No tenía más remedio que seguir adelante.