De vuelta en Barcelona, me pasé varios días reflexionando en el giro que intuía había tomado la vida de Thomas. En algún momento pensé en llamarlo y preguntarle si había sucedido realmente, desde cuándo y por qué. ¿Qué le había hecho cambiar? ¿Tenía que ver yo algo con el tema? Pero descarté la idea, a Thomas nunca le habían gustado las conversaciones sobre emociones, sentimientos o problemas personales. Además, a esas alturas, nuestras vidas ya no estaban ligadas de ninguna forma y él no tenía por qué darme explicaciones. Solo esperaba que fuera feliz. Yo sabía lo mucho que le habría gustado tener hijos… Tal vez algún día lo lograría.
Si para Russ tener un hijo fue un paso lógico en nuestra relación, para mí lo fue comprar un piso más grande del que teníamos alquilado. Cuando le comuniqué mi intención, se puso nervioso y estuvo reacio a contratar una hipoteca. En su forma de pensar, aquello era sinónimo de esclavizarse de por vida, porque uno terminaba pagando tres veces el importe original. Puede que tuviera razón, pero para los que no teníamos suficiente dinero en la cuenta de ahorros o parientes ricos, esclavizarse de por vida a cambio de una vivienda sobrevalorada era la única opción de asegurarse un techo. Así pues, decidí comprar el piso por mi cuenta. Invertí parte de mis ahorros y tomé una hipoteca.
Tuve la suerte de que, justo cuando comencé la búsqueda de piso, pusieron a la venta uno de los áticos del mismo edificio donde vivíamos. Tenía tres habitaciones y una terraza con espectaculares vistas. Nos mudamos en febrero y yo dediqué dos semanas y miles de euros para decorar la habitación del bebé. Descubrí que, paradójicamente, una criatura que todavía no había nacido era capaz de forzar a su futura madre, por lo general, prudente y ahorradora, a gastar de manera desorbitante.
No sé si por competir conmigo en la inercia de gastar en bienes o por un simple impulso, un día, Russ apareció con un coche nuevo: un Range Rover, elegante y robusto, de color negro y tapicería beige.
—Un coche grande para una barriga grande —bromeó mientras me ayudaba a subirme.
—¿De dónde sacaste el dinero para comprar este lujo? —pregunté, sorprendida y presa de sospechas.
Era un coche caro.
—Del banco, a crédito… —dijo y luego sin darme tiempo para reaccionar, añadió con ironía—: Ahora sí que somos una familia normal, como tú querías. Vamos a ser padres, tenemos una hipoteca, un todoterreno, en un par de años vamos a tener que pagar un colegio, una niñera, ir a cumpleaños de niños donde se les da demasiado azúcar y se les encierra en un piso para que se vuelvan locos gritando y saltando. ¡Qué emoción!
—Tú querías tener un hijo —le contesté de forma seria—, ¡pues prepárate!