Consejos
Russ me estrechaba los brazos para abrazarme, pero yo no lo alcanzaba. Casi no podía mover las piernas, las sentía como un peso enorme. Entonces miraba hacia abajo y veía que con el pie izquierdo estaba pisando una mina.
Me desperté de un salto, convencida de que había gritado en el sueño. Estaba empapada de sudor y mi corazón latía escandalosamente. Me quedé sentada un rato en la cama, intentando calmarme de la pesadilla. Al rato me levanté y fui a la cocina. Eran las seis de la madrugada. Encendí la cafetera y me acerqué a la ventana. Estaba lloviendo. Las temperaturas habían bajado, pero no la humedad. Se acercaba el típico invierno de Barcelona, lluvioso y con un frío que te penetra hasta los huesos. Los días en que hacía viento eran aún peores. Ya hacía varias semanas que había dejado de ir en moto, puesto que, después del trayecto, siempre acababa mojada y tiritando del frío. Con el coche me quedaba más tiempo estancada en el tráfico, pero por lo menos llegaba presentable a los lugares a donde iba.
Quedaban tres semanas para Navidad y, con cada día que pasaba y que se acercaban las fiestas, me sentía más y más deprimida. Había hablado con Anton y me enteré de que esa semana por fin se iba a llevar a cabo la entrevista con las autoridades suizas. Me había advertido que no me hiciera ilusiones de que pronto lo fueran a llevar a juicio. Los procedimientos burocráticos eran lentos y me daba cuenta de que, en Mónaco, el tiempo era irrelevante para la justicia, y de que la palabra «pronto» era utópica. Tal vez sucedía lo mismo en otras partes del mundo, pero me daba igual; mi mundo seguía girando alrededor de Russ, sobre todo porque la carga de trabajo en la consultoría había bajado. Las fábricas ya se estaban preparando para un descenso de la demanda durante las fiestas y el ritmo habitual casi no se retomaría hasta finales de enero. Así pues, tenía mucho tiempo libre y pensaba demasiado.
El olor a café inundó la cocina. Me serví una taza y encendí el portátil. Lo único que tenía pendiente en la agenda era la llegada de mi amiga inglesa Helen. Iba a pasar un fin de semana conmigo. Lo había planificado hacía ya algunos meses, pero la primera vez la convencí para posponerlo, para evitar tener que contarle la historia de Russ. No obstante, no la pude seguir evitando: me envió un e-mail informándome de que ya había comprado el billete de avión.
«¡Qué más da!», pensé. «Si no tengo trabajo para distraerme, espero que me entretenga ella».
Me senté en el sofá a mirar cómo las gotas de lluvia chocaban contra los cristales de las ventanas. Mi fiel Charlie se acomodó en mi regazo. Cuando por fin se hizo una hora decente para salir a la calle, me duché, me vestí y cogí el coche.