Amistades

Si alguna vez me llegué a interesar por la Fórmula 1, fue por culpa de Juan Pablo Montoya. Era colombiano y por alguna afinidad entre países vecinos, como lo son Venezuela y Colombia, seguía su trayectoria. Formaba parte del equipo Williams y durante la temporada del 2002 se había convertido en una alternativa real en la lucha por el campeonato del mundo contra Michael Schumacher. Mi interés era meramente superficial, así que me sorprendí cuando Russ anunció que me quería invitar a ver la carrera del Gran Premio de España.

Pensé en mil excusas para salirme de esa, pero él me informó de que también iba su socio David Bloom y algunos amigos que me quería presentar.

«Amigos…», pensé. «Esto es algo nuevo.»

Llegar al circuito de Montmeló aquel día fue todo un reto. La caravana en la autopista de Barcelona a Francia comenzaba desde la salida de la capital catalana. Mientras estábamos sentados en mi coche sin avanzar, estuve a punto de volver en varias ocasiones. No soportaba las caravanas, sobre todo cuando esperaba por algo que no me emocionaba en absoluto. Russ se veía animado y hablaba sin parar para distraerme. Por fin, después de casi dos horas, conseguimos entrar en el área del circuito y aparcar. Para mi asombro, nuestras plazas estaban en la tribuna que había justo delante de los boxes de los patrocinadores. La gente que teníamos alrededor eran admiradores apasionados de la Fórmula 1. Me sentí fuera de lugar, pero controlé mis emociones recordándome que, por una vez, podía hacer un sacrifico por Russ y aguantar la carrera.

—Ya están todos aquí —anunció Russ dirigiéndose a la primera fila.

En ese instante, un hombre se levantó de la silla y lo abrazó. Tendría unos cuarenta años. Tenía el pelo rubio y la tez muy blanca. Era más bajo y delgado que Russ. Llevaba puestas unas gafas de sol. Después de unas palmadas en la espalda y varios saludos, Russ y él se volvieron hacia mí.

—David, te presento a Ana. Ana, este es David Bloom.

—Encantado de conocerte, Ana —dijo él con amabilidad.

Me estrechó la mano a la vez que se quitaba las gafas. Me quedé petrificada. David sonreía, pero sus ojos eran hostiles y fríos. Su mirada era intensa y tenía un matiz de altivez y desprecio. Me sobrecogió el sentimiento de desconfianza como si me encontrase frente a un hombre malintencionado que intentaba ocultar su verdadera identidad detrás de una sonrisa falsa.

—I… igualmente —tartamudeé mientras le daba la mano.

—Esta es mi mujer, Vanessa, y mi hijo, Samuel —dijo David.

Vanessa debía de medir un metro ochenta por lo menos. Aparte, era muy delgada y llevaba tacones, lo que hacía que pareciera aún más alta. Tenía cuerpo de diosa. La camisa desabrochada casi hasta el ombligo revelaba las curvas de unos pechos perfectos… de silicona. Y los vaqueros se ajustaban alrededor de unas esbeltas piernas. Era mestiza, su corto pelo era ondulado y su piel tenía un hermoso color moca. Sin embargo, aunque no era fea, tenía una cara que desagradaba a lo mejor por la mirada evasiva y el mentón pronunciado. En una de sus manos sostenía la pequeña manita de su hijo. El niño tendría tres o cuatro años. Unos adorables bucles rubios rodeaban su tierna carita, pero había heredado los ojos fríos de su padre.

Muito gusto —contestó Vanessa dando un beso al aire a la altura de mi mejilla.

Me percaté del acento brasileño. Russ me tiró del brazo. Había más gente que debía conocer.

—Ana, estos son mis amigos Jan y Magda —prosiguió con las presentaciones.

Ellos esperaban al lado de Vanessa. Jan era delgado y de estatura mediana, la tez de su cara estaba muy bronceada, quizá de esquiar. Esbozaba una sonrisa cálida y simpática de oreja a oreja.

—Encantado —dijo con voz agradable.

Magda era deslumbrante. Una de aquellas rubias de ojos azules, sensuales, y labios carnosos que podía hacer volver la mirada a cualquier hombre o mujer. Estaba delgadísima y era un poco más alta que Jan, y su innata elegancia me hizo sentir de inmediato torpe y desaliñada.

—Mucho gusto —dijo ella con una espléndida sonrisa.

Nos sentamos en las sillas de al lado de esa pareja guapa. Me agradaba estar lejos de David y su mirada fría. Russ y Jan, muy amenos, conversaban sobre la carrera y la puntuación que cada piloto probablemente obtendría. Jan trabajaba para SAP y estaba orgulloso de que su empresa fuera uno de los patrocinadores de la carrera. Magda seguía la conversación con una sonrisa tan radiante que, sin darme cuenta, comencé a sonreír yo también. Sin embargo, mi interés por la conversación se esfumó al minuto y desvié mi mirada. Me dediqué a observar lo que sucedía en los boxes. Una figura me llamó la atención.

—Jan —lo llamé—. ¿Te importaría prestarme los prismáticos?

Russ me miró fugazmente y luego volvió a concentrarse en la conversación.

Enfoqué los lentes y… estaba en lo cierto. La figura que me había llamado la atención era Enrique. Llevaba una chaqueta roja del patrocinador, Marlboro. Su imponente físico, el pelo negro azabache engominado y el puro cubano que siempre tenía en una mano o en los labios eran inconfundibles.

Sonreí y cogí mi móvil. Él se encontraba a solo unos cien metros de mí, pero tuve que marcar su número de teléfono venezolano. La llamada dio la vuelta al mundo.

—¡Ana Stoichev! —exclamó al descolgar.

—Enrique, Enrique… —dije sonriendo—. ¿Debería tomarme como algo personal el hecho de que estés en Barcelona y no me hayas llamado?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó y calló unos instantes.

Luego alzó la vista y miró a su alrededor.

—¿Estás en la Fórmula 1? —prosiguió sorprendido.

—Sí y te estoy observando en este preciso instante.

—¿Dónde estás?

—En la tribuna, justo delante de ti —le dije incorporándome.

Se giró y me ubicó entre la multitud.

—¡Qué sorpresa! —exclamó mientras me saludaba con la mano.

Russ me miró con recelo.

—¿A quién saludas? —inquirió asombrado.

—A un amigo, Enrique —contesté.

—¿Tienes amigos entre los patrocinadores?

Jan arqueó las cejas; sus ojos me miraban con curiosidad.

—Sí, me acabo de dar cuenta —afirmé sin mirarlo.

—¿Con quién estás? —preguntó Enrique.

—Con unos amigos.

—¿El que está a tu lado es tu novio?

—¿Por qué no me has llamado si estás en Barcelona?

Cambié de tema.

—Es tu novio —afirmó riéndose.

No quería extenderme en explicaciones en ese momento.

—Es alguien especial —contesté sonriendo.

—Vaya, vaya, Ana… No pierdes el tiempo. ¡Espera! Yo también soy especial y me puse a tus órdenes hace algunos meses, pero veo que has preferido a otro…

—Sin comentarios, querido amigo.

—Llegué ayer para ver la carrera. Te iba a llamar mañana. De todos modos me rechazas. ¿Quién es la rubia que está contigo?

—Es una amiga… Está casada —me apresuré a decir.

Si Enrique ponía la vista sobre una mujer, normalmente lograba seducirla.

—¿Y yo he dicho algo? —exclamó fingiendo indignación.

—Te conozco, pajarito… —comencé a decir, pero, de repente, el rugir de los coches aumentó.

Parecía que pronto iba a comenzar la carrera.

—¿Dónde te alojas? —grité para que me pudiera oir.

—En el hotel Arts. ¡Pásate luego! —contestó.

Alguien se le acercó y le dijo algo al oído. Enrique colgó y se despidió con la mano.

—¿Quién es ese amigo tuyo? —me preguntó Russ.

Se percibía una nota de celos en su voz.

—Es de Venezuela. Luego te lo presento —logré decir antes de que el estruendo de los coches lo invadiera todo y tuviéramos que ponernos los tapones en los oídos.

Abuso de confianza. La otra verdad
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