Era imposible presenciar una carrera de Fórmula 1 en vivo y no contagiarse de su emoción y de la ansiedad en el ambiente. La tensión aumentaba con cada segundo que se acercaba el momento de la salida. Incluso yo, que era una ignorante del deporte, sentía cómo la adrenalina me recorría el cuerpo. Cuando los coches salieron, Russ, David y Jan estaban fuera de sí de la emoción. Cada vez que se acercaba el sonido de los motores me daba la sensación de que se iban a lanzar al circuito. Me di cuenta de que el hijo de David estaba aterrado por los estrepitosos zumbidos. Se había acunado en el regazo de su madre y había metido la cara en su pecho. Ella lo abrazaba y lo mecía. Yo no entendía por qué a un niño tan pequeño lo hacían pasar por semejante experiencia. El ruido era excesivo para sus tímpanos. Vanessa no miraba la carrera, solo estaba pendiente de él. Me abrí camino detrás de Russ y David y me acerqué a ella. Le hice una señal con la cabeza para bajar de la tribuna. Ella me miró unos instantes, indecisa, y luego asintió. Se levantó de la silla con Samuel en brazos y nos alejamos. Vanessa caminaba de forma curiosa: despacio ycojeaba apenas como si se sintiese insegura calzando zapatos con tacón tan alto. Una vez en la parte trasera me quité los tapones.
—¿Buscamos algo para beber? —le propuse.
—Sí, claro.
De pronto, su sonrisa le suavizó un poco los rasgos agudos del rostro. Seguía llevando a Samuel en brazos. Nos acercamos a un estanco y compramos Coca-Cola y zumo para el niño. Nos sentamos en un banco que había cerca. Aparte de nosotras no había nadie. Todo el mundo estaba volcado en la competición.
—No te gustan las carreras, ¿verdad? —preguntó Vanessa mirándome con cuidado.
Me encogí de hombros.
—Realmente no. Me podría llegar a emocionar, pero después de algunas vueltas, es… aburrido. He venido por complacer a Russ —admití.
Vanessa inclinó la cabeza a un lado.
—Sí, es aburrido.
—¿Por qué estás aquí, entonces, y con el niño? —le pregunté sorprendida.
—Porque David quería que lo acompañáramos —Suspiró frustrada—. No entiendo a este hombre. No sé qué quiere. Por un lado, me dice que me quiere, por otro lado, cuando estoy con él, me ignora. Ahora se empeña en que venga a la Fórmula 1 con Samuel. No piensa que es una locura que un niño asista a algo así. No se da cuenta de que sus amigos son solteros y no tienen hijos. No lo entiendo, se las quiere dar de…
Vanessa comenzó a hablar sin parar. De repente, me invadió un sentimiento de inquietud. La acababa de conocer y ya se estaba quejando de su pareja.
—Lo puedes esperar aquí —me atreví a sugerir.
—Se va a enfadar.
—¿Se va a enfadar porque has alejado a vuestro hijo del ruido espantoso? —pregunté.
—No lo sé. Tal vez…
Se encogió de hombros. Sus ojos se tornaron oscuros e inseguros. Evitaba mirarme.
«Ana, te estás metiendo en donde no te llaman», pensé.
—¿Sabes qué? —dijo distraída—. A David a veces se le va la pinza. Yo no puedo estar esperando siempre a ver si él está de buen o mal humor y a ver como me trata ese día. Tuve que tomar mis propias decisiones.
Parecía que hablaba consigo misma.
—Vanessa, ¿te encuentras bien? —le pregunté.
Ella me miró un instante y luego volvió a desviar la mirada.
—Estoy bien, Ana. Y tú, ¿cómo estás?
Titubeé unos segundos. Vanessa hablaba raro, de forma incoherente.
—Estoy bien —contesté despacio.
—¿Sí?
—S… Sí —vacilé.
Esa mujer me comenzaba a asustar.
—Russ es un buen chico —agregó pensativa.
—Eso creo.
—Te quiere mucho.
Asentí. Me inquietaba su comportamiento y me comenzaba a arrepentir de haber propuesto bajar de la tribuna.
—Espero que tenga cuidado contigo —añadió con la mirada perdida.
En ese momento tuve suficiente.
—Vanessa, no entiendo lo que me dices y por qué lo dices. Si crees que David se va a molestar, regresa y yo me quedo aquí con Samuel —dije luchando por reprimir un mal sentimiento.
Vanessa me miró insegura.
—Lo digo en serio —insistí—. No me apetece ver la carrera y no me importa quedarme con él.
—Eres una buena persona —murmuró Vanessa.
—Ya lo sé.
Quería que se fuera de una vez.
—Te voy a confesar algo: no quiero estar con David, pero no me puedo desenganchar de él. Es como un vicio. Ya tengo el divorcio, pero seguimos juntos… —comentó y luego enmudeció.
Fruncí el ceño y crucé los brazos.
—Él no quería darme el divorcio —sonrió con tristeza—. Estaba embarazada, sabes…
Mi corazón dio un vuelco y se detuvo.
—Pero aborté —siguió como abstraída—. No quería traer a otra criatura suya a este mundo.
Cerró los ojos después de su fuerte confesión. Yo la escuchaba con más interés de lo normal. El sentido común me decía que esa mujer estaba loca por haber revelado algo tan personal a alguien a quien había conocido hacía tan solo media hora. Pero el mero hecho de hacerlo también me decía que estaba desesperada. Puse una mano sobre su rodilla.
—Vanessa, siento mucho por lo que estás pasando, pero creo que entenderás que no puedo ser partícipe de tus confidencias. Te acabo de conocer —dije bajando la voz.
Ella me observó unos instantes.
—Sé que puedo confiar en ti —dijo al final y se incorporó.
Sus ojos volvieron a adquirir un tono evasivo y le habló con dulzura a Samuel en portugués:
—¿Vocé fica aquí um pouquinho com a Ana que eu vou ver se papai ja vem?
El niño asintió con la cabeza y ella lo sentó a mi lado. Luego se alejó. Miré con perplejidad como se iba.
«¡Qué mujer más extraña!», pensé.