Al cabo de dos horas, ya había dos operarios componiendo el desperfecto. Me aseguraron que acabarían antes de la hora de comer. Llamé al móvil de Toni para pedirle que viniera más temprano, pero no lo cogió. Le dejé un mensaje. El personal comenzó a llegar sobre las once de la mañana. Tuve que explicarle uno a uno lo que había pasado. Era la anécdota del día y todos la comentaban. Ya eran casi las doce y Toni seguía sin llamarme ni aparecer. Me pareció extraño, porque siempre estaba disponible. Al fin, llegó a la una, casi a punto de empezar su turno. Miró sorprendido a los operarios.
—¡Toni! —exclamé al verlo—. Te he estado llamando. ¿Has visto mis mensajes?
Se tocó el bolsillo del pantalón y se dio cuenta de que no llevaba el móvil.
—Lo siento, Ana, ayer debí de dejarme el móvil en casa de mi madre, que fui a cenar con ella. ¿Qué ha pasado? —preguntó sobrecogido.
El lunes era su día libre, así que podía ser que la noche anterior hubiera cenado con su madre. No obstante, él nunca se separaba de su móvil. De hecho, ya le había tenido que llamar la atención varias veces para que no lo llevara encima mientras trabajaba. Dejé mis dudas a un lado y le conté lo sucedido.
—¿Y la repararán a tiempo? —preguntó consultando la hora.
—Repararla, sí. Están a punto de terminar, pero no creen que se pueda cerrar con llave de momento. Están instalando unos seguros en el suelo y el cemento se tiene que secar. Dicen que si no llueve, se secará a tiempo para poder cerrar esta noche. De lo contrario, tendremos que esperar hasta mañana.
—Vale. Yo me quedaré a dormir aquí esta noche —dijo Toni, convencido.
—¿Por qué? —pregunté extrañada.
—Ana, alguien se tendrá que quedar, por si acaso. Y tú seguro que has estado aquí desde las tantas. No te preocupes —insistió.
Me pregunté qué habría detrás de tanta predisposición. Había algo que no me cuadraba, me parecía demasiado generoso. Le iba a contestar, pero en ese preciso instante se oyó un ruido violento. Parecía que se hubiera caído el techo. Miré hacia la puerta del restaurante. Una escalera había cedido y uno de los operarios se había caído desde una altura de casi tres metros. Me quedé estupefacta. Toni corrió hacia el trabajador, que yacía en el suelo.
—¿Puedes moverte? —le preguntó.
Se agachó y le cogió la mano. El trabajador se había caído de espaldas. No se movía ni hablaba y ponía cara de dolor. «¡Dios mío, dame fuerzas!», pensé.
Sus otros dos compañeros estaban al lado de Toni ayudando al trabajador a levantarse.
—Vamos, Manolo, ¡para arriba!
—¡Dejadlo! —exclamé—. Se ha caído de unos tres metros.
—¡Estamos acostumbrados! —me respondió uno de ellos.
Pero Manolo, a la que intentó hacer un movimiento, gritó del dolor.
—Llama a una ambulancia —le dije rápidamente a Fernando, que estaba a mi lado.
—¡No! —exclamó el compañero de Manolo.
Parecía ser el jefe. Todos nos sorprendimos.
—No, se pondrá bien —repitió.
Intenté protestar, pero Fernando me tocó el brazo y me miró como insinuando algo.
—Si viene la ambulancia, le pondrán una multa a la empresa por tener al personal trabajando sin protección. Y seguro que no están asegurados —cuchicheó.
—Me da igual, pienso llamar a una ambulancia. Este hombre se puede haber fracturado el cráneo.
El jefe me miró indeciso. Manolo, aún en el suelo, volvió a gemir. El jefe consintió la llamada.
Todo el personal del restaurante se amontó alrededor. En media hora debíamos abrir y yo tenía a una persona herida en el centro del local. Para mi sorpresa, la ambulancia llegó casi de inmediato. La palabra clave era «accidente de trabajo». Sacaron a Manolo en camilla con una rapidez increíble.