—Tienes a un solicitante de empleo esperando —me anunció Rosi por teléfono.

Como siempre, citaba a la gente en la oficina.

—Dile que pase —dije cansada.

Tenía un montón de cálculos que hacer y, en vez de eso, me tenía que forzar a concentrarme en una entrevista.

—Buenos días —dijo un chico joven.

Tenía el cabello y los ojos de color negro azabache, que contrastaban con una tez muy pálida. Una pequeña cicatriz marcaba su mejilla derecha. Era uno de aquellos hombres a quienes les crecía la barba enseguida. Si se afeitaban por la mañana, por la tarde ya tenían una sombra azulada. Su sonrisa era perfecta y sus manos, pulcras.

—Buenos días —contesté.

Le estreché la mano y le invité a sentarse.

—Vengo del Gremio de Restauración para el puesto de maître.

Lo observé con más atención. Parecía demasiado joven para el cargo, pero se le notaba un aire de confianza en sí mismo y una cortesía innata. Dejé mis cálculos de lado y me concentré en la entrevista. Al igual que con Pierre, a los pocos minutos supe que tenía a la persona que necesitaba. Si bien Carlos era un poco mayor y tenía más experiencia como camarero, este chaval tenía clase y amplios conocimientos de gastronomía, y encajaba a la perfección con el estilo del restaurante. No tuve ni una duda de que se aprendería la carta con rapidez y de que promocionaría con finura los platos a los clientes.

Antonio parecía ser ambicioso y querer superarse, aunque en el primer momento no supe adivinar hasta qué punto. No le comenté nada sobre mis intenciones de vender el restaurante, ya que no surgió la misma confianza que con Pierre. Además, nada impedía que él siguiera en plantilla, aunque hubiera un cambio de dueño. Acordamos que iba a comenzar pronto y que le comunicaría la fecha en un par de días.

Justo retomaba mis cálculos, me llamó Carlos para avisarme de que la caja registradora se había estropeado. Enfadada, salí corriendo hacia el restaurante y cuando llegué me tomó un instante arreglar el papel atascado.

—Carlos, no puedo creer que me hayas llamado por semejante estupidez.

—Lo siento, Ana —contestó sonriendo—, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.

Me preguntaba por qué sonreiría. Me disponía a ignorarlo y a regresar a la oficina, cuando me percaté de que él no quería ser ignorado. En vez de bajar a cambiarse para empezar a trabajar, se sentó en el taburete de la barra. Discretamente miré la hora.

—Ana, me gustaría comentarte algo —dijo con voz seria.

—Dime —contesté con tono elevado.

Carlos me miró largo rato y suspiró hondo.

—Me gustaría invitarte a cenar —dijo, al fin, con timidez.

El asombro que sentí se me reflejó en el rostro.

—¿Cómo? —pregunté, aunque lo había oído con total claridad.

—Algún día me gustaría llevarte a cenar —repitió.

—¿Por… por qué? —conseguí preguntar, todavía negándome a aceptar lo que ya sospechaba que iba a ocurrir.

Carlos suspiró y desvió la mirada.

—Porque quiero poder estar contigo en otro lugar que no sea el sitio de trabajo, donde eres mi jefa.

—Carlos, ¿me estás invitando a salir en plan cita?

—Sí —contestó casi temeroso.

Como era lógico, mi vacilación no le inspiró confianza. Lo observé unos instantes sin decir nada.

—Carlos, gracias —dije luchando por contener el sentimiento de agobio que me estaba oprimiendo el estómago—, pero no me interesa. No suelo salir con gente con la que trabajo.

—¿Y no podrías hacer una excepción?

—No.

—¿Por qué?

Me estaba comenzando a enfadar por su insistencia, su mirada ansiosa y su presencia en general.

—Porque estoy con alguien.

Fue el turno de Carlos para sorprenderse.

—¿Tienes pareja?

—Sí.

—¡Ah! —exclamó y en seguida añadió—: ¿Y por qué nunca viene?

«No es asunto tuyo», pensé enfadada.

—Vive en Londres. Voy a verlo yo.

—¿Y qué te impide tener dos parejas, una aquí y otra en Londres? —insistió con descaro.

Fue tan grosero que me hizo reír.

—Carlos —dije cuando me calmé—, escúchame bien. Me siento halagada con tu invitación, pero no me interesa. No eres mi tipo y no quiero tener dos parejas.

La expresión de su cara cambió de la adoración al desconsuelo. Al parecer, no se imaginaba que lo fuera a rechazar. Agachó la cabeza. Me sentí hasta culpable al darme cuenta de lo decepcionado que estaba. Se mantuvo un rato callado, cabizbajo, y luego alzó la mirada.

—En ese caso, me voy —anunció—. Ya había decidido que si rechazabas mi invitación, renunciaría al cargo.

No dije nada, pero le estaba agradecida, porque me estaba poniendo las cosas más fáciles. No podía seguir teniéndole cerca de mí después de conocer sus intenciones.

—¿No vas a decir nada? —preguntó.

Su expresión era triste. Negué con la cabeza. Se me había formado un nudo en la garganta. Extrañaba a Russ y en ese preciso instante añoraba estar con él. Recordé la atracción y la pasión que despertaba en mí.

Sin decir ni una palabra más, Carlos abrió la puerta del restaurante con cara de funeral y salió de mi vida. Justo entonces, alcancé el móvil para llamar a Antonio y decirle que comenzara a trabajar de inmediato.

—No sé si podré cancelar mis compromisos con mi jefe actual con tanta rapidez —contestó él vacilante.

—Me dijiste que esta oportunidad te atraía mucho y que estarías dispuesto a comenzar de inmediato —le recordé.

—Sí, pero no pensaba que tuviera que comenzar mañana.

—Antonio, esta es la oferta —dije impaciente—. Comienzas mañana con un salario de mil quinientos euros al mes más propinas. Necesito un reemplazo inmediato y, si no aceptas la oferta, seguiré entrevistando a gente.

—Tendré que pagar una indemnización a mi empleador por no cumplir el preaviso —objetó sin mucha fuerza.

—Ese es tu problema —contesté.

Tal vez en otro momento habría actuado con más delicadeza, porque realmente lo quería tener en el equipo. Pero entonces estaba harta de todo y la paciencia se me había agotado. Antonio calló unos instantes y yo sentí la urgencia de beber algo. Vi que Fernando entraba por la puerta.

—Vale —dijo por fin Antonio—, cuenta conmigo.

—Estupendo. Te espero mañana a las diez. Estaré contigo durante el fin de semana. Contarás con tres camareros con experiencia en tu equipo —le dije con soltura, sin darle tiempo para preguntas.

—Vale.

—Hasta mañana —me despedí y colgué.

Dejé pensativa el móvil sobre la barra. No me reconocía a mí misma. ¿Qué había sucedido con mi lado humanitario? Yo solía desvelarme por el bien de los demás y ahora actuaba de manera fría y calculadora, sin consideración.

«Cosas de la vida», me dije con ironía. «Las experiencias te forjan».

Fernando se acercó por detrás de la barra y me sonrió con amabilidad.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó.

Parpadeé para despejar mis sentimientos.

—Sí, lo que sea, pero con alcohol —contesté distraída.

Me sirvió una copa de vino y una cerveza para él.

—Me encontré a Carlos por el camino.

Se apoyó en la barra y metió una mano en el bolsillo de sus vaqueros.

—Me contó que decidió irse. Creo que hizo bien.

Su opinión me dejó intrigada.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Porque Carlos no estaba por el trabajo, sino por vos.

—Y yo no estoy por él… —afirmé.

Fernando me observó.

—Personalmente, me alegro de que se haya ido. Era un poco torpe y a veces metía la pata con los clientes.

—Fernando, he contratado a un nuevo maître y comienza mañana —titubeé—. Pero ahora que lo pienso, a lo mejor deberías ser tú quien tome el cargo.

Alzó una mano para indicarme que parara el carro.

—Ana, gracias, pero no me interesa. Sigo con mis planes de volver a mi país.

—Es verdad…

—Pero podés contar conmigo para cualquier cosa —añadió él.

—Sí, ayúdame a formar al nuevo chico y, por favor, sé mis ojos y oídos durante las próximas semanas. No podré estar más de lo habitual. Ocúpate de la caja y del cierre del local. Luego, si resulta fiable, le traspasas estas tareas.

—No te preocupés —prometió Fernando.

Abuso de confianza. La otra verdad
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