—Ana Stoichev —anunció la recepcionista y cerró la puerta.
Marc estaba sentado en una silla negra de piel detrás de un moderno escritorio de vidrio. La decoración de la oficina era muy austera y predominaba el color gris en las paredes, el techo, la moqueta y las persianas. Las dos sillas tapizadas en tela azul con estructuras cromadas eran los únicos dos objetos de color que rompían con la monotonía grisácea del despacho. Además del escritorio, había una estantería al fondo con unos pocos libros y una foto encima. De reojo, vi que en ella salían su mujer y su hija, y me pareció que era la misma que había visto en su piso hacía ya casi dos años. Un recuerdo especial y personal se despertó en mí.
Sobre el escritorio había dos grandes pantallas de ordenador, un portátil, una pila de carpetas, varios móviles y algún otro gadgets informático. Marc no había cambiado en nada durante los últimos dos años, en los que no le había visto. Tenía el mismo aspecto que le recordaba, la misma cara interesante cuando estaba serio, los mismos ojos penetrantes de color imposible de definir, el mismo pelo largo, la misma barba de una semana y la misma expresión reservada y decidida a la vez. Se levantó de la silla. Como antes, vestía de civil informal. Sentí la misma sensación de inseguridad y de atracción hacia él que en el pasado. Parecía distante, así que tuve que emplear todas mis fuerzas para controlar el impulso de abrazarlo. Se me acercó, pero no hubo ningún contacto físico.
—Ana, encantado de verte —dijo de manera suave con su voz ronca.
—Igualmente —dije—. ¿A qué viene tanta urgencia?
Me observó unos instantes. Recordé su costumbre de hacerlo y me cohibí un poco. Yo vestía también informal. Llevaba un pantalón blanco, una gabardina roja, un bolso multicolor de asas cortas y unas bambas All Star. Esperaba que mi vestuario colorido no atormentara demasiado el ambiente ceniciento del lugar.
—Estás guapa —anunció.
—Tú también —dije con sinceridad y sonreí.
—Siéntate —me invitó.
Me senté en el borde de la silla hecha una bola de nervios. Mis manos, ansiosas, arrugaban las asas de mi bolso.
—Ha sucedido algo y he pensado que debía avisarte —comenzó con la voz mesurada, antes de sentarse en la silla de al lado—. Puede que ya lo sepas por otras fuentes…
—¡Marc! —exclamé—. Dime de una vez de qué se trata.
Sonrió y, como siempre, su sonrisa le iluminó la cara.
—Sigues igualita… Bien, ¿estás todavía con Russ?
—Sí —contesté.
—¿Vivís juntos?
—Sí.
«Tenemos un hijo», pensé en decirle.
—¿Recuerdas el nombre de Jay Goldman?
Asentí. El mal presentimiento me estrujó el vientre.
—Ha muerto —añadió.
Me llevé la mano a la boca para silenciar el grito que estuve a punto de soltar. Marc me lanzó una mirada penetrante.
—¿Cómo? —logré preguntar.
—Accidente de moto en una carretera entre Figueres y Girona —dijo con serenidad—. Iba borracho y en el canal contrario, y se lo llevó un coche. Este se dio a la fuga.
—Dios mío… —susurré intentando asimilarlo.
—Ana, el caso ha sido catalogado como un accidente, pero yo tengo mis dudas —dijo Marc, que me sostuvo la mirada e intentó leerme a fondo—. La noticia me ha llegado esta mañana. Al registrar la entrada del cuerpo de Jay Goldman en la morgue, nuestro sistema saltó en alerta. Si recuerdas, él estuvo involucrado en los chiringuitos financieros en los cuales también estuvieron involucrados Russ y David Bloom y, por ende, su nombre estaba en la lista negra de la CNMV.
Lo miraba atónita. La noticia me descolocó y los temores del pasado volvieron a perseguirme. Me preguntaba si Russ sabría lo de Jay.
—¿Cuándo?
—El miércoles entre las 20h y las 22h —dijo impasible, frotándose la barbilla.
—¿Estás insinuando que Russ podría estar involucrado en el accidente? —pregunté.
—Ana, Jay fue liberado de la prisión de Zúrich hace menos de un mes y creo que es mucha coincidencia que haya tenido un accidente justo ahora. Tal y como te he dicho, tengo mis sospechas. Recuerda el infierno que viviste por su culpa, el accidente, los saqueos, las amenazas.
Lo observé horrorizada.
—Marc, no creo que Russ sea capaz de hacer algo semejante.
Se encogió de hombros.
—He visto de todo en mi carrera —dijo en tono irónico—. Te sorprenderías. ¿Has sabido algo de David Bloom? —preguntó de repente.
—No —dije con frialdad.
Reprimí el férreo deseo de gritar por el pánico que me invadía.
—Estas pálida —constató.
—Me acabas de decir que Jay Goldman ha muerto en un accidente, insinúas que Russ puede estar involucrado, me preguntas por David Bloom, el hombre que arrastró a Russ al fraude… No sé cómo no me he desmayado todavía —concluí.
Marc me miró un momento y luego desvió la mirada. Noté que reprimió una sonrisa.
—¿Sabes dónde estuvo Russ el miércoles por la tarde? —inquirió mirando la superficie de su escritorio.
Como en cámara lenta, comencé a recordar los días anteriores. Mi mente, presa por la sospecha y la angustia, se negaba a funcionar. No podía creer que Russ pudiera tener algo que ver con un presunto asesinato. Me levanté de la silla inconscientemente y comencé a caminar de un lado para el otro.
—El miércoles… —dije como un eco—. Los miércoles él trabaja hasta las siete y llega a casa a las ocho, porque es cuando se va la canguro.
Me detuve frente a Marc. Las palabras le pillaron desprevenido y alzó la mirada de inmediato. Una sombra de decepción cubrió su rostro.
—Sí —musité apenas sonriendo—, tenemos un hijo.
Rápidamente sus ojos se tornaron inexpresivos y su mirada, impasible.
—Enhorabuena —dijo con demasiada indiferencia.
—Gracias —contesté insegura y sobrecogida por su frialdad.
—¿El miércoles pasado por la tarde estuvo en casa? —retomó el tema, le noté la voz forzada.
—No lo recuerdo —dije intentando hacer memoria.
—¿Estuviste con él?
—Creo que sí.
—¿Cómo llegaste a casa?
—En tranvía.
—¿Tienes el ticket?
Hacía las preguntas con rapidez.
—Marc, ¿qué es esto? —pregunté angustiada—. ¿Un interrogatorio?
Volvió a observarme a su manera.
—No, Ana —dijo pensativo después de una pausa y se apoyó en el respaldo de la silla—. Estoy intentando descartar cualquier vínculo con Russ por tu propio bien. No necesito el ticket, para mí no tiene validez ninguna como prueba, es para que tú misma lo mires.
Lo contemplé con aire melancólico. Recordé cuando me ayudó en el accidente, cuando perdí el conocimiento por deshidratación, cuando me reveló la índole del negocio del chiringuito financiero, la vez que vino al restaurante cuando rompieron la persiana… Se preocupaba por mí, no me cabía duda. Saqué el monedero del bolso y busqué la tarjeta T-10. Entonces, me di cuenta de que el miércoles por la tarde no estaba marcado.
—No… —dije cayendo en la cuenta—. No volví a casa porque salimos a cenar. Nos encontramos a las nueve de la noche frente al restaurante El Mussol, en la Diagonal.
—¿Él llegó puntual?
—Me estaba esperando.
—¿Sabes dónde estuvo antes?
—Supongo que en su oficina.
Marc me miró un instante, pensativo, y de repente su expresión se relajó.
—Si estuviste cenando con Russ la misma noche, no tienes por qué preocuparte. Tan solo quería confirmarlo.
Le observé inquieta. Parecía haber perdido el interés en el tema. «Y la duda de si Russ está involucrado indirectamente, la dejas en mi conciencia…», pensé abrumada.
Necesitaba saber más, pero ¿qué más? Lo único que podría calmarme era averiguar lo que había ocurrido en realidad. ¿Debía hablar con Russ? ¿Me diría la verdad? ¿Podía estar involucrado? Él quizá ni siquiera lo sabía. Sentí que las dudas me agobiaban y el ambiente abúlico y cerrado del despacho comenzó a provocarme una sensación de sofoco. Tenía que calmar mi ansiedad de alguna manera para pensar con calma y serenidad.
—¿Tenéis café aquí? —pregunté.
Marc me evaluó durante demasiado rato.
—¡Vamos, Marc! —exclamé al final, exasperada—. Que te estoy pidiendo un café, no matrimonio.
Sonrió un poco y se levantó.
—Sí, sí que tenemos —dijo—. ¿Cómo te gusta?