La vida
sigue
A partir del instante en que Thomas abandonó la empresa, el trabajo se me vino encima como una avalancha. No podía parar ni para respirar, tenía demasiado que hacer. Me concentré en las ventas y los proyectos, y todo lo demás lo delegué. La contabilidad y la tesorería fue a parar a Jordi Vidal, nuestro asesor financiero; el marketing y las relaciones con la prensa se los dejé a Belén, una amiga, periodista y agente de comunicación que había conocido en el seminario «Los siete hábitos de la gente altamente efectiva», al que había asistido en Barcelona años atrás.
Las visitas a los clientes transcurrieron sin problemas, los proyectos seguían su rumbo, pero Kiko necesitaba aún más ayuda. Cuatro consultores anunciaron que se iban. Disponían de un mes de preaviso, por lo que tenía marco de reacción. Para mi gran sorpresa y alegría, Ignacio se quedó. Me pidió que redactara un contrato en el que, en el caso de pasar a ingreso variable, la empresa se comprometería a pagar los impuestos correspondientes a sus retenciones. Aunque me pareció una petición descabellada, pues el pago de gravámenes era una obligación fiscal irreversible, acepté.
Durante dos semanas estuve muy ocupada, ni siquiera vi a Russ. Llegaba a la oficina a las ocho de la mañana y no salía hasta medianoche; otros días tenía viajes de trabajo. Hablábamos mucho por teléfono y él me animaba a concentrarme en los asuntos laborales. Sin embargo, cuando Kiko me envió el informe mensual, en el que me aseguraba de que todo marchaba bien y nuestro cliente más grande había confirmado los proyectos hasta finales del año, apagué mi portátil y cerré la oficina con la intención de olvidarme de todo durante el fin de semana y entregarme a Russ.
Al salir del edificio me detuve en seco. Había alguien más a quien había descuidado por completo durante las últimas semanas y cuyas llamadas telefónicas no había devuelto, aunque se lo hubiera prometido.