Al día siguiente por la mañana, fui al aeropuerto a recoger a la hermana de Russ. Había dormido poco y el sueño había sido inquieto. Me sentía aturdida. Al entrar en la terminal me di cuenta de que el vuelo que esperaba había aterrizado antes de tiempo. Observé a la gente amontonada frente a la salida.
—Disculpa, ¿eres Ana?
Miré sorprendida a la chica menuda y rubia que se había acercado y, de inmediato, descubrí los mismos ojazos azul celeste de Russ. Delia era muy delgada y bastante baja. No tenía ni la sombra de la seguridad y la energía que desprendía su hermano; parecía más bien frágil y tímida. Tenía el pelo liso y lo llevaba suelto hasta los hombros. Iba sin maquillar. Vestía con unos pantalones beige y una camiseta blanca de manga corta. Tenía los brazos cubiertos por unas simpáticas pecas. Me había preparado mentalmente para recibir a una galesa alta y, a juzgar por el físico de Russ, incluso corpulenta.
—Sí... ¡Delia! —exclamé.
Estiré la mano intentando simular sorpresa, pero ella ignoró el gesto y me abrazó sin esperármelo.
—Ana… —me susurró al oído—. Siento tanto conocerte en estas circunstancias. La verdad es que lo siento mucho.
Cuando se apartó de mí tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Yo también lo siento, Delia —dije con timidez—. Ven, que tenemos mucho trabajo.
Ella asintió, cogió su pequeña maleta y nos encaminamos hacia el aparcamiento.
Hablamos poco en el coche. Delia también difería de Russ es ese aspecto. Era de pocas palabras y las que decía no invitaban a una larga conversación. Me pareció que evitaba a propósito cualquier comentario sobre lo ocurrido con su hermano. Suspiré disimuladamente; hacer ver que las cosas no habían sucedido no era un atributo que yo dominara. Aquel día no había mucho tráfico y, por suerte, conseguí aparcar justo enfrente del edificio del piso de Russ.
—Hemos llegado —anuncié.
Delia observó el edificio a través de la ventanilla del coche.
—Bien —dijo y se bajó del vehículo.
Saqué del maletero algunas cajas de cartón que había comprado para empaquetar las pertenencias de Russ. Al acercarnos a la puerta del edificio, vi que había una nota colgada en la puerta: «Inquilino del apartamento 5º 2ª o familiares del mismo, por favor, contacten con el conserje.»
Me detuve en seco. Un espasmo de miedo me estrujó el vientre.
—¿Qué pasa? —preguntó Delia.
—Piden que nos pongamos en contacto con el conserje —contesté mientras releía el aviso.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea.
Mi voz sonó más brusca de lo que pretendía. Ella esbozó una sonrisa tímida. Entré en el edificio y me dirigí hacia la puerta del conserje. Delia me pisaba los talones. Nadie abrió a pesar de la insistencia con la que toqué el timbre.
—Ven, subamos —decidí al final.
En el ascensor habían colgado la misma nota que en la puerta de entrada. Mi inquietud aumentó. «¿Qué habrá ocurrido?», pensé. «Estuve aquí ayer…»
Al salir del ascensor, me detuve en seco. Delia ahogó un grito con la mano y se aferró con la otra a mi brazo.
La puerta del piso de Russ estaba entreabierta y, a media altura, colgaba una cinta adhesiva amarilla. Se veía con claridad que la cerradura había sido forzada y la madera del marco reventada. Había astillas en el suelo. Las puertas del ascensor se cerraron de repente y me sobresalté. Delia seguía como petrificada. Pensé que lo correcto sería buscar al conserje y averiguar lo sucedido, o incluso llamar a la policía. Pero últimamente no hacía lo correcto.
Apoyé las cajas de cartón en la pared y me acerqué a la puerta. Dudosa, la empujé. Se abrió sin ningún ruido. Por la apertura pude ver parte del salón. Se veían las pertenencias de Russ tiradas en el suelo. No podía ver mucho, pero me quedó claro que en el piso reinaba el caos. Me agaché y me deslicé por debajo de la cinta. Delia salió de su trance y siguió mis movimientos. Con dos pasos ya estaba en el salón. Lo que vi me resultó tan desagradable y sobrecogedor que se me revolvió el estómago. Todo, absolutamente todo, estaba desordenado, destrozado y destruido. Los libros habían sido arrancados de sus tapas, los CDs estaban tirados por el suelo, fuera de sus cajas, los cojines del sofá habían sido cortados y desplumados, las sillas tenían los asientos cortados y maltrechos, la mesa estaba del revés y tenía dos patas rotas…
Mirar hacia la cocina me hizo daño a la vista. Todos los cajones estaban abiertos y el contenido tirado por el suelo. Las puertas de la nevera y el congelador estaban abiertas y lo que había dentro, que se comenzaba a descomponer, provocaba mal olor. El hielo derretido del congelador había formado un charco de agua en el suelo. Como una autómata caminé hacia las habitaciones. La puerta del dormitorio no se podía abrir del todo, porque el marco de la cama obstruía la entrada. El colchón estaba lleno de cortes, destrozado. Los trajes de Russ también habían sido cortados y desgarrados de manera violenta. Los zapatos tenían cortes y los tacones habían sido arrancados. Hasta las lámparas de techo estaban en el suelo. El saco de boxeo había sido cortado y vaciado.
«¿Habrán hecho ruido?», me pregunté. «¿Lo habrán oído los vecinos?»
Sentí náuseas y me dirigí al baño. Delia seguía de pie, inmóvil, en medio del salón. Al abrir la puerta del baño, me asusté al verme reflejada en el espejo: era la imagen del miedo. Dejé correr el agua y coloqué la cara directamente bajo el grifo. El frío me estremeció, pero me ayudó a calmarme. Regresé al salón. Delia había empezado a llorar. Se me acercó y me abrazó. Estuvimos abrazadas durante un buen rato intentando asimilar lo que acabábamos de descubrir.
—Por lo menos no tendrás mucho que empacar —dije.
Ella se apartó de mí y torció las comisuras de los labios.
—Odio empaquetar —comentó—. ¿Qué ha pasado? —preguntó en voz baja mientras echaba un vistazo al piso.
Me obligué a razonar, a pesar del caos que reinaba en mi cabeza. Había estado en el piso de Russ el día anterior, así que el robo había tenido que ser en las últimas veinticuatro horas. ¿Qué estaban buscando? ¿Se trataba de encontrar algo o simplemente de destrozar todas las pertenencias de Russ? Parecía un acto de venganza.
El ruido de las puertas del ascensor me sacó de mis elocubraciones. Preocupada, me acerqué a la puerta. Me encontré cara a cara con el conserje, quien en seguida se agachó para pasar por debajo de la cinta. Era un señor simpático, bajito, regordete, que me saludaba siempre con entusiasmo y no escondía su curiosidad por saber cada detalle de mi vida y la de Russ. Se apoyaba las gafas en la punta de la nariz y era cotilla, algo característico de los conserjes del Eixample. Al verme, una sonrisa de alivio adornó su rostro.
—¡Señorita Ana! —exclamó mientras entraba en el piso haciéndome retroceder—. ¡Qué bien que ha venido! No tengo su móvil ni el del señor Russ, si no los habría llamado. Es un desastre lo que han hecho aquí. Créame usted, estos delincuentes están cada día peor. Nada los detiene...
Quería interrumpirle para hacerle las preguntas que me quemaban la lengua, pero él no paraba de hablar.
—Me di cuenta por casualidad —prosiguió—. Una vez por semana suelo limpiar el tejado, ¿sabe? Cuando subí y abrí la puerta, la corriente de aire entró de repente y escuché un portazo. Entonces bajé y vi que era la puerta del señor Russ. ¡Dios mío! —Se llevó las manos a la cara, que movió con nerviosismo—. Qué violencia, no hay derecho. No se puede imaginar el susto que me llevé cuando comprendí lo ocurrido. El señor Russ ha sido siempre tan respetuoso y caballeroso… ¡Y mire lo que han hecho de su piso! —Seguía ladeando la cabeza—. He querido contactar con el señor Russ pero no tengo su número. Me imaginé que se había ido de viaje. Usted sabe que él viaja mucho. Tampoco tengo su número, señorita Ana, ni el de los familiares ingleses del señor Russ. No sabía muy bien qué hacer, así que se me ocurrió poner la cinta. La tengo de una vez que la policía vino a marcar la zona porque estaban de obras instalando la fibra óptica, ¿sabe?
Asentí, aliviada por el hecho de que aparentemente no había avisado a la policía.
—Avisé a los vecinos —El conserje no paraba de hablar—. Ellos le tienen mucho aprecio a Russ, ¿sabe? Y estaban de acuerdo con mi idea de poner la cinta mientras no apareciera algún familiar o regresara él mismo. Decidimos esperar un día más y si no iba a avisar a la policía —De repente me miró con curiosidad—. Por cierto, ¿dónde está el señor Russ?
—Está de viaje —fue lo primero que me cruzó la mente, lo dije sin pensar.
Miré al conserje un instante y decidí mentir.
—Mejor dicho… —titubeé—. Le diré la verdad, pero no se lo cuente a nadie.
—Señorita Ana, se le ruego, no dude mi integridad —exclamó casi ofendido.
—Russ… —Suspiré profundamente—. Ha tenido un accidente.
El conserje puso los ojos como platos.
—Dios mío… —susurró.
Asentí con aire triste. No me costaba mucho fingir, estaba sobrecogida por lo ocurrido y la pesadumbre casi me ahogaba.
—Por favor, no se lo diga a nadie. Está muy grave, en coma.
El conserje abrió los ojos aún más.
—Está con su familia en Inglaterra —dije para proseguir la invención—. Ella es su hermana.
Señalé a Delia, que se había acercado a nosotros. El conserje exclamó un «lo siento» y le hizo una pequeña reverencia, como si fuera de la realeza. En otras circunstancias, es probable que me hubiera reído de tal exageración. Delia, sorprendida, asintió con timidez.
—¿Y cómo se encuentra usted? —me preguntó con compasión.
«Angustiada, asustada y al borde de la histeria», pensé.
—Triste, pero tengo que poner buena cara al mal tiempo —dije sin necesidad de exagerar mucho.
—Y ¿qué pasará con el señor Russ? —continuó preguntando de forma cohibida.
Preferí no contestar, porque no sabía qué decir y no me gustaba mentir, aunque ya lo estaba haciendo. Afortunadamente, él lo comprendió y decidió cambiar de tema.
—Señorita Ana, ¿qué desgraciado pudo haber saqueado el piso de esta forma? —exclamó mientras caminaba hacia el salón.
No me cabía duda de que ya había husmeado en cada rincón.
—No tengo ni idea —dije con cuidado—. Tal vez vigilaban el piso y se dieron cuenta de que Russ no estaba.
—Seguro —afirmó el conserje—. Estos ladrones se lo montan muy bien. Cuando fichan a alguien, lo siguen hasta que…
—Perdone —lo interrumpí—. ¿Recuerda que alguien haya venido a preguntar por Russ durante los últimos dos o tres días?
Estaba segura de que un desconocido no podía pasar de largo al conserje sin que él lo interrogara. Frunció la frente dándose importancia.
—No, nadie —contestó con vehemencia y me observó—. ¿Qué va a hacer? —preguntó.
—No lo sé, pero creo que no hace falta avisar a la policía —Suspiré frustrada—. Russ no está aquí y prefiero arreglar las cosas de manera pacífica. Lo que menos necesitamos todos en estos momentos tan difíciles es tener que ocuparnos de policía y denuncias. Lo hecho, hecho está.
—Señorita Ana, cuente conmigo para lo que necesite.
—Gracias.
—Ahora las dejaré solas. Estaré abajo si necesita algo —dijo y sonrió retraído.
Solo asentí. De nuevo, los ojos se me llenaron de lágrimas. El conserje salió del piso.
—Creo que no han encontrado lo que buscaban y se han dedicado a destrozarlo todo en un gesto de venganza —dijo Delia con su suave voz.
Seguía a mi lado observando el caos.
—¿Qué estarían buscando? —pregunté.
—No lo sé. ¿Sabes si mi hermano tenía objetos de valor aquí?
De repente, noté que la habitación se convertía en una sauna sofocante y comenzaba a dar vueltas.
—¡Ana! —exclamó Delia y me cogió del brazo antes de que mis rodillas cedieran—. ¿Estás bien?
Me ayudó a sentarme encima de un montón de cosas apiladas y se arrodilló al lado.
—No, no estoy bien —contesté abrumada—. Delia, por favor, tú y tus padres dejad de preguntarme si estoy bien. Vosotros mejor que nadie sabéis la situación que estamos atravesando. No estoy bien, estoy fatal, y a cada instante que pasa me siento peor por las cosas que están sucediendo relacionadas con tu hermano.
—¿Qué pasa? —preguntó ella tras ignorar mi sermón.
—Creo que sé lo que estaban buscando —Mi voz apenas se oía—. Puede ser que me equivoque, pero creo que buscan la información bancaria que estaba en el maletín de Russ que ahora tengo yo.
Sentí que Delia aflojaba la mano con la que me sostenía el brazo. Me mordí el labio inferior e intenté despejar el pánico de mi mente. Delia seguía hablando.
—Ana, ¿dónde está ese maletín?
—Sobre mi escritorio, en la oficina.
—Tenemos que ir para allá ahora mismo y esconderlo —me interrumpió Delia.
—Los documentos están guardados en un lugar seguro.
—Deberíamos avisar a la policía —decidió.
La observé y estuve a punto de sonreír.
—Vale, hagámoslo —dije con suspicacia—. Pero antes dime, por favor, ¿qué les vamos a decir?
—Lo que ha ocurrido.
—Que Russ está encarcelado en Mónaco, acusado de estafa financiera y que alguien ha saqueado su piso…
Me quedé callada. No le quería hablar de la cantidad de dinero que su hermano tenía en las cuentas. Delia desvió la mirada hacia el desorden del salón. Me preguntaba qué más iba a ocurrir; no me cabía duda que habría más «sorpresas». Miré a mi alrededor y el panorama me volvió a deprimir. Sin embargo, muy dentro de mí, sentía que se comenzaba a despertar la chispa de la rebeldía y eso siempre me empujaba a seguir adelante. Con lentitud, me incorporé y animé a Delia a que hiciera lo mismo.
—Ven, vamos a comer algo.