Una semana antes de San Valentín, el martes a las cinco de la madrugada, me despertó el móvil. Tardé unos segundos en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, y me alarmé de inmediato. «Mamá», pensé.
—¿Sí? —contesté con el corazón en la garganta.
—La llamo de la central de Securitas Direct. Mi clave es Charlie —dijo una voz masculina—. ¿Me dice la suya?
No estaba preparada para eso. La mente se me bloqueó.
—Señora, necesito que me dé su clave —insistió el operador—, si no tendré que llamar a los otros números de la lista.
No recordaba cuál era el segundo número de la lista. Me esforcé en pensar.
—Gato —dije tras incorporarme y sentarme en la cama.
—Correcto —confirmó—. Se ha disparado la alarma de la calle Diputación. ¿Puede ir hasta allí o quiere que avisemos a la policía?
Era el restaurante. Un escalofrío me heló la espalda.
—Llame a la policía ahora mismo. Voy para allá —contesté y salté de la cama.
—De acuerdo. Adiós.
Me vestí deprisa y corriendo. Entre el cansancio, el susto y la ansiedad, estaba completamente desorientada. Cogí el bolso, las llaves y el móvil. Me detuve un segundo frente al espejo. No me faltaba ninguna prenda de vestir, lo llevaba todo puesto. «Menos mal que no estoy viajando por ningún proyecto», pensé.
Cuando bajé al garaje, recordé con rabia que el coche estaba en el taller. No tuve más remedio que coger la moto. Hacía un frío tremendo y estaba lloviznando. Por suerte, no había casi tránsito por las calles y llegué rápido, aunque tiritando del frío.
La policía ya había llegado. Eran dos, un hombre y una mujer. Estaba oscuro y la escasa luz de los faroles de la calle no daba para mucho, pero el daño se veía. Lo que habían hecho era espantoso. Habían destrozado los ganchos de seguridad que aguantaban la persiana metálica y la habían levantado con fuerza con algún tipo de instrumento. Habían conseguido levantarla casi un metro del suelo, destrozando los bordes y sacándola de los rieles laterales. Me atacó el mismo sentimiento de impotencia e indignación que cuando saquearon mi piso.
—Buenos días —me saludó la mujer al acercarme.
—Buenos días, soy la propietaria.
—¿Le parece si entramos? —me preguntó.
La miré con perplejidad.
—¿No lo habéis hecho todavía?
—No.
—¿Por qué? —exclamé.
—La norma es esperar a que se presente algún encargado.
La norma me dejó sorprendida. No tenía ningún sentido, porque a los delincuentes les daba tiempo de escapar por las puertas traseras.
El policía entró primero, yo lo seguí, y al final entró la mujer. Entre la persiana y la puerta de entrada había unos cincuenta centímetros de separación. La alarma se debía haber disparado cuando abrieron la puerta. Habían forzado la cerradura probablemente con una tenaza o algo parecido. Al entrar, el policía iluminó el interior con una linterna. Me acerqué al mando y encendí las luces. Todo parecía estar en orden, excepto la caja, ¡no estaba! Pero habían dejado el monitor.
—Por favor, no toque nada —me advirtió el policía—. El perito está en camino para tomar las huellas dactilares.
Lo observé fastidiada pensando en cómo el polvo que utilizaba iba a ensuciarlo todo. Los policías revisaron el local entero. No encontraron nada fuera de lo normal. Solo faltaba la caja.
—Qué raro… —comentó la mujer—. ¿Todo este esfuerzo de forzar la persiana para llevarse la caja? ¿Solía guardar dinero? —me preguntó.
—No —Negué con la cabeza—. Siempre me llevo el dinero a casa, por la noche. La caja que se han llevado cuesta más que lo que había dentro.
Oí un ruido y miré hacia la puerta. Era el perito. Los policías le explicaron la situación y este se puso a trabajar. Mientras tanto, ellos comenzaron a rellenar informes. Me pregunté de qué serviría todo eso. Estadísticas, probablemente.
—Nosotros ya hemos acabado —anunció el policía al rato—. ¿Quiere que esperemos un poco y que llame a alguien para que la acompañe?
—No, no hace falta, gracias.
Firmé los formularios que habían rellenado y se fueron. A los pocos minutos se marchó también el perito. Me quedé sentada en uno de los sofás de la entrada, pensando. Miré a mi alrededor: los frescos, los techos altos... Me sentí sola y triste. Al igual que los policías, me preguntaba por qué alguien iba a romper la persiana solo para llevarse la caja vacía. Luego pensé que la alarma se habría disparado en seguida y que habrían cogido lo imprescindible. Suspiré, cogí el móvil y llamé al seguro para que vinieran a repararme la persiana y la puerta.